La garra del fin del mundo
En busca del puma y su leyenda por las tierras salvajes de la Patagonia chilena con Chatwin y Coloane en la memoria
"Si quieres ver un puma tu hombre es el Wayaja", me dijo Pedro mientras camin¨¢bamos bordeando el mar en Puerto Natales, junto al Seno de ?ltima Esperanza. ?Pues claro que quer¨ªa ver un puma!, pens¨¦ con ferocidad mientras me cerraba bien el anorak y me encasquetaba el gorro de lana para que me cubriera las orejas. Ca¨ªa la tarde y soplaba con violencia un viento g¨¦lido que rizaba de espuma las aguas sobrevoladas por decenas de cormoranes negros como espectros. Inspir¨¦ con fuerza para llenarme de toda la intensidad de aquel lugar remoto y salvaje. En mi cabeza bull¨ªan juntos Chatwin y Coloane ("tambi¨¦n hay malos entre los capitanes, pero no cobardes"). Guiado por ellos y por la Cruz del Sur que destellaba en la limpia noche austral como trazada con diamantes sobre terciopelo yo recorr¨ªa los parajes del fin del mundo con un entusiasmo febril que apenas dejaba resquicio al miedo. El sitio era tan distante que me sent¨ªa m¨¢s all¨¢ de la nostalgia, e incluso del retorno.
Hab¨ªa llegado a Punta Arenas desde Santiago de Chile y recorrido una larga carretera desierta, incluido un tramo junto al estrecho de Magallanes, que ya es lejan¨ªa. Cuando hac¨ªamos un alto en el camino, junto al rancho Coraz¨®n de Escarcha, por ejemplo, yo bajaba del coche a la vez entusiasmado y sobrecogido con aquellas latitudes australes plenas de montaraces promesas. Entonces, persegu¨ªa bajo la lluvia a un ?and¨² para hacerle una foto o me quedaba mirando extasiado la tierra inh¨®spita y agreste que se extend¨ªa infinita hasta tocar el cielo.
Carla, una joven brasile?a de Ouro Preto, de grandes ojos negros y cuerpo felino embutido en ropa t¨¦rmica muy ce?ida y cuyo ¨²nico defecto visible era que viajaba con su novio, amenizaba el trayecto. Fue ella la primera en mencionar los pumas. "Es posible que los veamos en las Torres del Paine". Yo ya no pude pensar en otra cosa. En los pumas, quiero decir. Para m¨ª representan la quintaesencia de la aventura americana. En El cazador de pumas, Zane Grey narra la peripecia de un grupo empe?ado en capturar varios ejemplares de esas fieras. "Los llameantes ojos del puma, su boca abierta mostrando los blancos colmillos, sus persistentes e irritados gru?idos, eran cosas que ciertamente no estimulaban para estar tranquilo". Ciertamente, ciertamente.
Un par de d¨ªas despu¨¦s ya estaba recorriendo las inmensidades del parque nacional de Torres del Paine, con los ojos pegados a los prism¨¢ticos escudri?ando cada roca, cada matorral en busca del puma (hay acreditados 60), mientras me sobrevolaban majestuosamente los c¨®ndores. Los pumas, que llegan a medir m¨¢s de dos metros y pesar por encima de los cien kilos ¡ªun pedazo de gato, vamos¡ª, no se cuentan entre los m¨¢s conspicuos devoradores de hombres pero se han zampado a m¨¢s de uno, y los ataques a humanos, sobre todo cuando est¨¢n estresados (los pumas), no son raros. Durante las guerras apaches, se registr¨® el episodio de un soldado de caballer¨ªa herido por los mescaleros y luego rematado y devorado por un puma, lo que parece un caso de notable mala suerte. En 1998 un ejemplar se meti¨® en el edificio de una empresa de pl¨¢sticos de Vancouver pero consiguieron encerrarlo en una oficina. Otro amedrent¨® a los jugadores de un campo de golf en Chico, California, ense?ore¨¢ndose del hoyo n¨²mero 14.
Depredador generalista, en la regi¨®n de Magallanes se alimenta de guanacos pero tambi¨¦n de ovejas, potros y vacas, lo que le hace muy odiado por los ganaderos, que tradicionalmente han puesto precio a su piel.
