De pedalear bajo el edred¨®n
De un tiempo a esta parte, el cine nos est¨¢ familiarizando con la imagen de hombres y mujeres que, al ser despedidos, abandonan sus lugares de trabajo abrazando una caja de cart¨®n. Cajas de cart¨®n que contienen un dibujo hecho por los ni?os en la escuela, una fotograf¨ªa de un recuerdo, una pelota de tenis o un cepillo de dientes. Tambi¨¦n contienen otras cosas que a simple vista no se ven y que las hacen mucho m¨¢s pesadas: el miedo, la culpabilidad, la verg¨¹enza, la preocupaci¨®n. En Espa?a ya son cerca de seis millones los hombres y mujeres de cart¨®n.
Somos muchos los que nos preguntamos c¨®mo una sociedad puede no descoserse ante la cifra de 1,7 millones de hogares sin ning¨²n salario, c¨®mo no pueden ca¨¦rsele los botones. La respuesta es sencilla: por la ayuda a fondo perdido de un hermano, por las cazuelas con el fondo de chicle de nuestras madres, por el flotador de la picaresca. Es decir, por toda esa buena gente que, como dir¨ªa ?gnes Heller, son la utop¨ªa encarnada. En el discurso p¨²blico campea el m¨¢s descarnado darwinismo social del ¡°s¨¢lvese quien pueda¡± caracterizado por la deslegitimaci¨®n de todo lo colectivo. Nuestros ministros se tornan remedos de Procusto con la sierra y el potro de los decretos-ley mudando, por hache o por be, los derechos en d¨¢divas (Procusto, ya saben, ese particular anfitri¨®n que dispon¨ªa de dos lechos en su casa, uno grande y otro peque?o. Siendo as¨ª, a los hu¨¦spedes bajos de estatura les estiraba los miembros con un potro para acostarlos en la cama grande, mientras que a los altos les serraba los miembros que sobresal¨ªan de la cama peque?a). Y los ciudadanos, aislados unos de otros, no acertamos a articular una respuesta, olvidando a todos aquellos que embargaron su vida en arrancar esos derechos. Derechos que se tarda en perderlos lo que tarda en incendiarse un bosque y cuya obtenci¨®n conlleva el tiempo de su crecimiento.
En Freelander, la novela del bosnio Miljenko Jergovic, dos hermanos afrontan el fr¨ªo invierno de 1915, ante la escasez de madera, pedaleando bajo el edred¨®n. ¡°Pon¨ªan las plantas de los pies uno contra las del otro y hac¨ªan la bicicleta con las piernas. As¨ª, en bicicleta, recorr¨ªan el camino hac¨ªa Am¨¦rica, solos los dos, pero jam¨¢s llegaban a esa Am¨¦rica suya porque se dorm¨ªan a mitad del trayecto. Aquel invierno much¨ªsimos ni?os se congelaban en la cama y a ellos, m¨¢s que el edred¨®n de plumas y las mantas, los salv¨® pedalear. Cuando su madre les dijo que no pod¨ªan ir a Am¨¦rica en bicicleta porque la bicicleta se hundir¨ªa en el mar, ambos cayeron enfermos, cogieron la difteria, sufrieron fuertes toses y no se sabe qu¨¦ m¨¢s, por poco se mueren. Por suerte hab¨ªa llegado la primavera¡±. Por suerte, tambi¨¦n aqu¨ª, llegar¨¢ la primavera. Pero hu¨¦rfanos de un relato solidario que nos vertebre como comunidad, de una Am¨¦rica hacia la que pedalear, no sabemos cu¨¢ntos se ahogar¨¢n abrazados a su caja de cart¨®n.
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