?Qu¨¦ leemos cuando leemos una obra traducida?
Que todo sea interpretable es una maldici¨®n y, al mismo tiempo, una bendici¨®n: cada texto y tambi¨¦n cada nueva lectura debe intentar ser mejor
En Dubl¨ªn, junto al hermoso parque Stephen¡¯s Green, se encuentra el Museo de la literatura de Irlanda, el MoLI. Dentro del edificio existe un espacio dedicado a las traducciones de la obra de James Joyce. El universo del escritor resuena en espa?ol, en franc¨¦s, en ruso, en chino, en italiano¡ En esa asombrosa polifon¨ªa conviven las distintas versiones de cada libro en una misma lengua. Da v¨¦rtigo contemplar juntas las traducciones al espa?ol de Ulises y constatar que son y no son la misma obra porque las personas que lo tradujeron son diferentes. Descubrir que una obra es susceptible de un n¨²mero indefinido de traducciones provoca una extra?a sensaci¨®n de estafa. ?Qu¨¦ Ulises hemos le¨ªdo nosotros? ?Qu¨¦ leemos cuando leemos un libro traducido?
He participado en numerosos encuentros sobre la importancia de la traducci¨®n. Lo que m¨¢s inquieta a las personas con quienes hablo no es que nuestro orden pol¨ªtico, social y religioso se levante a menudo sobre traducciones err¨®neas. Lo que m¨¢s les perturba es descubrir que los textos no est¨¢n escritos sobre piedra, sino en el aire. La ingenua confianza con que hab¨ªan le¨ªdo hasta aquel momento se desmorona. ?La Divina Comedia que leemos en espa?ol no es la Divina Comedia que escribi¨® Dante? S¨ª y no. Lo es, pero la obra ha ido variando a lo largo de los a?os en su propia lengua, en las distintas lenguas a que ha sido traducida y en las traducciones sucesivas en cada lengua, en una peque?a y constante metamorfosis.
?Y Grandes esperanzas, de Dickens? ?Y Guerra y paz, de Tolstoi? ?Y Cumbres borrascosas, de Bront?? ?Y Frankenstein, de Mary Shelley? Sucede lo mismo, sus traducciones son y no son la misma obra. Quienes traducen buscan un dif¨ªcil equilibrio para que podamos entrar en los libros con el mismo placer de quienes los leyeron en su lengua original cuando fueron escritos.
Anhelamos seguridades que nos alivien de la oscuridad que nos rodea. Mas la incertidumbre es el signo de nuestra existencia, no la certeza
El asombro da paso a la indignaci¨®n. No puede ser, me dicen. S¨ª puede ser, replico. Como escribi¨® Italo Calvino, un cl¨¢sico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir: cada lectura abre una nueva interpretaci¨®n, una traducci¨®n distinta. ?No hay una traducci¨®n definitiva?, me preguntan con incredulidad. Como dir¨ªa mi madre, lo ¨²nico definitivo es la muerte. Las traducciones sucesivas son las maneras que un texto tiene de hablar a lo largo de la historia.
Aceptamos esa ductilidad con absoluta naturalidad en el caso de la m¨²sica. Elegimos escuchar las Suites para violonchelo solo, de J. S. Bach, en la versi¨®n de Pau Casals o de Yo-Yo Ma o de Rostropovich, sin que nos irrite que sean distintas. Al contrario, en su diferencia radica su valor. Acudimos al teatro a ver piezas cl¨¢sicas, buscando disfrutar de la versi¨®n de un director o de otro. Sin embargo, nos escandaliza que esa disparidad se produzca en la traducci¨®n literaria. Leemos como si Annie Ernaux, Siri Hustvedt, Emmanuel Carr¨¨re o Anne Carson hubiesen escrito en espa?ol para nosotros, sus lectores. Al ignorar la intervenci¨®n de quienes traducen, adoptamos la actitud reverente del creyente cuando escucha al sacerdote proclamar tras finalizar la lectura de la Biblia: ?Palabra de Dios!
Ah, pero incluso la Palabra de Dios, por ser palabra, es interpretable. Solo se conoce un caso de ex¨¦gesis un¨¢nime: la primera traducci¨®n de la Biblia hebrea al griego, m¨¢s conocida como la Septuaginta. Hacia el 280 a.C., 72 sabios jud¨ªos, seis hombres de cada una de las 12 tribus, fueron elegidos por el sumo sacerdote de Jerusal¨¦n y enviados a Egipto para traducir la Biblia al griego. Los 72 sabios trabajaron por separado en 72 casas y acabaron su cometido en 72 d¨ªas. Las 72 versiones resultaron id¨¦nticas. Aquel milagro no ha vuelto a repetirse.
No solo var¨ªan las traducciones de una obra, nuestra propia lectura es un ejercicio cambiante. No entramos igual en una novela a los 15 a?os, a los 40 o a los 60. Cuando leemos nos leemos tambi¨¦n a nosotros mismos, y ese ¡°nosotros¡± es un concepto en constante mudanza. Hay criterios profesionales para clasificar una traducci¨®n, pero que esta responda a nuestras necesidades del momento es un criterio tan v¨¢lido como los anteriores.
Anhelamos seguridades que nos alivien de la oscuridad que nos rodea. Mas la incertidumbre es el signo de nuestra existencia, no la certeza. El oficio de traducir est¨¢ ¨ªntimamente ligado al oficio de vivir. Desde que nacemos nos esforzamos en interpretar los actos ajenos y los propios, especialmente en los momentos de tribulaci¨®n. El temor y temblor que aquejan a quienes traducen ante la imposibilidad de fijar ¡°el¡± significado de un texto son un reflejo del temor y temblor que forman parte de nuestro destino.
Que todo sea interpretable es una maldici¨®n y, al mismo tiempo, una bendici¨®n: al igual que cada traducci¨®n ha de intentar ser mejor que la anterior, as¨ª tambi¨¦n cada nueva lectura. En ese horizonte ut¨®pico resuenan las palabras de Samuel Beckett: ¡°Lo intentaste, fracasaste, no importa, int¨¦ntalo de nuevo, fracasa de nuevo, fracasa mejor¡±. Fracasar mejor es un sabio lema para la vida, tan imprevisible y tormentosa.
Nuria Barrios es escritora. Su ¨²ltimo libro es ¡®La impostora¡¯, ganador del Premio M¨¢laga de Ensayo.
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