¡®Los papeles de Admunsen¡¯, la primera novela de Manuel V¨¢zquez Montalb¨¢n que permanec¨ªa in¨¦dita
El padre del detective Pepe Carvalho retrat¨® su ¨¦poca a mediados de los sesenta en un manuscrito reencontrado en 2022 que ya refleja su estilo y sus preocupaciones y que visibiliza la represi¨®n de la dictadura. Navona la publicar¨¢ el d¨ªa 16 y ¡®Babelia¡¯ adelanta ahora sus primeras p¨¢ginas
Yo quer¨ªa ahorrarle in¨²tiles preocupaciones. Por eso le hab¨ªa ocultado durante todos estos d¨ªas pasados las incidencias de mis relaciones profesionales con Laarsen y con Bird¡¯s, el lubrificante que es a la vida de los motores lo que la jalea real a la de los hombres. Pero Ilsa las hab¨ªa adivinado a trav¨¦s de mis largos paseos por el piso, las horas y horas muertas al lado de la cama, el silencio de la m¨¢quina de escribir sobre el portador met¨¢lico. Hoy ha comentado extra?ada todos esos s¨ªntomas y se ha quejado de mi silencio. La discusi¨®n la ha ido entristeciendo otra vez m¨¢s y finalmente dos l¨¢grimas a punto de desprenderse le han hecho volver la cara hacia el ventanal. Le he acariciado las mejillas y de improviso me ha besado la palma de una mano.
¡ªTengo ganas de que no tengas que hacer esas odiosas campa?as de publicidad. Escribe... Hace meses que no intentas nada.
He compuesto un bonito discurso de disculpa. Nunca se cansa de o¨ªrlo y lo he repetido con cierta periodicidad a lo largo de nuestros cinco a?os de matrimonio. Nunca queda convencida, pero sirve para que busque urgentemente otro tema de conversaci¨®n.
Hoy se ha quedado m¨¢s triste que otras veces. He permanecido sentado al lado de la cama mucho rato, con una mano suya entre las m¨ªas. Poco a poco su brazo ha ido quedando inerte y por fin se ha dormido. Ilsa tiene el sue?o ligero y la penumbra del cresp¨²sculo me ha hecho caminar receloso hasta el ventanal. El rinc¨®n del parque estaba como cada d¨ªa, como ha estado siempre. He recordado aquellos dos a?os en los que evocar este rinc¨®n se asociaba con la imagen de esta alcoba, de la ausente Ilsa, de toda la tristeza por la vida que perd¨ªamos. Despu¨¦s todo ha adquirido un cierto aire rutinario; incluso la tristeza que nos invade cuando mencionamos algo referente a todo aquello tambi¨¦n es rutinaria; una manera m¨¢s de comportarnos ante un est¨ªmulo muy percibido.
Pero hoy era un poco distinto. Ilsa est¨¢ en cama desde hace unos meses y, aunque ya se acerca el fin de su postraci¨®n, se han acumulado los d¨ªas y las impaciencias constantes. Ilsa se consume lentamente. Casi me da angustia tocarla, tan fr¨¢gil me parece. Por otra parte, la imagen de Laarsen y su maldito producto me producen cierta desaz¨®n.
Desde mi prestaci¨®n a las campa?as publicitarias de las pastas para sopa Raid hab¨ªa estado varias semanas sin trabajo. Arturo me proporcion¨® una tarjeta de recomendaci¨®n. Ni siquiera la escogi¨®. Era la primera del montoncillo que llenaba un compartimiento de su billetero.
¡ª?Queda bien as¨ª? No te quejar¨¢s.
No pod¨ªa quejarme. ?T¨¦cnico publicitario?¡ ?Gran amigo m¨ªo?¡ ?Competente?¡ ?Ati¨¦ndalo como si de m¨ª se tratase?. Las entrevistas con el se?or Laarsen fueron poco propicias al principio.
¡ª?Arturo? Gran chico. Mucha vista¡, mucha¡ ?Qui¨¦n hubiera dicho que su sistema de mueble aplicado cuajar¨ªa? ?Eh? Estos j¨®venes pitan. Ya era hora. Ideas. Nuevas ideas. Eso es lo importante, ?no?
