La ley de los ¡®cunderos¡¯
Los conductores ofrecen a los vecinos encargarse de mantener el orden en la zona Cobran cinco euros por traslado a los 'yonquis' que acuden a la zona de Embajadores Los clanes que hacen negocio con la venta de droga pagan una comisi¨®n a los cargadores
El cartero de la calle Alonso del Barco sabe a qui¨¦n repartir la correspondencia que llega sin un n¨²mero de finca concreto. Los yonquis que pasan el d¨ªa (y la noche) en este callej¨®n del barrio de Embajadores facilitan esta direcci¨®n en los centros de desintoxicaci¨®n y en los juzgados. Se ha rebautizado al lugar como Alonso del Narco. Es uno de los puntos de donde parten las cundas, veh¨ªculos que les lleva a los poblados chabolistas en busca de droga. En una de las esquinas una mujer de 45 a?os abre la puerta de una furgoneta blanca y hace un gesto con la mano: ¡°Sube¡±.
Se llama Ana. O eso dice. Es cargadora. Se dedica a buscar en la plaza a los clientes. La furgoneta la conduce Nico, un b¨²lgaro orondo, con vaqueros apretados y gorra roja. Formaron la sociedad hace un a?o, cuando ¨¦l se present¨® en la plaza y dijo que quer¨ªa dedicarse a esto. No sabia nada del negocio. Ella, toxic¨®mana desde hace una d¨¦cada, le introdujo en el mundillo. Van al cincuenta por ciento. El viaje de ida y vuelta desde el centro de la ciudad a Valdeming¨®mez, el mayor supermercado de la droga de Espa?a, cuesta cinco euros por pasajero. Esta extra?a pareja de conveniencia hace entre 10 y 15 viajes al d¨ªa. Desde las nueve de la ma?ana hasta las 12 de la noche. Clientes contratan por 40 euros la furgoneta completa.
Los drogadictos se pasan el d¨ªa buscando dinero para costearse la dosis y el trayecto. Cada uno se busca la vida como puede. Santiago sube a bordo con una mochila llena de art¨ªculos robados. De ella saca un mando a distancia universal con el que quiere pagar el viaje. Mientras espera en el primer sem¨¢foro, Nico le echa un vistazo al artilugio pero no parece muy convencido. Santiago, ante la duda, a?ade a la oferta un bote de laca y as¨ª se cierra por fin el trato.
Un 'trabajo' con historia
El negocio de las cundas lo abrieron a finales de los noventa taxistas y jubilados que quer¨ªan ganarse un sueldo extra. Con el tiempo, inmigrantes rumanos, b¨²lgaros y marroqu¨ªes se han ido haciendo con la clientela. El Enterrador, como se conoce a un se?or canoso, bajito, con malas pulgas, es empleado de una funeraria y por las tardes se pasea por Embajadores en busca de clientes. ¡°Antes uno ven¨ªa aqu¨ª, charlaba con estos chicos, conven¨ªa un precio y a volar. Era algo espor¨¢dico. Ahora una panda de mafiosos han profesionalizado esto y controlan todas las esquinas¡±, explica muy enfadado.
Los vecinos de Embajadores se manifiestan cada jueves para denunciar el deterioro progresivo que sufre el barrio a medida que llegan nuevos toxic¨®manos. Se han organizado ahora en las redes sociales para hacer visible lo que est¨¢ pasando. En los balcones cuelgan s¨¢banas y globos de colores en se?al de protesta. ¡°No se puede tolerar que mi hijo de cinco a?os tenga que estar todo el d¨ªa entre yonquis, en pleno centro de Madrid. Es una verg¨¹enza¡±, se lamenta Nerea, una vecina de 37 a?os.
Por el momento nada detiene a las cundas. La furgoneta de Nico deja atr¨¢s la estaci¨®n de Atocha y enfila una larga avenida. Su compa?era Ana es una de las mas conocidas en este negocio. Lleva semanas hablando con otros colegas de oficio para formar una asociaci¨®n que entable un di¨¢logo con los vecinos: ¡°Entiendo que no quieren que sus hijos vean a gente pinch¨¢ndose, ni robando ni meando en mitad de la calle. Podemos llegar a un acuerdo. Si no nos molestan, nosotros nos encargamos de mantener limpia la plaza. Nos ocupamos de que no haya robos ni yonquis tirados¡±, se?ala. El punto de recogida de viajeros, explica, no puede cambiar de ubicaci¨®n. ¡°Se ha intentado mover de lugar. Pero algunos listillos se quedan aqu¨ª y te quitan la clientela¡±.