"Huella de puma", estableci¨® Pedro, el gu¨ªa, se?alando junto a la Laguna Azul. Rastreamos infructuosamente. Me consol¨¦ con un hueso de guanaco mordisqueado. M¨¢s tarde, ya de regreso a Puerto Natales, Pedro me explic¨® que los pumas son muy dif¨ªciles de ver a no ser que tengas mucha suerte o te gu¨ªe un experto como el Wayaja. Jos¨¦ Vargas Sandoval, Wayaja, es un guarda del parque Torres del Paine y especialista para encuentros (felices) con pumas. Ha llevado hasta los felinos a numerosos naturalistas, fot¨®grafos y equipos de filmaci¨®n internacionales. Bien me pod¨ªa llevar a m¨ª. Pedro me acompa?¨® a su casa en Puerto Natales. Yo temblaba de excitaci¨®n. Pero su mujer nos dijo que estaba de guardia en el parque durante varios d¨ªas y no volver¨ªa antes de mi partida. Quedaba la suerte: estuve a punto de tenerla cuando un gran animal surgi¨® entre la maleza en el sendero de acceso al lago del glaciar Grey, pero result¨® ser la otra gran joya faun¨ªstica de la zona, un ciervo huemul. Yo no me resignaba. No me iba a ir de la Patagonia chilena sin ver un puma, qu¨¦ demonios.
Siempre hay atajos y, en fin, tambi¨¦n Chatwin hab¨ªa sido un poco tramposillo. As¨ª que dirig¨ª mis pasos al Museo de la Fauna Patag¨®nica, ubicado en el colegio de los salesianos de Puerto Natales. Arrastr¨¦ conmigo al fot¨®grafo Guillermo Cervera, que ha cubierto varias guerras y est¨¢ siempre ¨¢vido de experiencias fuertes. En el colegio se sorprendieron de nuestra llegada; no suelen tener muchos visitantes, y menos tan excitados. Una joven nos acompa?¨® con una llave, abri¨® la puerta, encendi¨® las luces y nos dej¨® en el museo a solas. Era una gran sala ocupada por una masiva y ajada colecci¨®n de animales disecados, reunida esforzadamente por Antonio Romanato, maestro coadjutor salesiano. "Precioso trabajo de taxidermia para la admiraci¨®n de diversas generaciones que visitan el Sur del mundo, educando en el cuidado y preservaci¨®n de las especies nativas de la Patagonia", resum¨ªa un cartel. Resultaba una visi¨®n espectral. Darder hubiera estado a gusto en este viejo rinc¨®n tan lejos de Banyoles. Por suerte no hab¨ªa ning¨²n indio alacalufe disecado.
Ah¨ª estaba, por fin, mi puma. En realidad toda una familia, con su cubil y sus cachorros. Para ser sincero no parec¨ªan muy vivos, casi ni parec¨ªan pumas. Nada que ver con las magn¨ªficas fieras que poblaban las tierras salvajes all¨¢ afuera, y mis sue?os. Aprovechando que est¨¢bamos solos y que no me iban a morder me adentr¨¦ en el polvoriento diorama de cart¨®n piedra apartando un cr¨¢neo de guanaco y acarici¨¦ al macho que permanec¨ªa con la boca abierta mostrando los colmillos. Pareci¨® gru?ir, trastabill¨¦ y le pis¨¦ una pata. Al tratar de arreglar el desperfecto se solt¨® una u?a de la garra. ?Una u?a de puma! Me qued¨¦ mir¨¢ndola estupefacto en la palma de mi mano. Todo un universo de maravilla, la Patagonia, se esencializaba en ese peque?o ap¨¦ndice curvo. El conf¨ªn del mundo era esa u?a, como lo eran la piel del milod¨®n de Chatwin y los c¨²teres loberos de Coloane, esbeltos como albatros. Cerr¨¦ el pu?o en torno a mi tesoro hasta hacerme sangrar y sal¨ª corriendo al aire salobre para ver las cumbres nevadas y el mar embravecido, mientras el cielo viraba al carmes¨ª y la vida se espesaba con todo el sabor de la aventura.
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