Yo le iba contestando que s¨ª; con ese s¨ª mec¨¢nico y silencioso que mi cuello ha aprendido a hacer con suma destreza y discreci¨®n. Id¨¦ntico gesto he compuesto ante las sucesivas correcciones que Laarsen ha ido formalizando contra mi proyecto de lanzamiento de Bird¡¯s, el lubrificante que es a la vida de los motores lo que la jalea real a la vida de los hombres.
¡ªAbusa usted de los datos, Admunsen. Impacto, impacto. Todo el proyecto de montaje del stand en la Feria de Muestras carece de¡, eso es¡, agilidad.
Por fin nos hemos puesto de acuerdo ¨²ltimamente. Esta ma?ana, por ejemplo, la coincidencia no ha podido ser m¨¢s total. Laarsen ha estado toda la ma?ana prodig¨¢ndome elogios y me ha retenido a su lado hasta las primeras horas de la tarde. No parec¨ªa tener prisa. Le he pedido permiso para usar el tel¨¦fono y su asombro por mi pregunta ha constituido una afirmaci¨®n absoluta y campechana. Yo telefoneaba a casa de mis padres y mientras esperaba una voz al otro lado del hilo he alargado el cuello para descifrar las anotaciones que Laarsen hac¨ªa sobre mis bocetos. Luego he explicado a mi madre la conveniencia de que bien ella o la madre de Ilsa fueran a nuestro piso para prepararle la comida que yo ya hab¨ªa dejado comprada ayer por la tarde. Le he dicho tambi¨¦n que besara a Ilsa de mi parte, bajando un tanto la voz, pero Laarsen lo ha o¨ªdo porque ha levantado la cabeza y me ha sonre¨ªdo, c¨®mplice.
¡ª?Alg¨²n asuntillo?
¡ªNo. No. Mi esposa.
¡ª?Ah! Es verdad. ?Sigue bien? Es decir, ?est¨¢ mejor?
¡ªS¨ª. Mucho mejor. Ya¡
Pero Laarsen se desparramaba sobre su silla giratoria y clavaba en m¨ª sus ojos peque?os y sonrientes, bajo las cejas canosas.
¡ªEsto va mucho mejor, Admunsen. Los slogans pueden utilizarse casi todos: ?Bird¡¯s en su coche, un coche para toda la vida?, me encanta.
¡ªEste slogan, se?or Laarsen, sirve para revistas de mec¨¢nica aplicada, revistas de divulgaci¨®n no muy caras¡ En fin, para propietarios del ¨²nico coche de su vida. Un coche utilitario. O de camionetas de transporte, ?comprende?
¡ªBien visto. En cambio: ?Bird¡¯s acorta las distancias? es para otra clase de consumidor y ?Con Bird¡¯s su coche ser¨¢ envidiado?, ??Alto! ?Pasa Bird¡¯s!?¡ Bien. Bien. Las cu?as radiof¨®nicas tambi¨¦n bien, y las televisivas. Lo que hemos de acabar de fijar es lo del stand de la feria. Pero no es cosa de hoy. ?Querr¨¢ creer que todav¨ªa no nos han confirmado los metros cuadrados que pedimos en el palacio n¨²mero dos?
Laarsen enlaz¨® los dedos sobre su abdomen y cabece¨® para alejar un mosquito. El mosquito permaneci¨® unos segundos curioseando la invisibilidad de las h¨¦lices del ventilador y decidi¨® zambullirse en sus vueltas.
¡ª?Quiere usted tomar algo?
¡ªNo. No.
¡ª?Un Campari? ?Vermut? En un momento nos lo traen.
Laarsen apret¨® con el pie un timbre y la puerta de su despacho forrado de cuero hasta media pared se abri¨®. La secretaria con medias Zenith, rouge Loca, tinte de pelo Zodiaco y busto propio, se present¨® con el carraspeo de otros d¨ªas y el ??Me llamaba?? insuficiente de voz. Laarsen encarg¨® un Campari para m¨ª tras interrogarme con la mirada y dar mi vacilaci¨®n por respuesta.
¡ªY para m¨ª un jerez. Traiga algunos canap¨¦s, ya sabe usted. M¨¢s o menos como otras veces. Conoce bien mis gustos. ?Son los suyos, Admunsen?
¡ª?Oh, s¨ª, s¨ª! Desde luego.
