Eternidad de las ruinas
A media hora de Bremen, el b¨²nker Valentin, construido por trabajadores esclavos destinados al exterminio, a¨²na la haza?a tecnol¨®gica y el puro delirio criminal
A una media hora de Bremen, el pueblo de Farge tiene un aire amable de postal, acentuado en la ma?ana de septiembre por una niebla h¨²meda y por los colores del oto?o temprano. Hay setos, jardines, techos de paja tupida, ventanas bajas con visillos cortos y adornos caseros en el alf¨¦izar, una calma dom¨¦stica. Las copas de grandes ¨¢rboles, robles, arces y tilos sobre todo, se unen como una b¨®veda de penumbra sobre la calle principal, con sus paradas de autob¨²s y un envidiable carril bici. El fresco de la ma?ana de septiembre es una bendici¨®n, tanto como el silencio, en este pueblo en el que a esta hora se ve muy poca gente, algunos jubilados que esperan el autob¨²s, una se?ora de pelo blanco que recoge hojas oto?ales reci¨¦n ca¨ªdas en su jard¨ªn. En unos minutos el coche ha atravesado entero el pueblo, aun a la velocidad escasa que imponen las se?ales de tr¨¢fico.
De golpe, m¨¢s all¨¢ de las ¨²ltimas casas, apenas a unos pasos de distancia, se abre la perspectiva y cambia brutalmente la escala de las cosas: tras los ¨¢rboles, en una llanura de c¨¦sped, contra un horizonte casi mar¨ªtimo de tan despejado, aparece algo que me cuesta comprender aunque ven¨ªa preparado para verlo: algo como un ingente t¨²mulo macizo, o como el templo abandonado de alguna religi¨®n monstruosa, de una de esas civilizaciones perdidas cuyas ruinas devoradas por la selva sobresalen por encima de los ¨¢rboles m¨¢s altos. Es tan grande que a la mirada le cuesta abarcarlo. Muros como desfiladeros de hormig¨®n se recortan contra el cielo bajo, coronados por malezas que han ido creciendo sobre el techo horizontal, manchados por chorretones negros de humedad, atravesados en su grisura hosca por guirnaldas de parra verde que empiezan a volverse de un rojo de vino.
Ni las palabras ni las fotograf¨ªas dan una idea de lo que solo es concebible cuando se tiene delante de los ojos
Mi gu¨ªa en esta expedici¨®n, Mila Crespo, directora del Cervantes de Bremen, me hab¨ªa anticipado la impresi¨®n de ver por primera vez el b¨²nker Valentin, pero ni las palabras ni las fotograf¨ªas dan una idea de lo que solo es concebible cuando se tiene delante de los ojos, cuando uno confronta su pobre estatura con esos paredones de 30 metros de alto, 100 de longitud, 4,5 de grosor. Es como un hangar cicl¨®peo, fuera de toda proporci¨®n humana, sin ventanas, sin adornos, como aplastando la tierra sobre la que fue erigido, a lo largo de casi dos a?os, sin un solo d¨ªa de pausa, en turnos de 12 horas, por trabajadores esclavos destinados al exterminio, unos 12.000, tra¨ªdos de toda Europa, sometidos a condiciones tan extremas que unos 1.200 murieron en su construcci¨®n. Cada ma?ana y cada noche los trabajadores iban y ven¨ªan del socav¨®n abierto como un cr¨¢ter en medio de la campi?a f¨¦rtil, vigilados por kapos y miembros de las SS, atravesando sin duda esa misma calle tranquila del pueblo de Farge, quiz¨¢s observados por quienes cuidaban sus jardines, por quienes se asomaban con disimulo a las ventanas. Los testimonios de los supervivientes son aterradores: el hambre, los golpes, la extenuaci¨®n que aceleraba la muerte. El b¨²nker Valentin era un prodigio de la ingenier¨ªa y un modelo de la aplicaci¨®n de las t¨¦cnicas de la cadena de montaje a la fabricaci¨®n de submarinos de guerra. Empez¨® a construirse en 1943, y las obras solo se detuvieron a finales de abril de 1945 (cuando ya se o¨ªan cerca los ca?onazos de los ej¨¦rcitos aliados), con una obstinaci¨®n que a¨²na la haza?a tecnol¨®gica y el puro delirio criminal. Los muros y los techos, con su espesor de cemento reforzado por barras met¨¢licas, estaban dise?ados para resistir a las bombas m¨¢s potentes de la aviaci¨®n enemiga. Los frentes se derrumbaban, Berl¨ªn estaba a punto de caer, pero los trabajos en el b¨²nker Valentin no se interrump¨ªan, hasta que dos bombas lograron atravesar el techo.
