?Vivan las verbenas populares!
Un festejo multitudinario, si conserva el componente vecinal, contribuye a dotar de significado la vida propia rodeada de los otros
En un enclave remoto de Sierra M¨¢gina, concretamente en un pueblecito llamado Carchelejo, sol¨ªa yo pasar los veranos de mi adolescencia y celebrar las mejores fiestas que recuerdo. El terru?o jiennense que populariz¨® el escritor Mu?oz Molina en sus novelas era, para esa joven, el lugar de los primeros amaneceres tras haber bailado toda la noche, la exaltaci¨®n de los afectos entre familiares y amigos y, especialmente, un ejemplo de mezcolanza para los habitantes de siempre, para quienes no se hab¨ªan visto durante el resto del a?o o, en muchos casos, ni siquiera se conoc¨ªan. Alrededor de los rituales que conmemoraban un episodio de la reconquista, el municipio entero se congregaba, vestido con sus mejores galas, independientemente de la edad o la posici¨®n social. Aunque no faltaran las rencillas t¨ªpicas de los espacios peque?os, ¨¦stas parec¨ªan olvidarse al paso de unos moros y cristianos que luchaban por apoderarse de la Virgen, la ofrenda floral final, o el acto de mu?ir: a lo largo de una madrugada, un coro de paisanos desfilaba cantando religiosas loas de puerta en puerta, y ofreciendo dulces y an¨ªs. Cuando dej¨¦ de ir, porque dedicaba los meses de asueto a trabajar o a aprender ingl¨¦s, echaba de menos aquel ambiente, y pensaba que, de alguna manera, guardaba una complicidad intergeneracional y, hasta cierto punto, una horizontalidad que se ha ido perdiendo: abuelas de la mano de criaturas enanas; padres que espiaban de soslayo los ligues incipientes de los hijos ¡ªsin inmiscuirse¡ª, ocio esperado por casi cada oriundo o visitante vinculado a aquellas monta?as.
Hoy en d¨ªa, conforme vemos avanzar a la ultraderecha, toca conmemorar el cuerpo proclive al baile y la ch¨¢chara, permitirle gozar un poco
Ahora que se multiplica la temporada de verbenas, ferias y fiestas populares, vale la pena rescatar el sentimiento de comunidad que se genera en zonas urbanas pero, sobre todo, rurales, cuando el turismo masivo no ha arrasado a¨²n con ese tejido social que, recogidos los ¨²ltimos farolillos, tiende a perpetuarse por las casas. Un festejo multitudinario, si conserva el componente vecinal al que a menudo se adhieren parientes, muchas veces el ramaje de emigrantes retornados; si no se vende en packs de vuelos baratos ni se transforma en exhibici¨®n beoda de balconing, contribuye a dotar de significado la vida propia rodeada de los otros. Lo que puede replicarse en farras de barrio y, bajo la excusa religiosa o pagana, aunar a personas que, de otra forma, no se juntar¨ªan detiene el tiempo acelerado del trabajo y lo configura en disposici¨®n para la alegr¨ªa y los amores. El reloj falto de dique ¡ªque no haya hora de recogida¡ª enga?a los sentidos bajo una sensaci¨®n de infinitud y es lo que diferencia, entre otras cosas, la jarana de una reuni¨®n profesional. Pero es que, al margen de una ritualizaci¨®n capaz de tejer v¨ªnculos, a veces duraderos, y construir ¡°el hogar¡± de tantos, que dir¨ªa el fil¨®sofo Byung-Chul Han, la fiesta propone una ovaci¨®n al cuerpo, sacudido o entonado en ritmos inhabituales, liberado, en principio, de mecanismos disciplinarios.
No es casualidad que, durante finales del siglo XIX y principios del siglo XX, muchos intelectuales se devanaran los sesos para estudiar lo que Freud terminar¨ªa denominando La psicolog¨ªa de las masas (1921). C¨®mo la individualidad es susceptible de transformarse en mole grupal y, tras ello, producir comportamientos insospechables empez¨® a suscitar inter¨¦s en grado sumo, como demuestra asimismo la obra del soci¨®logo Gustave Le Bon, con el auge del movimiento obrero, pues la multitud albergaba, por definici¨®n, un ingrediente subversivo que el sujeto solo no ten¨ªa. Las huelgas y las protestan supuraban muchedumbre ¡°contaminada¡±, y hasta en los momentos de jolgorio, confundidos sus protagonistas en la algazara, habitaba la semilla de la desobediencia. El esplendor del fascismo prob¨® la otra cara de la moneda populista: era preciso organizar a ese gent¨ªo en torno a un l¨ªder y, esta vez, someterlo a unos dict¨¢menes muy espec¨ªficos, que no volase ni imaginase colectivamente. Por eso, argumentaba la fil¨®sofa Hannah Arendt, ¡°los movimientos totalitarios son organizaciones masivas de individuos atomizados, aislados¡±. Es decir, bajo cada desfile se ocultaba un alma rota, sin hermandad ni lazos con las dem¨¢s, tan pr¨®ximas f¨ªsicamente, tan lejanas de esp¨ªritu, lo contrario justamente a una verbena popular.
Hoy en d¨ªa, conforme vemos avanzar a la ultraderecha, y nuestros territorios y costumbres vitales se comercializan al por mayor untados de tipismo, toca conmemorar el cuerpo proclive al baile y la ch¨¢chara, permitirle gozar un poco. Toca hacer pi?a y que el calor ablande los males alienantes de nuestra ¨¦poca, derrita la c¨¢rcel de las pantallas y nos saque a la calle, gregarios paseantes que reivindican su derecho a la ciudad, al pueblo o la plaza. Ant¨ªdoto contra la salud mental deteriorada, posible germen de la movilizaci¨®n social y acto de atenci¨®n al pr¨®jimo, una buena fiesta aporta m¨¢s de lo que destruye, como ha recreado magistralmente Javier Gallego en su ¨²ltima novela, La ca¨ªda del imperio (2024). Ocurre que el verano no es ficci¨®n y acaba de dar su pistoletazo de salida; seguimos, a pesar de todo, vivos; y eso merece, qu¨¦ menos, un brindis en compa?¨ªa de nuestra gente.
Azahara Palomeque es periodista y escritora. Su ¨²ltimo libro es la novela Hurac¨¢n de negras palomas (La moderna).
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