La urna y la calle
El voto manifiesta con cruel exactitud las verdaderas intenciones de la gente en un momento determinado. No hay m¨¢s que ver las acrobacias argumentales de los partidos damnificados, cada noche electoral, cuando denominan ¡°consolidaci¨®n de voto¡± a la p¨¦rdida de esca?os o ¡°llamada a la reflexi¨®n¡± a la derrota m¨¢s clamorosa. El desencuentro con el pueblo resulta siempre desconcertante, pero m¨¢s para aquellos que se atribuyen una legitimaci¨®n cualificada a la hora de hablar en su nombre. Por eso, muchos presuntos idealistas optan por tomar las armas y olvidar las urnas. La historia tiene tantos ejemplos que apesta.
En los reg¨ªmenes democr¨¢ticos, la falta de apoyo popular se compensa con la contestaci¨®n callejera. La protesta ruidosa, la concentraci¨®n p¨²blica, la exteriorizaci¨®n de una rebeld¨ªa no solo es leg¨ªtima, sino que su prohibici¨®n es el indicador m¨¢s claro del advenimiento de una dictadura. A la tiran¨ªa le molestan las urnas, pero tambi¨¦n las concentraciones p¨²blicas. Por eso el derecho a la protesta s¨ª es un aut¨¦ntico derecho, y no esos derechos imaginarios, ahora tan de moda, que se sustentan en confiscar los bienes de los dem¨¢s.
Defendiendo radicalmente la pr¨¢ctica de la protesta p¨²blica, hay una perversi¨®n de su ejercicio cuando la protesta deviene en posesi¨®n. La apropiaci¨®n del espacio p¨²blico para un inter¨¦s particular, sea este el que sea, no es permisible, a poco sentido de lo p¨²blico que se tenga. Quienes practican esa ocupaci¨®n ocultan su objetivo: la visualizaci¨®n de una presunta mayor¨ªa, mayor¨ªa que, por cierto, cada vez que hay ocasi¨®n, las urnas certifican que no existe.
Tras el franquismo, la izquierda abertzale nos acostumbr¨® a un uso monopol¨ªstico del espacio p¨²blico. Su cuota de representaci¨®n se ve¨ªa reforzada por un fen¨®meno ileg¨ªtimo: la ocupaci¨®n, importante en las capitales, pero exclusiva en muchos pueblos, del espacio ciudadano. Esa utilizaci¨®n del espacio p¨²blico por minor¨ªas significativas permite imaginar mayor¨ªas sociales que realmente no existen. A¨²n m¨¢s, grup¨²sculos totalmente insignificantes consiguen un excelente r¨¦dito no de ser numerosos, pero s¨ª de hacerse notar.
Nuestro sistema ha convertido el proceso electoral apenas en un tr¨¢mite. Prevalece la idea de que las urnas tan solo formalizan el traspaso del poder entre distintas ¨¦lites pol¨ªticas. A partir de ah¨ª, son los grupos de presi¨®n (constructores, comerciantes, farmac¨¦uticos, funcionarios, transportistas, filat¨¦licos, domadores), los que har¨¢n valer sus intereses privados, siempre bajo un maquillaje cuidadosamente aromatizado de inter¨¦s social.
De ese modo, la democracia contempor¨¢nea desencadena un vergonzoso corrimiento de responsabilidades. Ya no son los electores los que, con su voto, deciden las pol¨ªticas: se limitan a designar los pasmarotes sobre los que, m¨¢s tarde, se lanzar¨¢n sin tregua los grupos de presi¨®n.
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