Los boquetes que esas bombas abrieron son ahora la ¨²nica fuente de claridad en el interior de la nave m¨¢s amplia del b¨²nker, que ha de verse tras una barrera acristalada. Una mara?a de nervios met¨¢licos cuelga de cada uno de los dos huecos del techo, a m¨¢s altura que los lucernarios en la c¨²pula de una catedral. La luz gris de la ma?ana traspasa apenas la tiniebla inmensa del espacio vac¨ªo, el suelo de cascotes, polvo de muchos a?os, chatarras oxidadas. Retumba en el silencio el graznido ¨¢spero de alguna corneja. El ingeniero que dirigi¨® la construcci¨®n del b¨²nker Valentin tuvo una carrera de mucho ¨¦xito despu¨¦s de la guerra, especializada en instalaciones portuarias por todo el mundo, y mantuvo siempre bien visible en su despacho un cuadro de grandes dimensiones en el que se mostraban detalladamente las obras, aunque no se ve en ¨¦l ninguna figura humana. El ingeniero, que se llamaba Erich Lackner, us¨® hasta su jubilaci¨®n en los a?os noventa fotos del b¨²nker en los folletos promocionales de su empresa. Y en las tiendas de recuerdos de Farge las postales en color del b¨²nker se vend¨ªan junto a las de las casas t¨ªpicas con sus techos de paja. Despu¨¦s de la guerra los aliados planearon dinamitarlo, o sepultarlo bajo una monta?a de arena, como para borrar el maleficio de su presencia, que al parecer nunca inquiet¨® a los vecinos de la zona. Durante un tiempo, las autoridades de Farge planearon instalar un restaurante en la cima del b¨²nker, valorando el atractivo de las vistas.
Ahora hay una recepci¨®n austera, un exhibidor con folletos escasos, casi todos solo en alem¨¢n, una sala de exposiciones con fotograf¨ªas y testimonios de supervivientes. Tambi¨¦n est¨¢ en ella el cuadro que el ingeniero Lackner conserv¨® con tanto orgullo toda su vida. Pero el visitante no tiene nunca la sensaci¨®n tranquilizadora ¡ªy mentirosa¡ª de encontrarse en un museo. La mayor parte de toda esa inmensidad permanece intocada y desierta, con toda su firmeza cruel, con su crudeza de ruina eterna. Las figuras de los visitantes, incluso de los grupos irreverentes de escolares, se disuelven en la amplitud del espacio sin nada. La ¨¢spera desnudez de los muros, las fisuras que va abriendo el tiempo, la concavidad oscura en la que se pierde la mirada, ejercen solas su atroz elocuencia. En el suelo de cemento hay impresas huellas de pisadas. Aqu¨ª y all¨¢ retratos borrosos en blanco y negro, nombres y fechas, fragmentos de testimonios, preservan la fr¨¢gil memoria de unas cuantas v¨ªctimas. A la salida, de regreso a Bremen, en un silencio dif¨ªcil de romper, el pueblo de Farge se desliza en la ventanilla del coche, en su calma civilizada de jardines y visillos.
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