Un pedazo de ?frica en el 22@
Decenas de subsaharianos viven del reciclaje en naves de Sant Mart¨ª El grupo se regula con costumbres de sus pa¨ªses El arte y la m¨²sica, vitales para ellos
Alrededor de una hoguera en un bid¨®n met¨¢lico se calientan Bubakar y Bernard. Para que est¨¦ el consejo en pleno solo faltan Azu, Mamadu-Al¨ª y Khereb¨¢. Llegados de pa¨ªses subsaharianos, ellos fueron de los primeros en instalarse en un complejo de naves industriales del barrio de Sant Mart¨ª, convertido en una comunidad autorregulada por costumbres de sus pa¨ªses de origen y que mantiene una actividad febril en el reciclaje de chatarra y todo tipo de objetos, fuente de sustento del grupo.
El ritmo del d¨ªa en el asentamiento ocupado m¨¢s grande de Barcelona, formado por decenas de personas, lo marca el martillo contra el metal: ¡°?Pam, pim, pam, pim!¡±. A solo dos estaciones de tranv¨ªa del 22@, este vecindario amurallado se distribuye en tres calles principales, con viviendas a los lados, que forman una U.
Khereb¨¢, senegal¨¦s, recuerda la primera vez que atraves¨® esta puerta: ¡°Antes conviv¨ªamos con las ratas, era inhumano¡±. Tras el umbral de la puerta comienza la calle Mayor; piedras de tama?o fara¨®nico dispuestas a ambos lados forman el camino. Necesitaron juntarse varios hombres y utilizar t¨¦cnicas antiguas, como poleas y palancas, para colocarlas en la entrada de su comunidad.
La comunidad
Khady B¨¤ entra empujando un carro de supermercado cargado con cuatro bidones de 20 litros y dos garrafas llenas de agua. Tienen que ir a buscarla a una fuente cerca de la Gran Via. ¡°Ir a buscar agua es una costumbre muy africana y este lugar es un trozo de ?frica¡±, sentencia Khereb¨¢.
Tras las piedras, lo primero que se encuentra es un ruidoso taller de chatarra. A continuaci¨®n vive Mohamed Mamadu-Al¨ª con su mujer, que es francesa. ¡°Tendremos que ir todos a ?frica, porque Europa est¨¢ agotada¡±. All¨ª vivi¨® la guerra de Ruanda. Ahora su obsesi¨®n es vivir en paz. Tienen una furgoneta que les cost¨® 10.000 euros. Est¨¢ casi nueva, pero como no pueden pagar el seguro, no la usan. Es su bien m¨¢s preciado. La guardan dentro de casa.
En la vivienda de al lado hay un tipo alto con gafas de lupa. Espera a una mujer de 50 a?os con el pelo te?ido de rubio. Acostumbra a leer una Biblia a un palmo de la cara y lleva el censo del lugar en una peque?a libreta. Todos piensan que es una confidente de la polic¨ªa. Es la ¡°ministra¡±, y su casa, ¡°la iglesia¡±. Como en otras comunidades, aqu¨ª tambi¨¦n hay tensiones. La ministra se lleva a matar con su vecino Khereb¨¢, que vive en la ¨²ltima casa de la calle.
Unos maniqu¨ªes de moda tuneados vigilan la casa: uno lleva una careta antig¨¢s; otro, infantil, est¨¢ decapitado y le han colocado una cabeza tres tallas menor... El molde original preside la formaci¨®n.
Cada vez que se cruza con alguien, Khady B¨¤ se detiene para saludar y preguntar por la familia. ¡°En ?frica, no puedes cruzarte con alguien sin preocuparte por c¨®mo est¨¢¡±. A veces el saludo parece un baile. Enfrente de casa de Khereb¨¢ siempre hay ambiente. Cuando hay electricidad, suena m¨²sica. Es el lugar de reuni¨®n, la plaza Mayor, y su casa, algo as¨ª como el Ayuntamiento.
Alrededor de la hoguera est¨¢ Bernard sentado en un banco de madera. Es el segundo del consejo y siempre est¨¢ leyendo algo. A su lado charlan As y Katim. As se enfrenta a la desesperanza con una sonrisa: ¡°La vida aqu¨ª cada d¨ªa es m¨¢s dura¡±. Hoy han salido a buscar trabajo. As es marinero y conduce camiones; Katim estudi¨® literatura. Llevan en una carpeta sus curr¨ªculos. Han visitado empresas de limpieza y f¨¢bricas, pero nadie les ha recibido. Van muy elegantes.
