¡®Cinco inviernos¡¯: el ocaso del comunismo en Rusia
Por entonces tambi¨¦n aspirante a escritora, la corresponsal Olga Merino trabaj¨® durante los noventa en Mosc¨², donde fue testigo del fin de un imperio. ¡®Babelia¡¯ adelanta unos cap¨ªtulos del libro, que acaba de publicar Alfaguara
Comenc¨¦ a rellenar libretas a eso de los dieciocho a?os. Cuadernos de todo y de nada donde, con caligraf¨ªa minuciosa y pulcra, copiaba poemas, p¨¢rrafos de novelas que me hab¨ªan deslumbrado y letras de canciones, pegaba recortes de peri¨®dico, hac¨ªa alg¨²n collage o dibujo espantosos y sobre todo me contaba a m¨ª misma mis desvar¨ªos rom¨¢nticos y la fiebre de una vocaci¨®n atroz que me fustigaba con un l¨¢tigo de siete colas: ten¨ªa terror a la escritura. En el fondo, los primeros a?os son el inventario de un vac¨ªo.
Siento especial querencia por las libretas rusas ¡ªsiete en total¡ª. Nunca tuve intenci¨®n de publicarlas. Ni siquiera se me pas¨® por la cabeza que alguien pudiera fisgarlas, a no ser que ya me hubiera muerto. Las entend¨ªa como un recept¨¢culo, un reducto de soledad, un soliloquio, escritura en presente puro, donde el azar iba trazando argumentos nuevos. Consciente de que estaba viviendo un momento excepcional, en lo personal y en lo hist¨®rico, no quer¨ªa perder ni una migaja ni que el recuerdo distorsionara la experiencia de Mosc¨². Ten¨ªa entonces veintiocho a?os reci¨¦n cumplidos ¡ªcuando me hicieron el ofrecimiento de desplazarme a Mosc¨², veintisiete¡ª, una edad en la que, como escribi¨® Vila-Matas, ¡°yo estaba tan disponible ante la vida que cualquier disparate se pod¨ªa infiltrar en ella y cambi¨¢rmela¡±.
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Por la calle, a uno se le hiela la ag¨¹illa de los lagrimales, el humor acuoso que mantiene h¨²medos los ojos. Sientes que una inspiraci¨®n profunda podr¨ªa lastimarte los pulmones m¨¢s que un Celtas sin filtro. O, peor a¨²n, una papirosa, uno de esos cigarrillos sovi¨¦ticos con un tubito de cart¨®n como boquilla, lo suficientemente largo como para apurar el tabaco hasta el final sin quemarse los dedos ni los guantes. La marca m¨¢s conocida se llama Belomorkanal. La introdujeron en los a?os treinta para celebrar la conclusi¨®n del canal que une el mar Blanco, en el ?rtico, con el mar B¨¢ltico, a trav¨¦s de los lagos Onega y Ladoga, una obra de doscientos veinte kil¨®metros construida por los presos del gulag, miles de esqueletos descoyuntados por el hambre y el fr¨ªo. Una calada te tumba. Trilita pura, como la que debieron de utilizar para reventar la tierra helada.
Los graznidos de los grajos. ?O habr¨ªa que decir cornejas? Aqu¨ª la gente usa el balc¨®n como un anexo del refrigerador, pero no se pueden dejar los alimentos sin una piedra, una tapadera o algo pesado encima, puesto que se los llevan. La corneja es ladrona, como la urraca. En ruso se llama vorona. Es el p¨¢jaro de Rusia.
Antes de regresar a Espa?a, Berna me lleva al almac¨¦n estatal TsUM a comprar s¨¢banas, toallas y dem¨¢s ajuar dom¨¦stico, embutidas las dos en ropa como salchichas, pisando nieve sucia. Curiosas, las s¨¢banas: la encimera consiste en dos pedazos de tela, cosidos por las orillas, con un agujero enorme en el centro del trozo superior, en la mitad del rect¨¢ngulo, como un remiendo, para colar dentro la manta. Ya tengo profe de ruso: Mar¨ªa. Dos horas diarias de clase, de lunes a viernes, otra "terapia de choque", como la que est¨¢ sacudiendo el pa¨ªs para encabalgarlo en un pisp¨¢s, desde la econom¨ªa planificada, hasta el capitalismo desmelenado. Berna me est¨¢ ayudando con el casting de traductores, y ambas convenimos en que el mejor es Yuri Kriuchkov; es alto, muy atractivo, con unos bonitos ojos celestes y sobre todo inteligente. Si finalmente llegamos a un acuerdo, Yuri dejar¨ªa la agencia Interfax para trabajar conmigo. Las s¨¢banas que compramos, por cierto, no pueden colgarse ahora en los alambres del balc¨®n, sino dentro, en un tendedero plegable; de lo contrario, se congelar¨ªan.
