Tres hombres insoportables
El Hombre Diana: Se aplica a la persona que, como bien se?ala su apellido, parece llevar una diana adherida a su pecho. As¨ª, si para Prot¨¢goras el hombre es la medida de todas las cosas, para ¨¦sta lo es su yo. En efecto, no hay acci¨®n u omisi¨®n, palabra o silencio, que no vea como dirigida a ella, que no sea, cuando menos, una artera afrenta a su dignidad. En consecuencia, vivir¨¢ y -lo que es peor- har¨¢ vivir a los dem¨¢s en una sempiterna disyuntiva: est¨¢s conmigo o est¨¢s contra m¨ª. Y a¨²n en el caso de estar, siempre se encontrar¨¢ uno, de alg¨²n modo, bajo una perpetua sospecha. V¨¦ase, para qu¨¦ ir m¨¢s lejos, Jos¨¦ Mourinho. Un d¨ªa s¨ª y otro tambi¨¦n, armando la marimorena por la infamia universal de la que es objeto y derramando por doquier la dial¨¦ctica amigo-enemigo.
El Hombre Suma Cero: Se aplica a la persona que cree en la existencia de una cantidad limitada de bien en el mundo. Por tanto, todo lo bueno que le sucede a sus cong¨¦neres lo sentir¨¢ como un hurto de lo que le es propio, como una resta a lo que le pertenece. Dir¨ªase que no puede concebir, en ning¨²n caso, la vida como un juego de suma positiva en la que varios puedan ganar a la vez. En definitiva, siempre gritando cuando le llega alguna buena nueva del pr¨®jimo, como el hombre del traje de gris de Sabina, ?qui¨¦n me ha robado el mes de abril? V¨¦ase, a modo de ejemplo, Cristiano Ronaldo. Toda actuaci¨®n sobresaliente de Messi la vive como una merma propia. Parecer¨ªa que no hubiera ni balones ni goles para los dos.
El Hombre Cazafantasmas: Se aplica a la persona que siempre lucha y gana las batallas una vez terminadas -"a moro muerto, gran lanzada"-, pero que en el fragor de las mismas, vive mecido en una existencia sumamente pl¨¢cida. En resumidas cuentas, aqu¨¦l que hoga?o corre por nuestros parques de tanto como anta?o entreno corriendo delante de los grises, aqu¨¦l que casi pierde la voz de tanto gritar contra ETA, aqu¨¦l -que de haberle tocado vivir en la Alemania nazi- se hubiera colocado una estrella amarilla de seis puntas en su chaqueta como desagravio a sus conciudadanos jud¨ªos; aqu¨¦llos que, en realidad, se comportan como Leonard Zelig, el camale¨®n humano de Woody Allen, o como el Mortadelo de Ib¨¢?ez, y que, en un decir Jes¨²s, mudan su piel o cambian de disfraz a conveniencia. V¨¦ase, por caso, tantos nacionalistas vascos de atildada pose que otrora cada verano, como las golondrinas de B¨¦cquer, engalanaban de motu proprio sus balcones donostiarras ante la llegada anual de Franco.
?Es usted el ¨²nico justo?, me preguntar¨¢n ustedes como se preguntaba a s¨ª mismo el Ludvik Jahn de Kundera. "Qu¨¦ va -dir¨¢ Ludvik y les dir¨¦ yo-, no encontr¨¦ en m¨ª mismo ninguna garant¨ªa de que fuese mejor que otros, ?pero qu¨¦ se desprende de eso para mi relaci¨®n con los dem¨¢s? Me repele que la gente se sienta hermanada cuando ve en los otros una bajeza similar a la suya. No anhelo ese tipo de hermandad viscosa". Pues eso.
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