En la plaza Mayor hay un porche bajo con monta?as de residuos. Pl¨¢sticos, cristal, madera, cart¨®n, metal... El reciclaje es su forma de vida. ¡°Para reciclar hay que acumular¡±, dice Khereb¨¢, mientras desmonta un contador de la luz. Primero ataca el cobre. A continuaci¨®n separa el pl¨¢stico del metal.
Las m¨¢quinas son reparadas en las naves
En esta planta de reciclaje tambi¨¦n arreglan neveras, microondas, televisores... Cuando tienen suficientes, llenan una furgoneta y la mandan a Senegal para venderlos. El viaje dura seis d¨ªas. Un televisor de 42 pulgadas que en Europa fue basura lo venden por 40 euros. ¡°Lo que m¨¢s urge all¨ª son m¨¢quinas para sacar agua y refrigeradores¡±, explica Khereb¨¢. ¡°He visto barcos llenos de pesca tirarla al mar por no tener d¨®nde conservarla¡±, a?ade.
El jefe Bubacar observa paciente. En Senegal fue campe¨®n de lucha africana. Tiene unos 50 a?os y una barriga prominente. Khereb¨¢ explica que ¡°el jefe lo es no solo por la edad, sino porque es quien m¨¢s se preocupa por todos¡±. Sobre una mesa reposa un tablero de damas africanas.
De un televisor de
Si esta comunidad fuera un pa¨ªs, Khereb¨¢ ocupar¨ªa el cargo de ministro de Exteriores. Aunque en la sombra es m¨¢s que eso: todas las decisiones de la comunidad pasan por ¨¦l. Si alguien quiere ir a vivir all¨ª, ¨¦l debe aprobarlo; cuando la polic¨ªa acude al lugar, ¨¦l es el portavoz, y el intermediario cuando, como ahora, una pareja rumana trae un un carro repleto de hierros.
Cuando el trato se acaba de cerrar, por cinco euros, llega Mami. Lo primero que hace es soltar a su beb¨¦ en las manos de Khereb¨¢ para organizar su restaurante sobre ruedas. Al peque?o le encanta que lo cuelguen boca abajo y no pone el m¨¢s m¨ªnimo reparo a pasar de brazo en brazo. Mami baja cada d¨ªa desde Granollers, con el beb¨¦ atado a su espalda y el cochecito lleno de botellines con zumos. Los vende a un euro y son de flor de hibisco con hierbabuena y de fruto de baobab. ¡°Hoy no llevo de jengibre, el que da m¨¢s fuerza¡±, dice.
Tiene dos ni?os m¨¢s en Senegal. Unos d¨ªas trae para vender arroz con pescado; otros, bocadillos. Mami da de comer a unas 15 personas al d¨ªa. Explica que durante el 15-M vendi¨® 200 zumos a los indignados. Pese a que algunos dicen que Mami no es la mejor cocinera, todos tratan de que gane algo de dinero ahora que su marido la ha abandonado.
Leila dobla la esquina que da origen a la calle de ?frica. En una de las naves cuelga un cartel: ¡°se traspasa¡±. En ella, Paco echa la cebolla en una olla de hierro forjado. Comparte paredes con cuatro ¡°hermanos senegaleses¡±. El espacio, del tama?o de un campo de f¨²tbol sala, lo han convertido en un hogar, con un paisaje campestre en la pared y sof¨¢, tele y cocina. Todo encontrado en la basura.
El ¨²ltimo trabajo de Paco, hace ya mucho tiempo, fue desempozar tuber¨ªas. Antes estuvo en el restaurante Paco-Paco de Mallorca, que le dio su nombre. ?l se llama en realidad Abdulai. Prefiere recoger chatarra a ser vendedor ambulante: ¡°Era una pesadilla c¨®mo me trataban los turistas y la polic¨ªa¡±. Los cincos habitantes de la nave se reparten todas las labores. Cada d¨ªa, uno limpia y cocina. Ponen cinco euros a la semana por cabeza y compran arroz, pasta, aceite de girasol, cebolla, ajo y patatas. Aquel al que le toca compra la carne o el pescado, ¡°lo que sea, menos cerdo¡±. Hoy hay pescado.