Mala gaita y dolor de cabeza. Debe de ser el peso de la presi¨®n atmosf¨¦rica baja o, peor a¨²n, el aire que respiramos, cargado de part¨ªculas magn¨¦ticas, residuos de las f¨¢bricas o de las centrales t¨¦rmicas, que escupen al cielo un humo blanco muy denso, como vaharadas de un drag¨®n gigante. Por lo menos, nos mantienen bien calientes dentro de las casas. La suma de factores suele producir unas jaquecas gran¨ªticas, acompa?adas de una modorra insoportable, sobre todo a partir de las dos de la tarde, cuando la luz comienza a esfumarse. Te quedar¨ªas dormido en la silla. Anochece temprano; las escasas farolas dan una luz muy tenue, fantasmal.
Un hombre ha instalado sobre la acera de la avenida Vernadski una mesa de camping donde ofrece muslos de pollo a los viandantes. Como las presas vienen congeladas en grandes bloques del tama?o de un almohad¨®n, el tipo, con los brazos extendidos sobre su cabeza, arroja el mazacote de hielo contra el suelo nevado, una y otra vez, como en el Paleol¨ªtico medio, hasta que se desprenden un cuarto o dos de pollo con su rebaba de escarcha. A estos muslos los llaman las patas de Bush, porque empezaron a llegar de Estados Unidos har¨¢ cosa de un a?o, en el pico de las escaseces, como exportaciones de alimentos subsidiadas. Los rusos son muy buenos poniendo motes con retranca.
Cada ma?ana atravesamos medio Mosc¨² en el coche de Yuri desde el barrio de la Universidad hasta la oficina, en el n¨²mero 15 de Petrovka, a tiro de piedra del Teatro Bolsh¨®i y de la Plaza Roja, una calle muy c¨¦ntrica, con un aire se?orial y tan decimon¨®nico que parecer¨ªa plausible que el fantasma de Ch¨¦jov emergiera de un portal, apresurado como el Conejo Blanco para llegar puntual a un ensayo con Stanislavski. He alquilado un cuarto ¡ªEl Peri¨®dico me manda el dinero para pagar la renta¡ª, con un gran ventanal, alfombra y un div¨¢n tapizado de verde botella, en la sede de Prensa Latina, la agencia de noticias de Cuba, agasajada, por ser el ¨®rgano de la isla mimada del r¨¦gimen sovi¨¦tico, con un local despampanante en el cogollo de la ciudad, una vivienda magn¨ªfica, a falta de una mano de pintura, de techos alt¨ªsimos con artesonados, el domicilio de alg¨²n rico mercader antes de la revoluci¨®n. Pero ahora, cuando hace poco m¨¢s de un a?o que la bandera de la URSS se arri¨® del Kremlin, ya no se emplea otro lenguaje aqu¨ª que el del d¨®lar contante y sonante, nada de viejos lazos fraternales con el socialismo tropical, as¨ª que los cubanos se ven obligados a subarrendar las habitaciones a terceros para que les salgan las cuentas ¡ªlo supongo; prefiero no preguntar¡ª. Pegada a mi estancia se encuentra la que ocupa el colombiano F., dedicado a la compraventa no s¨¦ bien de qu¨¦, y a continuaci¨®n se abre el sal¨®n noble, el m¨¢s espacioso, para recibir a las visitas, con sus sof¨¢s, un mapa de la URSS y dos enormes retratos en blanco y negro del Che Guevara y de Fidel Castro, con puro y muy joven, como si acabase de bajar de Sierra Maestra. Al fondo del pasillo est¨¢n los cuartos que ocupa Notimex, la agencia de noticias de M¨¦xico, en la que tambi¨¦n trabaja un chileno, y el que se han asignado los chicos cubanos, el m¨¢s modesto, con el t¨¦lex y los teletipos de TASS e Interfax, tres metralletas que no paran de escupir papel. V¨¢ter y cocina compartidos. Buen ambiente latino con la mezcla de nacionalidades. Todos los colegas se apa?an con el ruso, aunque a veces recurren a Yuri. No se trata solo del endiablado idioma, sino de kremlinolog¨ªa, el jerogl¨ªfico cuneiforme de interpretar cada peque?o gesto, cada declaraci¨®n pol¨ªtica, cada silencio de la nomenklatura. Las formas no han cambiado.