Se intent¨® mover de lugar. Pero algunos se quedan y te quitan la clientela"
En la rotonda de la entrada a Valdeming¨®mez, el camino que lleva al vertedero, aguarda un control policial. Un agente que ilumina los asientos con una linterna no ve nada extra?o y deja que la furgoneta contin¨²e su camino. Se dirige al punto de venta de Luisa La Gitana, matriarca de un clan dominado por mujeres que aplica criterios m¨¢s amables con los yonquis. ¡°Te tratan bien, no como a basura. En otros sitios si te descuidas te dan hostias encima de que eres el cliente. Adem¨¢s tienen buena mercanc¨ªa¡±, cuenta Ana.
Al llegar a la explanada, la misma donde est¨¢ la iglesia de Santo Domingo de la Calzada, coronada por una cruz de ladrillo, aflora uno de los temores de los drogadictos: quedarse tirados en el poblado. ¡°No me jodas, esp¨¦rame¡±, le piden todos al conductor al bajarse. ¡°Que s¨ª¨ª¨ª¨ª....¡±, contesta ¨¦l con hartazgo.
Nico espera fuera. ¡°Tengo que estar todo el d¨ªa repiti¨¦ndoles lo mismo. Pero de tanto tratarlos les tomo cari?o. Yo nunca me voy y los dejo aqu¨ª, como hacen otros cunderos cuando se retrasan. Ante todo son personas, ?no?¡±. Lleva en esto desde que se enter¨® de que con la furgoneta pod¨ªa ganar m¨¢s que parti¨¦ndose el lomo haciendo portes y mudanzas. Gana un buen dinero. Ser¨ªa relativamente feliz si no fuese porque su mujer le ha abandonado. ¡°Llego a casa y ella no est¨¢. Lloro. Se me cae el techo encima. Prefiero ducharme y volver a la cunda¡±.
Enfrente un hombre harapiento bloquea la entrada al local de Luisa. Cierra la puerta tras de s¨ª. Es el encargado de avisar cuando se asoma la polic¨ªa. El interior se reparte en dos estancias. Una es di¨¢fana. Tan solo hay un ventanuco en una esquina. Una chica joven en bata vende las dosis. Tiene una televisi¨®n de plasma a su lado que ojea mientras l¨ªa en paquetitos hero¨ªna, coca¨ªna o una mezcla de ambas. Los yonquis hacen cola mientras ella sirve. Se van desesperando poco a poco y meten prisa al que est¨¦ comprando en la ventanilla. Lo cotidiano resulta insufrible para los drogadictos. Hacer una fila para ellos es un calvario. Siempre hay prisa. Siempre hay que estar en otro lado. En la otra sala hay ladrillos en el suelo que sirven de asiento. Ah¨ª se inyectan en sangre la hero¨ªna o fuman en papel de plata.
Los jefes de la cunda acceden despu¨¦s por una puerta trasera. El clan le regala a ella una micra de hero¨ªna (la d¨¦cima parte de un gramo) por cada cargamento de yonquis que le lleve. A Nico, un tanto por ciento de las ventas por cada diez viajes. La pareja tiene muchas ofertas de los clanes. Poseen un veh¨ªculo grande y muchas ganas de trabajar.
Antes de abandonar el poblado, Santiago quiere pasar por el punto de venta de Los Gordos, levantado de nuevo despu¨¦s de que la polic¨ªa lo derribase hace unos meses. La carretera est¨¢ llena de fogatas a los lados. Ana dice que el poblado engancha. La suciedad, la miseria, las ratas, el fr¨ªo, hombres y mujeres deambulando llenos del polvo que desprende el cobre quemado por los ladrones de alcantarilla. ¡°Es dif¨ªcil de explicar pero cuando llevas tiempo sin venir lo echas de menos. Quiz¨¢ lo a?oras porque este es tu mundo¡±, reflexiona. Santiago se retrasa unos minutos y los que van a bordo se desesperan. ¡°V¨¢monos por Dios¡±, dice uno de la fila de atr¨¢s. Vuelve la necesidad de huir.
Santiago llega por fin. Pone excusas vagas. Est¨¢ muy colocado y no abrir¨¢ la boca de nuevo. En el camino de vuelta Ana cuenta que su familia lleva a?os busc¨¢ndola. Su hermano se enter¨® hace poco de que frecuentaba Embajadores y fue a buscarla. No la encontr¨® pero le dej¨® a una amiga un n¨²mero de tel¨¦fono. Por si alg¨²n d¨ªa quiere volver a casa. ¡°S¨¦ que le hago mucho da?o a mis padres. Les he hecho sufrir mucho. Me quiero desenganchar pronto pero antes tengo que arreglar unos asuntos¡±, dice. Se le hace un nudo en la garganta cuando habla ¡°de asuntos personales¡±. Nico, a su lado, le escucha y no puede reprimir las l¨¢grimas al pensar que dentro de un rato ir¨¢ a casa y nadie le estar¨¢ esperando. Cuando el morro de la furgoneta vuelve a pasar por Atocha en la ciudad ya se ha hecho de noche.
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