Atacar la tradici¨®n es pecado grave
Respaldada por el poder paterno, desafiaba todos los poderes dispersos en las costumbres familiares que dictaban las reglas del almuerzo
Qued¨® muy atr¨¢s el Domingo de Pascua. Lo que no puede dejarse atr¨¢s son los recuerdos. A medida que pasa el tiempo, en lugar de alejarse, vuelven como invitados prepotentes que, apenas han saludado, ya ocupan un lugar en la sala o alrededor de la mesa y monopolizan la conversaci¨®n. No recordamos lo que deseamos recordar, sino, como lo vio Freud, lo que nos asalta porque ha sido convocado por una palabra o por una imagen.
De las docenas de roscas que, antes del Domingo de Pascua, examin¨¦ con ojo cr¨ªtico en las panader¨ªas, no extraje conclusiones firmes acerca de su calidad. Una me pareci¨® demasiado esponjosa, otra demasiado seca; a una le faltaban los huevos de chocolate prometidos por la publicidad que la anunciaba, otra ten¨ªa demasiada decoraci¨®n de crema amarilla. Nunca satisfacen del todo estos postres tradicionales porque en ellos buscamos capturar el original que ha quedado anclado en la infancia y nos hace pronunciar el lugar com¨²n: ¡°Los de antes eran mejores¡±.
Los aniversarios son festivales de la nostalgia. Inevitables, pero de una alegr¨ªa melanc¨®lica cuando se ha pasado la juventud y se extra?a aquello que, probablemente, no tuvo la perfecci¨®n que hoy le atribuimos. Ya lo escribi¨® Manrique: ¡°Cualquier tiempo pasado fue mejor¡±. Y fue mejor porque es irrepetible, aunque todo se organice para asegurarnos que las cosas suceden de manera id¨¦ntica. Somos nosotros los que cambiamos y frente a ¡°lo mismo¡± siempre somos diferentes.
Vuelvo, en el recuerdo, al pueblito cordob¨¦s donde transcurrieron mis veranos felices. Bajo del tren en la misma estaci¨®n pobre y destartalada. Decido caminar, con mi ligero equipaje, hasta el hotel que est¨¢ frente a la plaza. All¨ª fui todos los d¨ªas con mi padre durante 10 o 12 veranos de mi infancia. ?l tomaba su jerez T¨ªo Paco y yo mi naranja Sald¨¢n, una bebida que estaba siendo desplazada, pero que persist¨ªa en esos peque?os enclaves. Ten¨ªa hambre y mi padre me permit¨ªa comer un s¨¢ndwich gigantesco: pan de fonda, del tama?o de una baguette, con salame picado grueso. Tanto el pan como el salame eran desaprobados por quienes nos esperaban en la finca para un almuerzo que yo no terminaba a causa del previo s¨¢ndwich, y ese rechazo a la ¡°verdadera comida¡± todos los d¨ªas se atribu¨ªa, con raz¨®n, a los malditos antojos que mi padre fomentaba.
La pelea era cotidiana, con mi padre y yo en un bando y el resto de los comensales en el otro. Pero tanto yo como mi padre sab¨ªamos que el s¨¢ndwich de salame seguir¨ªa venciendo al puchero de gallina o el guiso de carne, papas y zanahorias. Inolvidable sociedad transgresora de las normas, la de mi padre y yo lo desorganizaba todo.
Hoy ser¨ªa incapaz de enfrentar con ¨¦xito un s¨¢ndwich ¡°especial¡± (as¨ª se lo llamaba) como aquellos de mi infancia en la aldea cordobesa. Sin embargo, el recuerdo lo embellece, no por su calidad, que seguramente era tan r¨²stica como el bar que lo preparaba, sino porque est¨¢ clavado precisamente en un tiempo pret¨¦rito. Fue y ya no ser¨¢.
Podr¨ªa reproducirse sin mayor trabajo, pero algo faltar¨ªa en esa hipot¨¦tica imitaci¨®n actual: el salame es ahora menos grasiento, el pan tiene menos miga y, sobre todo, yo no soy aquella chica que esperaba las once de la ma?ana para transgredir todas las ¨®rdenes que me hab¨ªan impartido muy temprano las mujeres que se hac¨ªan cargo del hogar donde regres¨¢bamos al mediod¨ªa, preparados siempre para la misma pelea sobre los caprichos que llevan a un padre y su hija a comer porquer¨ªas en un bar de pueblo en lugar de esperar y almorzar en casa, como Dios manda.
Es evidente que mi desobediencia inclu¨ªa mucho m¨¢s que un s¨¢ndwich. Lo que se transgred¨ªa era el orden de la vida cotidiana, que indicaba comer, en horas precisas, alimentos adecuados a esas horas. Y lo peor de todo es que era un adulto el que capitaneaba la transgresi¨®n. Tambi¨¦n para m¨ª esto era evidente: yo no com¨ªa el almuerzo porque mi padre lo hab¨ªa autorizado al pedir mi s¨¢ndwich de salame. Respaldada por el poder paterno, desafiaba todos los poderes dispersos en las costumbres familiares que dictaban las reglas del almuerzo.
Lo que se estaba atacando era el recuerdo de los otros para que yo fabricara mis propios recuerdos
Mis hurtos a la decoraci¨®n de las roscas de Pascua, que las empobrec¨ªa quit¨¢ndoles la decoraci¨®n m¨¢s sabrosa, perjudicaban a la familia entera. Las roscas llegaban la tarde anterior al domingo de fiesta y yo me especializaba en robar algunos de los huevos de chocolate, muy peque?os, que adornaban la superficie donde alternaba el amarillo de la crema llamada ¡°pastelera¡± con el marr¨®n brillante y claro de la masa horneada. Rabietas similares suced¨ªan antes de la Navidad, cuando yo sustra¨ªa de la superficie del pan dulce reci¨¦n recibido las frutas secas que lo decoraban.
En estas peleas se dirim¨ªa algo de lo que yo no me daba cuenta. Mis sustracciones de chocolates o pasas de uva equival¨ªan a un desaf¨ªo al ritual que establec¨ªa en qu¨¦ momento deben cortarse las roscas y otros postres que aparec¨ªan solo en fechas determinadas. Lo que se estaba atacando era el recuerdo de los otros para que yo fabricara mis propios recuerdos.
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