¡ªNo, si no quiere¡
¡ª?Oh! S¨ª, s¨ª¡ No faltaba¡
Laarsen cerr¨® los ojos en un util¨ªsimo gesto que desped¨ªa a la secretaria, ratificaba complacido nuestra similitud de gustos y mostraba su satisfacci¨®n por una ma?ana bien aprovechada. La secretaria desapareci¨® y Laarsen se pas¨® la mano por la calva cercada por el pelillo gris de los parietales, indic¨¢ndome con la otra mano su deseo de que me aproximara a la mesa.
¡ª?Me puede tararear usted esa melod¨ªa que servir¨¢ de sinton¨ªa para las cu?as radiof¨®nicas?
Me puse serio, mir¨¦ fijamente hacia un ¨¢ngulo de la habitaci¨®n donde los cristales abotonaban trabajosamente sobre las estanter¨ªas los tomos de informaci¨®n comercial y comenc¨¦ a silbar ?Siempre hace buen tiempo?. Laarsen segu¨ªa la melod¨ªa con los dedos peludos y gruesos tamborileando sobre el vidrio que cubr¨ªa la imponente mesa.
¡ªMe parece bien. Muy o¨ªda. Pero no me importa. La melod¨ªa de las cu?as televisivas ha de ser m¨¢s¡, c¨®mo le dir¨ªa yo¡, ligera, p¨ªcara. ?C¨®mo hace?
Le silb¨¦ ??Qu¨¦ tiempo hace en Par¨ªs?? y ?Torrente?.
¡ªMuy tristona la primera.
¡ªSon cu?as de sobremesa. Es algo m¨¢s bien apacible. Recordar¨¢ al matrimonio o a la familia el verano pasado, las carreteras, la posibilidad de unas vacaciones, el cochecito, Bird¡¯s.
¡ªS¨ª. S¨ª. No est¨¢ mal. Bueno. Como ya escuchar¨¦ las pruebas en cinta magnetof¨®nica, aplazo mi opini¨®n definitiva. Lo que he observado es que usted critica algo los dibujos¡
¡ªLos noto descentrados. Este, por ejemplo, es demasiado descriptivo para una revista de modas y este, en cambio, es excesivamente aleg¨®rico para una revista de motores a explosi¨®n. Los destinados a la prensa diaria me parecen correctos.
Laarsen dio varias vueltas a una de las fotograf¨ªas de los dise?os.
¡ªEn fin. De momento parece que vamos por buen camino.
Y al decir esto levant¨® bruscamente la cabeza hacia m¨ª y me enfrent¨¦ a su sonrisa abierta y fija durante unos segundos. Por fin se relajaron sus mejillas y la magn¨ªfica dentadura postiza desapareci¨® detr¨¢s de los labios viol¨¢ceos. Llev¨® una mano hasta el bolsillo superior de la chaqueta y acarici¨® la punta del pa?uelito de seda azul con topos rojos mientras volv¨ªa a mirar las fotograf¨ªas.
¡ªGuapa chica, ?eh? Est¨¢ pero que muy buena.
Me miraba interrogativamente y asent¨ª. La muchacha aparec¨ªa en la fotograf¨ªa mir¨¢ndose las medias, curiosidad que no terminaba en las rodillas, sino que precisaba el alzamiento de las faldas y la satisfecha comprobaci¨®n de la calidad de la malla sobre los muslos. A unos metros estaba un coche aparcado y un p¨ªcaro oto?al de buen ver sacaba la cabeza por la ventanilla, gui?aba el ojo al espectador y exclamaba:
?Suave! ?Como Bird¡¯s!
¡ªBien escogida, Admunsen. Bien. Tiene mucha gracia. Esta foto ampliada como fondo de nuestro stand en la feria conseguir¨¢ un magn¨ªfico aspecto. Laarsen retir¨® las fotograf¨ªas hacia delante y medit¨® alg¨²n tiempo antes de hablarme.
¡ªSe le ve a usted poco por todas partes, Admunsen.
¡ªSalgo poco.
¡ªHace usted mal. Muy mal. ?Por qu¨¦ no se pasa algunas ma?anas por el Peque?o Sal¨®n? All¨ª nos vemos muchos amigos. Gente con talento y con poder. Tendr¨ªa usted magn¨ªficas oportunidades. Ya ve. La concesi¨®n de la publicidad de Bird¡¯s la obtuve all¨ª. Usted se encontrar¨ªa un poco desplazado. ?Qu¨¦ edad tiene?