¡°Lo que m¨¢s urge
Desde la cocina se oyen los golpes de Ibrahima, que desmonta un motor junto a la puerta. Su delgadez parece preocupante. A cada tres golpes al martillo, se le escapa la cabeza de hierro. Para sobrevivir con la chatarra, dice, hay que trabajar desde el amanecer hasta la noche. Con suerte, logra 20 euros.
A unos metros de Ibrahima vive y trabaja Ringo. Se llama as¨ª por un amigo de su madre al que le gustaban los Beatles. Su casa, el caf¨¦ Tuba, es la primera parada para quien madruga. El lugar est¨¢ en el otro extremo de la gran U. A esta calle la llaman de Brooklyn. Por un euro, se ofrece caf¨¦ caliente y un par de ceoques, unas pastas parecidas a bu?uelos de viento con sabor a canela pero sin aire dentro. Ringo vuelca el cazo lleno de caf¨¦ mientras el Ma?o aguanta agachado la tela que lo filtra. El Ma?o se llama en realidad Hatim y se dedica a vender ropa y bisuter¨ªa en la playa.
Seyni tambi¨¦n vive en la cafeter¨ªa. Las paredes son verdes y las quiere pintar con los colores de ?frica, pero le falta el amarillo. Lleva cinco a?os en Espa?a y va tirando trabajando de pintor. ¡°Cuando llamo a mi madre me pregunta si paso hambre, no quiero que me pregunte eso. Adem¨¢s, nunca se lo dir¨ªa¡±. Un d¨ªa, en la playa, cuando Seyni jugaba al f¨²tbol se top¨® con el Ma?o. No se ve¨ªan desde hac¨ªa 14 a?os. De ni?os eran amigos.
¡°El jefe no lo es solo
En las damas africanas, las piezas pueden comer hacia atr¨¢s. En la plaza Mayor siempre se puede jugar. Las piezas son azules, tapones de botellas de agua, y rojas, de cerveza de litro. El bien contra el mal. La luz y la oscuridad. El alcohol y el agua. Cuando el sol se esconde, todo se oscurece. A veces, las discusiones suenan m¨¢s fuerte que la m¨²sica. Las desilusiones se ahogan en cerveza. Ofrecer asiento frente a casa de Khereb¨¢ ya no es una obligaci¨®n tribal.
¡°?Malparit, malparit!¡±, le grita Azu a un gambiano que le ha insultado en su idioma, pero al que ha entendido. Azu es artista. Vive en la retaguardia, donde acaba Brooklyn, en una gran nave que usa para exposiciones y conciertos. En una sola frase, Azu habla en franc¨¦s, catal¨¢n, castellano y w¨®lof.
En la gran sala, adem¨¢s de tres obras de Azu, Khereb¨¢ expone sus maniqu¨ªes. Al fondo, hay un escenario donde hacen actuaciones de percusi¨®n. Al lado, una peque?a escalera de madera lleva a una entreplanta: es donde duerme Azu, sus dominios.
Inmigrantes de
Su vecino es Tal, que suele llegar a casa cuando todos duermen. Se mueve en silencio para evitar las discusiones que se dan cuando anochece. Su casa est¨¢ al fondo de la planta baja de la primera nave de Brooklyn. Pese a todo, se siente muy afortunado: ¡°Fui de los primeros en llegar y tuve donde elegir¡±.
Vicente es de Ecuador y, como otros latinoamericanos y rumanos, quiere emigrar a este pedazo de ?frica incrustado en la vieja Barcelona industrial. Tiene 45 a?os. En tiempos mejores, Vicente alquilaba un estudio en L¡¯Hospitalet por 540 euros. Ha trabajado el aluminio. Ahora est¨¢ en paro. Un amigo le ha dicho que quiz¨¢ podr¨ªa instalarse aqu¨ª, pero que primero hablara con Khereb¨¢.
En la plaza Mayor, Vicente espera el momento adecuado mientras Khereb¨¢ habla con alguien. Le infunde respeto. Parece un chaval antes de entrevistarse con su profesor. Le llega el turno. Conversan, sonr¨ªen. Parece que este examen lo ha aprobado.
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