Carta a ciegas
Constituye un imposible metaf¨ªsico que alguien pueda estar equivocado absolutamente en todo siempre
En la cultura occidental, el t¨¦rmino ¡°sofista¡± est¨¢ cargado de connotaciones peyorativas. Es cierto que la RAE define al sofista como ¡°maestro de ret¨®rica que, en la Grecia del siglo V a. C., ense?aba el arte de analizar los sentidos de las palabras como medio de educaci¨®n y de influencia sobre los ciudadanos¡±. Pero no lo es menos que, en la pr¨¢ctica, dicha figura ha terminado por quedar identificada, adem¨¢s de con la de aquel que se sirve de argumentos enga?osos pero con apariencia de verdaderos (los sofismas precisamente), con la de quien est¨¢ dispuesto a defender por encargo cualquier causa, sin que le afecten en lo m¨¢s m¨ªnimo a la hora de aceptar el encargo las opiniones que previamente pudiera tener.
Sin duda, la veracidad es un valor que conviene no desde?ar. Que la gente diga en privado cosas diferentes, e incluso opuestas, a las que dice en p¨²blico es, por supuesto, algo lamentable. Pero ese mismo hecho se convierte en directamente indignante cuando quienes mantienen dicho doble lenguaje son los propios responsables pol¨ªticos. He sido testigo presencial de c¨®mo alguno de los que en sus intervenciones p¨²blicas se esfuerza denodadamente por movilizar a la ciudadan¨ªa en una determinada direcci¨®n no exenta de problemas, manifiesta, cuando no hay micr¨®fonos por medio, opiniones de signo muy distinto.
Ahora bien, la adhesi¨®n a las propias ideas, constituyendo un necesario dique de contenci¨®n ante el cinismo generalizado, no puede ser tan intensa como para que nuble nuestra capacidad de entender las ideas ajenas, ejercicio particularmente dif¨ªcil cuando se trata de algo importante para nosotros. Es en este punto en el que no solo el esp¨ªritu fundacional de los sofistas, apuntado en la definici¨®n de la RAE, sino incluso la pr¨¢ctica de quienes defienden por encargo cualquier posici¨®n puede resultar de notable ayuda.
En efecto, quien se ve obligado a reconstruir, aunque sea sin sentir la menor identificaci¨®n personal, las razones del otro termina encontr¨¢ndose con el peso argumentativo de los planteamientos de ¨¦ste. Puede, por supuesto, desestimarlos en su fuero interno, pero ya no podr¨¢ hacerlo echando mano del f¨¢cil recurso de atribuirles inconsistencia, fanatismo o cualquier lindeza semejante, sino ponderando y aquilatando la superioridad te¨®rica o pr¨¢ctica de las posiciones propias. Con otras palabras, esta reconstrucci¨®n constituye una alternativa mucho m¨¢s eficaz y compartible (porque nada supera en compartible a la raz¨®n y la palabra) que la vaporosa y autoay¨²dica ¡°empat¨ªa¡±. Nadie se encuentra en mayor medida cargado de raz¨®n, en el sentido m¨¢s genuino de la expresi¨®n, que aquel que, tras llevar a cabo un minucioso recorrido por los planteamientos ajenos, est¨¢ en disposici¨®n de se?alar con detalle por qu¨¦ es mejor el itinerario por el que ha optado.
Exhortar a tales pr¨¢cticas no implica suponer que todo el mundo se encuentra en condiciones de llevarlas a cabo de manera solvente y exhaustiva. Pero tampoco animar a la gente a que haga ejercicio f¨ªsico implica suponer que correr¨¢n los cien metros en menos de diez segundos. En realidad, con que se generalizara una cierta actitud entre la ciudadan¨ªa a la hora de debatir sobre los asuntos p¨²blicos m¨¢s relevantes podr¨ªamos todos darnos por satisfechos.
Para empezar, tal vez estar¨ªa bien que algunos de nuestros conciudadanos (responsables pol¨ªticos incluidos) se animaran a llevar a cabo lo que bien podr¨ªamos llamar una cata a ciegas de ideas, consistente en proponerles la valoraci¨®n de determinadas afirmaciones sin informarles previamente de quienes eran los autores de las mismas, para analizar a continuaci¨®n sus respuestas.
Es m¨¢s que probable que el grueso de quienes se animaran a afrontar la prueba no la superaran. L¨®gico. Son demasiados a?os de autocomplacencia, iniciando el razonamiento desde el final, fijando, antes de empezar a debatir, quienes son los nuestros, y dando por descontado a rengl¨®n seguido que lo que ellos defiendan es lo que toca sostener. Pero, tal vez sobre todo, a la inversa: nos hemos acostumbrado a que lo que afirman nuestros adversarios constituya el punto de referencia negativo de lo que bajo ning¨²n concepto estamos dispuestos a aceptar.
Sin embargo, tan rotundo convencimiento resulta por completo insostenible: constituye un imposible metaf¨ªsico que alguien pueda estar equivocado absolutamente en todo siempre. Ser incapaz de reconocer una afirmaci¨®n tan de m¨ªnimos como ¨¦sta coloca al recalcitrante en cuesti¨®n en el terreno de un dogmatismo est¨¦ril, por m¨¢s invocaciones ret¨®ricas al di¨¢logo, al entendimiento o a la tolerancia con las que intente maquillar su intransigencia.
Incurrir¨ªa en una flagrante contradicci¨®n si, tras todo lo dicho, finalizara se?alando con el dedo a alg¨²n sector ideol¨®gico en particular como representante privilegiado de las actitudes criticadas. Baste con decir, como cierre, que cada vez que alguien replica a un razonamiento que le incomoda con un ¡°esto es lo mismo que dice...¡±, y aqu¨ª el nombre m¨¢s en las ant¨ªpodas posibles del interlocutor (con la obvia pretensi¨®n de dejar en evidencia sus contradicciones), est¨¢ haciendo exhibici¨®n precisamente de aquello que har¨ªa mejor en esconder, a saber, su incapacidad de pensar por cuenta propia, al margen de consignas.
Manuel Cruz es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa Contempor¨¢nea en la UB.
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