¡ªVeintiocho a?os.
¡ª?Huy! Mucho antes empec¨¦ yo. Claro que eran otros tiempos. M¨¢s f¨¢ciles¡ S¨ª. Pese a lo que se diga, m¨¢s f¨¢ciles. Se lo digo yo a usted y s¨¦ lo que me digo. El que era listo sacaba partido. ?Comprende? Diez a?os bien aprovechados. Pero ahora tambi¨¦n hay campo abierto para la juventud. Si yo pudiera coger su edad.
Laarsen regres¨® los ojos nost¨¢lgicos hacia la mesa.
¡ªY a esta preciosidad.
Deslic¨¦ la mirada por las paredes forradas de cuero y la biblioteca repleta de libros impersonales: dietarios, colecci¨®n de Razas Humanas, El hombre de negocios¡
¡ªInmediatamente pondr¨¦ todo esto en marcha. Dentro de dos d¨ªas iniciaremos la campa?a y el stand de la feria debe estar ultimado en esta semana. A ver si a ¨²ltima hora fallan los del filmlet. Y usted, Admunsen. ?Qu¨¦ me dice de usted mismo?
¡ª?Yo?
¡ª?Por qu¨¦ no presta sus servicios de una manera regular, aqu¨ª en la agencia, por la ma?ana¡?
¡ªMi esposa¡
¡ª?Ah! Ya. Lo olvidaba. Pero despu¨¦s. ?No le interesar¨ªa? Una situaci¨®n como la suya no la he respetado en ning¨²n otro. La agencia tiene porvenir. Esto de Bird¡¯s la ratificar¨¢. No cabe duda.
Entonces penetr¨® la secretaria en el despacho y Laarsen acogi¨® con una sonrisa la policrom¨ªa de las tapas en los platillos azules. Me se?al¨® el sof¨¢ y me sent¨¦ a unos palmos de la mesa, alargando los dedos en cuya punta se sosten¨ªa el palillo, selectivo. Laarsen impidi¨® la retirada de la secretaria.
¡ªBerta, si¨¦ntese. Se lo pido por favor. Tome algo con nosotros. Es la mejor mecan¨®grafa del mundo, Admunsen.
Me apresur¨¦ a ceder el sof¨¢ a la sonriente Berta. Fui a por una de las sillas alineadas a lo largo de la pared y al regresar con ella Berta ya hab¨ªa cruzado las piernas, dejado los lentes ahumados sobre la mesa, comido una aceituna rellena y pinchado una almeja que goteaba implacable sobre el platillo ante la mirada interesad¨ªsima de Laarsen, que intuitivamente apartaba las carpetas del derredor.
¡ª?Ah! Berta. ?Berta! Ya la conocer¨¢ usted, Admunsen. Ya la ir¨¢ conociendo. No adivinar¨ªa usted nunca de qu¨¦ nacionalidad es su novio. Berta emiti¨® una risita de familiaridad con la futura broma del se?or Laarsen.
¡ª?Americano?
¡ªNo. No. M¨¢s raro. Berta es una chica muy imaginativa.
¡ªBant¨², ?acaso? Re¨ª mi broma, con cierta discreci¨®n.
¡ªMi novio es australiano.
¡ªY por correspondencia. D¨ªgalo todo, mujer, d¨ªgalo todo.
Berta y Laarsen iniciaron un dueto de risas que yo core¨¦ perdiendo la oportunidad de masticar la almeja que colgaba peligrosamente del palillo despuntado.
¡ªA m¨ª me gustan estas cosas.
Y Laarsen alarg¨® y abri¨® los brazos intentando abarcar todos los contenidos en la habitaci¨®n. Por lo que dijo a continuaci¨®n sobre nosotros y el trato cordial adivin¨¦ que las ?cosas? eran las tertulias con los subordinados, la comunicaci¨®n humana. El contenido de los platos desaparec¨ªa al socaire de nuestras miradas y nuestros silencios, cada vez m¨¢s largos. Laarsen se bebi¨® dos copas de jerez y yo repet¨ª mi Campari. Berta opt¨® por el jerez y solo consumi¨® media copa.
¡ªA m¨ª las almejas me encantan.