Como hay pocos bares y restaurantes ¡ªlos empiezan a abrir ahora, con precios desorbitados, muy caros para m¨ª e inalcanzables para los rusos¡ª, venimos bien desayunados de casa y el resto del d¨ªa aguantamos tonteando con t¨¦, galletas, cacahuetes y alg¨²n buterbrod. Ayer, sin embargo, salimos con Yuri a almorzar a una stol¨®vaya, una cantina sovi¨¦tica muy asequible donde acuden funcionarios y los alba?iles que andan restaurando fachadas e inmuebles. No hay asientos en el local; se come de pie, sobre una mesa m¨¢s o menos a la altura del pecho. Plato ¨²nico, y a correr: pelmeni, una pasta rellena de carne picada parecida a los raviolis pero sin salsa alguna.
A la salida del metro de Kitai-g¨®rod, montones de jubilados, cincuenta, setenta, tal vez m¨¢s, puestos en hilera, uno al lado del otro, ofrecen a los transe¨²ntes apresurados cualquier cosa imaginable: calcetines de lana de la que pica, botellas de vodka, latas de sardinillas en aceite, un par de buj¨ªas nuevas, bombillas, teteras, platos, toallas de lino, un anillo de oro, compota casera, una bandeja de esta?o con flores pintadas a mano... Se est¨¢n vendiendo el ajuar para comer.
Invito a Yuri y a un amigo suyo a cenar en el restaurante Uzbekist¨¢n. El amigo trabaja en una oficina vinculada al Gobierno que elabora informes y estad¨ªsticas econ¨®micas; va a pasarnos algunos datos para tirar del hilo y hacer un reportaje. Pedimos arroz plov y gul-kabob, unos rollos de carne de cordero muy especiada. Nos atiende un camarero completamente borracho. Sale de la cocina y trastabilla por el comedor. Vuelca dos copas sobre la mesa al servirnos.
Nosotros bebemos tambi¨¦n y brindamos, na vashe zdorovie (?a vuestra salud!). Me cuentan que, en las fiestas, cuando los invitados est¨¢n por marcharse, se dice en el chinch¨ªn final na pasashok, literalmente ¡°para el bast¨®n¡±; o sea, un trago para el camino de regreso. Pero como siempre tarda en llegar la ¨²ltima copa, la ¨²ltima de verdad, existe una retah¨ªla de brindis posteriores para, medio en broma, medio en serio, ir alargando el trance de la despedida alcoh¨®lica: stremenaya (por el estribo), sed¨¦lnaya (por la silla de montar), zabug¨®rnaya (por detr¨¢s de la colina), y as¨ª hasta doce o trece.
La forma m¨¢s habitual de saludarse aqu¨ª:
¡ªHola, ?qu¨¦ tal?, ?c¨®mo est¨¢s?
¡ªNormalno (normal).
La gente responde con ese adjetivo tan ¨²til que resume aquello que todo el mundo anhela: vivir una vida normal. No es poco.
Otro saludo del mismo jaez:
¡ª?C¨®mo va la vida?
¡ª?Respiramos!
El sufrimiento los ha moldeado como una raza de estoicos.
Otra palabra comod¨ªn aqu¨ª: ¡°Nichev¨®¡± (literalmente, ¡°nada¡±). Cuando pierdes el autob¨²s lanzadera que te acerca al metro, nichev¨®; cuando se acaba el pan en la tienda, nichev¨®; cuando la vida da otra cornada, nichev¨®.
Jornada festiva en Rusia, el D¨ªa Internacional de la Mujer. Yuri me regala tres claveles rojos y una caja de bombones. Salimos a dar una vuelta en coche hasta las Colinas de Lenin, el punto m¨¢s alto de Mosc¨². Magn¨ªficas vistas sobre la ciudad y el r¨ªo Moscov¨¢. Llegan parejas de reci¨¦n casados, todav¨ªa con los tules y velos, a hacerse fotos y beber champ¨¢n.
Tres claveles. Los rusos adoran los tr¨ªos, el n¨²mero tres: hay que ser tres para beber y para jugar a las cartas. Tres eran los agentes de la polic¨ªa secreta que irrump¨ªan de madrugada en los domicilios para un arresto en los a?os duros del estalinismo. Tres los caballos que arrastran la troika, ya sea un trineo o una calesa con ruedas; tres, el n¨²mero ideal de cabalgaduras para avanzar sobre la nieve: el caballo de varas (el del centro) va al trote y los laterales, los de refuerzo, al galope, de manera que llevan al del medio; as¨ª las bestias se cansan menos y mantienen la velocidad.
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