Vaticano demosc¨®pico
Si no se moderniza de forma consecuente, la Iglesia corre el riesgo de deslizarse hacia un banal populismo postmoderno
El Papa Francisco no deja de depararnos gratas sorpresas. A sus gestos iniciales, decididamente austeros, le han ido siguiendo declaraciones y medidas que parecen expresar una inequ¨ªvoca voluntad regeneradora de la anquilosada instituci¨®n que preside. Pero son muchos los que albergan reservas respecto al aut¨¦ntico alcance de las nuevas afirmaciones y posturas, especialmente cuando no van acompa?adas de la cr¨ªtica expl¨ªcita a aquellas que se pretende superar. Pensemos, sin ir m¨¢s lejos, en una de las primeras medidas publicitadas por el nuevo gobierno de la Iglesia, en las instrucciones dadas por el propio Papa Francisco para llevar a cabo una macroencuesta que le permitiera conocer de primera mano la opini¨®n de los feligreses.
Resulta sorprendente, en efecto, esta repentina querencia por la demoscopia en una instituci¨®n que en modo alguno puede ser calificada de participativa, y en cuya estructura organizativa lo democr¨¢tico brilla por su ausencia. Claro que tal vez el malentendido resida precisamente aqu¨ª, en identificar demoscopia con democracia y dar por descontado, a continuaci¨®n, que, acreditada aquella, ¨¦sta ya va de suyo. Pero, al igual que en otros contextos se ha se?alado que consultar no es decidir, as¨ª tambi¨¦n sondear las opiniones de la feligres¨ªa no comporta por s¨ª solo compromiso alguno con el gobierno democr¨¢tico de la instituci¨®n, asunto del cual hasta ahora no hemos podido escuchar ni una sola palabra en labios de los nuevos mandatarios.
Tal vez ni este ni otros malentendidos an¨¢logos sean del todo azarosos y tengan, m¨¢s bien, algo de inducidos, sobre todo a la vista de la reiteraci¨®n con la que se vienen produciendo en los ¨²ltimos tiempos. Pensemos en esas ocasiones en las que alguna autoridad eclesi¨¢stica ha entrado en pol¨¦micas pol¨ªticas recurriendo a categor¨ªas tomadas del discurso democr¨¢tico. Tal es el caso del abad de Montserrat, Josep Mar¨ªa Soler, el cual, en declaraciones de finales del pasado mes de enero, se alineaba inequ¨ªvocamente con los defensores del derecho a decidir de los catalanes. Con tales declaraciones ejemplificaba a la perfecci¨®n la curiosa paradoja de esos responsables eclesi¨¢sticos partidarios de que el pueblo catal¨¢n pueda votar, pero que, sin embargo, no parecen tener el menor inter¨¦s en que pueda hacerlo el pueblo de Dios en cuanto tal.
Razonamientos an¨¢logos podr¨ªan plantearse, en fin, en relaci¨®n con otra de las manifestaciones m¨¢s llamativas del Papa Francisco, su famosa pregunta ¡°?Qui¨¦n soy yo para juzgar a un homosexual?¡±. La respuesta en realidad es sencilla: nada m¨¢s y nada menos que el Papa, esto es, alguien cuyos predecesores en la silla de San Pedro no solo se consideraron plenamente autorizados para juzgar a los homosexuales (sin que nadie dentro de la propia instituci¨®n cuestionara sus juicios), sino que no se privaron de hacerlo a lo largo de los siglos, casi siempre en sentido negativo.
Ya sabemos que el artificio ret¨®rico de la humildad, tan frecuente en los miembros de la Iglesia, a menudo funciona como cortina de humo para salirse por la tangente y obviar la autocr¨ªtica institucional. El problema es que, de inmediato, la ausencia de autocr¨ªtica sirvi¨® a los sectores m¨¢s retardatarios de la jerarqu¨ªa para justificar no darse por aludidos por los nuevos mensajes. As¨ª, Fernando Sebasti¨¢n, nuevo cardenal espa?ol designado precisamente por el Papa Francisco, hizo una lectura de la pregunta del Pont¨ªfice en t¨¦rminos de ¡°una manifestaci¨®n de acogida y afecto¡± sin m¨¢s, que en ning¨²n caso justificar¨ªa moralmente el ejercicio de la homosexualidad.
Ratzinger intent¨® lo que me atrever¨ªa a calificar de una refundaci¨®n doctrinal ciertamente ambiciosa: convertir la Modernidad en el episodio culminante de la tradici¨®n cristiana, reinterpretando el conflicto hist¨®rico entre raz¨®n y fe a base de descalificar como patol¨®gica la Modernidad descre¨ªda y laica, cientificista e inmanente que en el pasado hab¨ªa topado de manera reiterada con las creencias religiosas. Falacias hist¨®ricas aparte, si la tarea emprendida por Benedicto XVI hubiera querido seguir adelante, el paso l¨®gicamente obligado habr¨ªa sido dejar de considerar a los cat¨®licos como menores de edad (por utilizar el cl¨¢sico lenguaje de la Ilustraci¨®n), lo que le hubiera obligado a tomar unas medidas concretas absolutamente ineludibles, tales como permitir a los cat¨®licos participar de forma democr¨¢tica en el gobierno de su instituci¨®n, no excluir a las mujeres del ejercicio del sacerdocio y un sinf¨ªn de medidas m¨¢s.
Ninguna de esas medidas ha sido tomada, lo que provoca que la Iglesia Cat¨®lica permanezca en una situaci¨®n que, de producirse en cualquier pa¨ªs, calificar¨ªamos con los m¨¢s severos adjetivos (¡°medieval¡± ser¨ªa el m¨¢s suave). En lugar de esto, su jerarqu¨ªa parece haber optado por los retoques cosm¨¦ticos y por las declaraciones vistosas que tengan el titular del d¨ªa siguiente asegurado. Pero si fracasa el proyecto intelectual de una modernizaci¨®n consecuente y seria, la Iglesia Cat¨®lica corre el peligro de deslizarse hacia un banal populismo postmoderno, con convicciones de baja intensidad (en alg¨²n caso, como el del limbo, incluso desechables), y modulado seg¨²n las ¨²ltimas t¨¦cnicas de la mercadotecnia demosc¨®pica. Sin cambiar nada importante, eso por supuesto.
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