Y r¨ªtmicamente bajaba y sub¨ªa la cabeza, miraba ahora a uno ahora a otro y con las manos se estiraba la falda sobre las rodillas. Contagiado, afirm¨¦ dos o tres veces y Laarsen rio satisfecho. Repentinamente, oje¨® su reloj y se golpe¨® la frente con la punta de los dedos.
¡ª?Dios m¨ªo! ?Qu¨¦ hora es ya! Tendr¨¢n que disculparme. Hab¨ªa olvidado una cita.
Mir¨¦ el reloj y cabece¨¦ contrariado por la contrariedad de Laarsen. Se puso en pie, engull¨® el ¨²ltimo canap¨¦ de caviar y nos invit¨® a proseguir sin su presencia.
¡ª?Oh, no! Desde luego que no ¡ªdijo r¨¢pidamente Berta.
Yo a?ad¨ª que tambi¨¦n ten¨ªa prisa y Laarsen, mientras se abotonaba el chaleco y la chaqueta, musit¨® ?Como quieran? varias veces. Me tendi¨® una mano y ante la interrogaci¨®n que le planteaba mi otra mano que se?alaba las cuartillas derramadas sobre la mesa, me observ¨® perplejo¡
¡ªAh. S¨ª. Vuelva dentro de dos d¨ªas. Trabaje sobre todo lo de la Feria de Muestras. Es la piedra de toque. La materializaci¨®n. ?Entiende? Ya est¨¢ casi bien, pero falta un¡, ?eh? Bueno.
Laarsen sali¨® del despacho y yo ced¨ª el paso a Berta. Accedimos al despacho colectivo, donde un par de empleados aguardaban de pie, con los brazos cruzados y ademanes impacientes que diluyeron al vernos salir. Perd¨ª de vista a Laarsen y me encontr¨¦ a pleno sol, a las dos y media de la tarde, semivac¨ªo el bulevar bajo los pl¨¢tanos. El aperitivo me hab¨ªa aguzado el apetito y descend¨ª sin prisa hacia las callejas traseras de la Jefatura de Polic¨ªa. La ciudad estaba comiendo y el sol, excesivamente intenso para mayo, me hac¨ªa buscar la sombra de los ¨¢rboles o los balcones. Escog¨ª una cafeter¨ªa que hab¨ªa sido nueva pero que desperezaba ahora un toldo descolorido y extend¨ªa sobre la acera sillas met¨¢licas de esmalte desconchado.
Engull¨ª el consom¨¦ y el bistec con champi?ones en poco tiempo. La camarera ten¨ªa el cutis morenito, los ojos negros y los labios de un rouge subido. Su cuerpo abundante pero el¨¢stico me atra¨ªa. Mir¨¦ mi rostro en el espejo que respaldaba toda la boteller¨ªa alineada sobre una estanter¨ªa forrada de pl¨¢stico y puse la mano sobre mis cabellos, intentando cubrir algo las entradas escandalosas y la coronilla despoblada como en una tonsura. La camarera se acod¨® sobre el mostrador y con la cara entre las manos segu¨ªa los movimientos de algunos transe¨²ntes que descend¨ªan hacia la avenida. Reclam¨¦ su atenci¨®n para pedirle una botella de vino helado. La trajo y cort¨¦ su movimiento espont¨¢neo de llenarme el vaso.
Inici¨¦ un tema de conversaci¨®n convencional: el trabajo, los clientes escasos.
¡ªYa es raro. Viene gente. Antes de entrar usted he llegado a tener quince clientes en la barra.
La muchacha sonre¨ªa y sus dientes blancos e iguales se romp¨ªan de una manera casi imperceptible en la punta del incisivo derecho. Debi¨® de notar la constancia de mi observaci¨®n porque encontr¨® mis ojos con los suyos y me envi¨® una lejana r¨¢faga ir¨®nica. Baj¨¦ los ojos hacia el vaso y aplast¨¦ la mano contra el cristal vaporoso por el fr¨ªo. La botella medi¨® en unos minutos y entre tanto la cintura de la camarera, a la altura del mostrador, parec¨ªa tensa y perfectamente ajustada sobre las caderas redondas y macizas. Notaba una cierta sensaci¨®n de deseo y la imagen de Ilsa se me impuso como un borr¨®n de s¨¢banas blancas y aromas del parque. La botella de vino termin¨® y me consider¨¦ lo suficientemente bebido como para hacer sonar los dedos, se?alar la botella y hacer un vuelo con la mano.
