Fin de a?o en el tren
El encanto de las vacaciones consist¨ªa en que se nos autorizara a hacer lo que en la ciudad hubiera sido severamente reprimido
Por razones de trabajo, mi familia iniciaba sus vacaciones viajando en tren a C¨®rdoba durante la noche del 31 de diciembre. A los primos nos gustaba ese viaje y descubrimos la forma de convertirlo en un festejo original. Llev¨¢bamos una caja de cart¨®n repleta de luces de bengala y rompeportones con el objetivo de utilizarlos cuando el tren estuviera rodando por una llanura en la que comenzaban a despuntar las serran¨ªas.
Nuestra cena transcurr¨ªa normalmente en el coche comedor, con un servicio de mesa que todav¨ªa recordaba la precisi¨®n inglesa que defin¨ªa el estilo en la primera clase de esos ferrocarriles hasta que, en 1948, fueron nacionalizados por el Gobierno peronista. El comedor abr¨ªa sus puertas no bien el tren hab¨ªa partido. Las fuentes de pesado metal llegaban decoradas con hojitas y flores, que me costaba sortear para llegar a la comida. Yo deb¨ªa servirme mientras un mozo las sosten¨ªa siempre un poco m¨¢s arriba de donde llegaban mis bracitos y mi corta estatura. Se beb¨ªa un buen vino, y los chicos ten¨ªamos canilla libre de gaseosas, especialmente de una gaseosa cordobesa, amarilla y bastante desabrida, comparada con la bebida cola que ya se hab¨ªa impuesto en Buenos Aires.
Mi t¨ªa y su hermana empezaban a ponerse nerviosas antes del postre, porque sab¨ªan lo que se avecinaba. Despu¨¦s de que el tren se detuviera en Rosario, su ¨²ltima parada larga, los chicos ¨ªbamos a sentirnos como si hubi¨¦ramos llegado a una tierra extranjera donde no hab¨ªa normas que respetar. M¨¢s all¨¢ de Rosario, el tren segu¨ªa lentamente su marcha hacia el norte y la banda de primos esperaba que los pasajeros se recluyeran en sus camarotes para pasar la noche. Ese era el momento de salir al pasillo con nuestras cajas de cohetes y bengalas. Los mayores, nuestros c¨®mplices en esa ocasi¨®n, hab¨ªan neutralizado la vigilancia de los camareros con un par de propinas, que ellos aceptaban prometiendo no meterse en nuestro festejo.
La gracia de los rompeportones resid¨ªa, naturalmente, en el ruido que otros pod¨ªan juzgar insoportable, sobre todo si no participaban en la tarea de hacerlos estallar
Parece dif¨ªcil de creer, pero en ese momento comenz¨¢bamos a hacer estallar los rompeportones, una pirotecnia indudablemente primitiva que consist¨ªa en un peque?o envoltorio bien cerrado que inclu¨ªa p¨®lvora y alg¨²n otro material inflamable. Los rompeportones, si se los tiraba con fuerza al piso, reventaban sin producir fuego. Eran puro sonido, un disparo fuerte en medio de una breve nubecita de humo. Su gracia resid¨ªa, naturalmente, en el ruido que otros pod¨ªan juzgar insoportable, sobre todo si no participaban en la tarea de hacerlos estallar.
Alg¨²n t¨ªo se liberaba esa noche, aunque todo el a?o fuera un adusto funcionario judicial. Y, en el mismo acto, liberaba a su hijos y sobrina. El atractivo de los rompeportones consist¨ªa no solo en el ruido que molestaba a todo el vag¨®n, sino en que la actividad fuera prohibida y que nosotros nos dedic¨¢ramos a ella gracias a las propinas distribuidas previamente. Tir¨¢bamos los primeros rompeportones en la estaci¨®n de Rosario. Pero esa era solo una prueba. La verdad de nuestro juego consist¨ªa en que estallaran en el vag¨®n mientras el tren ya estuviera atravesando el campo, se acercara la medianoche y celebr¨¢ramos as¨ª el nuevo a?o.
La transgresi¨®n a las normas era el mayor atractivo de ese festejo. En verdad, el encanto de las vacaciones consist¨ªa en que se nos autorizara a hacer lo que en la ciudad hubiera sido severamente reprimido.
En el mismo pueblo cordob¨¦s adonde nos dirig¨ªamos, en el bar principal frente a la plaza, aprend¨ª a empu?ar un taco de billar. Frente a los ojos desorbitados de los comensales y amigos, arrimaba un banquito a la mesa, para alcanzar una altura suficiente, apoyaba la mano izquierda sobre el pa?o verde y acomodaba mi derecha en el taco de billar, obedeciendo detalladas instrucciones. Mov¨ªa mi brazo lentamente, pero con el ritmo adecuado al avance y retroceso del taco hacia la bola, y ya hab¨ªa aprendido que hab¨ªa que pegarle lo m¨¢s fuerte y lo m¨¢s derecho que pudiera. Por fortuna, no me hice billarista, porque nunca pude seguir bien esas instrucciones. Pero despu¨¦s jugu¨¦ al pool y eso debo agradecer a aquellos maestros.
Aquellos primeros y frustrados tacazos no me pusieron en la senda del juego, pero provocaron un esc¨¢ndalo hogare?o. Cuando, ante las mujeres de la familia, hice un informe completo sobre la lecci¨®n en el billar, mis t¨ªas y mi madre quedaron en silencio. Pero horas despu¨¦s, mientras yo le¨ªa debajo de una higuera, pude escuchar los gritos con que transcurr¨ªa la batalla en la casa. Ustedes est¨¢n locos, era el argumento principal del reproche a esos t¨ªos, pioneros del feminismo sin saberlo. Ni qu¨¦ decir que me sirvi¨® para descubrir la osad¨ªa desprejuiciada que ellos hab¨ªan invertido en la educaci¨®n de hijas y sobrinas.
Fue una especie de lecci¨®n emancipatoria que, seguramente, no figuraba entre los objetivos de aquellos hombres, que eran liberales pero conservadores, ateos pero respetuosos de la iglesia
Fue una especie de lecci¨®n emancipatoria que, seguramente, no figuraba entre los objetivos de aquellos hombres, que eran liberales pero conservadores, ateos pero respetuosos de la iglesia, tanto que uno de ellos afirmaba que, de ser presidente, su primera alianza ser¨ªa con Gran Breta?a y su segunda alianza con el Vaticano.
De aquellas vueltas y revueltas debo haber heredado el impulso por diferenciarme que se volvi¨® rid¨ªculo en la adolescencia y tuve que aprender a dominar cuando me di cuenta de que lo que poco antes parec¨ªan tranquilas originalidades se convert¨ªan en intentos frustrados y batallas perdidas.
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