¡ª?Otra?
Asent¨ª con la cabeza y me observ¨¦ nuevamente en el espejo. Recordaba mi sensaci¨®n de adolescente borracho ante el mundo ya entreabierto; aquella potencia s¨²bita en mis hombros; la falsa ligereza de las piernas; la elasticidad de la lengua y las ideas. Ahora, en cambio, habitualmente mis borracheras desembocan en carga er¨®tica o modorra. Pero urg¨ªa seguir bebiendo, por la mera necesidad de conseguir un estado distinto. Los ruidos comenzaron a remontarse, parec¨ªa como si colgaran del techo, y el sabor fresco y agrio del vino se me ceb¨® en el olfato. La camarera paseaba indolentemente detr¨¢s de la barrera y alguna que otra vez miraba hacia m¨ª con la m¨¢s completa indiferencia. A medio terminar la botella le ped¨ª por se?as la cuenta y pagu¨¦ con billetes arrugados sacados del bolsillo del pantal¨®n.
¡ª?Qu¨¦ buscas con no guardar el dinero en un billetero? ?Escapar a la sensaci¨®n de burgu¨¦s?
Sonre¨ª por el recuerdo de las palabras de Ilsa y distra¨ªdo dej¨¦ caer un billete y descendi¨® pausadamente hasta el suelo regado de servilletas de papel y colillas. Me agach¨¦ y al levantarme top¨¦ con la sonrisa divertida y animal de la camarera, complacida por mi esfuerzo grotesco.
Me devolvi¨® el cambio. Dej¨¦ la propina en el platillo de baquelita.
El ?gracias, se?or? de la muchacha pareci¨® engancharse en el ruido de la caja registradora mientras yo empu?aba el abridor de la puerta con decisi¨®n. Los ruidos de la calle me llegaron lejanos, casi extraterrenos. Me limpi¨¦ con una manga el sudor de la frente y anduve calle abajo con una sensaci¨®n opresiva en los o¨ªdos. Dispon¨ªa de tiempo para dar una vuelta, para detenerme ante cualquier centro de inter¨¦s. Recordaba lo maravillosa que me resultaba aquella sensaci¨®n a?os atr¨¢s, cuando del brazo de Ilsa recorr¨ªa los paisajes urbanos, aplazados luego durante dos a?os.
Y luego, ya en casa, un ligero dolor de cabeza era todo el resto de las primeras horas de la tarde. Despu¨¦s de la discusi¨®n con Ilsa, el parque anochecido y la brisa que huele a magnolias me han despejado totalmente. Me he apartado de la ventana, he ido hacia el despacho y he colocado ruidosamente una cuartilla en la m¨¢quina. Despu¨¦s han pasado lentamente los minutos y un cigarrillo se encend¨ªa con el que se consum¨ªa, y as¨ª una y otra vez. Finalmente he apagado la luz. El monte, enfrente de la ventana del despacho, se envolv¨ªa de noche y de lucer¨ªo de las carreteras que reptan por su falda. Entre ¨¦l y yo, la ciudad, en la hondonada; ruidos lejanos y, m¨¢s pr¨®ximo, el rumor de las hojas del parque, exprimidas por el viento. Es el paisaje que sigue a todas las horas de frustraci¨®n ante esta m¨¢quina de escribir.
Ilsa dorm¨ªa. Inconscientemente hab¨ªa bajado la s¨¢bana hasta la cintura y el pecho sub¨ªa y bajaba en la penumbra. La melena se esparc¨ªa por la almohada y he reagrupado sus cabellos en torno del cuello delgado y blanco. Los peque?os labios p¨¢lidos de Ilsa estaban entreabiertos y una leve sonrisa animaba su cara, levemente brillante por el sudor.
El reloj me advert¨ªa que hab¨ªa llegado la hora de prepararle la cena, pero Ilsa estaba excesivamente desvalida para que la dejara sola y todo el tiempo que he seguido a su lado lo he invertido en imaginar batallas imposibles con dragones: Ilsa derrumbada en tierra por el miedo y los sollozos y yo enfrentado al monstruo con la eficaz arma de una m¨¢quina de escribir que cruj¨ªa sobre su piel viscosa y acartonada.
Los papeles de Admunsen
Navona, 2023
464 p¨¢ginas. 25 euros
A la venta el 16 de octubre
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