Vida ¡°feliz¡± en la aldea del terror
Margo Pool, viuda del holand¨¦s muerto a manos de un vecino en Pet¨ªn, seguir¨¢ sola con su reba?o, conviviendo con la familia rival: ¡°Si me voy, ellos ganar¨ªan la guerra"
La noche pasada hubo dos partos en Santoalla do Monte. Uno fue m¨²ltiple, y la madre se las apa?¨® sola para traer al mundo sus mellizos ladera arriba, oculta entre los ¨¢rboles, ajena al riesgo constante de los jabal¨ªes y los lobos que siempre que pueden, en esta aldea, se zampan a los beb¨¦s. La otra parturienta, en cambio, necesit¨® asistencia m¨¦dica; el ¨²nico hijo que tra¨ªa ven¨ªa atravesado y acab¨® muriendo.
En este lugar desmoronado y rec¨®ndito del municipio ourensano de Pet¨ªn los alumbramientos no son noticia. Se repiten un d¨ªa y otro, a pesar de que los moradores que oficialmente se mueven por aqu¨ª son un matrimonio octogenario, una mujer holandesa de 61 a?os que ha quedado viuda, el homicida confeso (desde el d¨ªa 2 en prisi¨®n) que le dio ese estado civil y un ganadero con orden de alejamiento respecto de la extranjera y del propio pueblo. En Santoalla do Monte, quienes dan constantes se?ales de renovaci¨®n y vida no son los humanos, sino las vacas de carne del vecino que vive apartado del lugar por orden judicial (y recurre a un conocido para atenderlas). Y, sobre todo, las cabras que cr¨ªa Margo Pool, una oficinista de ?msterdam que en 1990 se cas¨®, pidi¨® el finiquito y en un largo viaje por Europa empez¨® a buscar con su pareja, Martin Verfondern, ¡°el aire m¨¢s puro y el agua m¨¢s limpia¡± para vivir el resto de sus vidas.
Verfondern, que ahora tendr¨ªa 57 a?os largos, muri¨® supuestamente por un disparo de Carlos Rodr¨ªguez, discapacitado ps¨ªquico, el 19 de enero de 2010. Y todo porque la justicia, una y otra vez y pese a los sucesivos recursos de la familia nativa del pueblo, daba siempre la raz¨®n al matrimonio for¨¢neo, que reclamaba sus derechos sobre 350 hect¨¢reas de monte comunal. Hoy, las vacas de Julio, hermano del homicida encarcelado (hijos ambos de los ancianos que habitan la otra ¨²nica casa que sigue echando humo por la chimenea), comen con las cabras de Pool la misma hierba que nace de esta tierra disputada.
La viuda sabe que la historia de Verfondern, el holand¨¦s que adivin¨® su muerte violenta y dedic¨® su ¨²ltimo a?o de vida a recabar pruebas de lo que ¨¦l llamaba ¡°terrorismo rural¡±, ha traspasado fronteras. Es consciente, tambi¨¦n, de que la gente se pregunta c¨®mo es posible que ella siga compartiendo sola con sus enemigos una aldea abandonada hace d¨¦cadas, apartada de todo, donde las ruinas que dejaron atr¨¢s casi 50 familias se desploman como fichas de domin¨® cuando azota el mal tiempo. ¡°No tengo miedo, y aqu¨ª soy feliz¡±, explica. ¡°Martin vive en mi coraz¨®n, est¨¢ presente. Esta vida era nuestro proyecto y a m¨ª me toca seguir con ella. Adem¨¢s, si me fuera, ellos ganar¨ªan esta guerra por la que muri¨® mi marido¡±. La sentencia judicial definitiva a su favor sobre los derechos del monte lleg¨® poco despu¨¦s de que Verfondern desapareciese sin dejar huella.
Hasta septiembre pasado, cuando el forense confirm¨® la identidad de los huesos hallados en junio en un pinar de A Veiga, esta vecina de Santoalla ni siquiera era legalmente viuda. Le entregaron los restos dentro de una caja de cart¨®n. ¡°Para m¨ª fue todo muy raro. Nunca me hab¨ªa imaginado que iba a cavar yo misma el agujero para enterrar a mi marido¡±. Lo poco que dejaron las alima?as y cuatro a?os de intemperie reposa de momento en el diminuto camposanto del lugar bajo una losa de pizarra y una mimosa que se ha adelantado y est¨¢ a punto de florecer. Comparte el cercado con una docena de sepulturas descuidadas que quedaron atr¨¢s con la emigraci¨®n masiva.
¡°A Martin le sobrevivieron su madre y tres hermanos. Ellos quieren llev¨¢rselo para incinerar, y luego repartir las cenizas entre Alemania [su pa¨ªs natal], Holanda [donde se nacionaliz¨® despu¨¦s de escapar de casa a los 17 a?os para no cumplir el servicio militar], y Pet¨ªn¡±. ¡°En realidad, a ¨¦l no le importaba mucho lo que hiciesen con su cuerpo una vez muerto. Estar¨¢ aqu¨ª y all¨¢, tambi¨¦n en A Veiga [donde el homicida, seg¨²n cree la Guardia Civil con al menos un colaborador, escondi¨® su cad¨¢ver y su coche]. Pero su esp¨ªritu estar¨¢ aqu¨ª siempre¡±, insiste su compa?era.
Cuando al fin se esparzan las cenizas, Margo Pool planea clavar en el campo delante de casa, mirando al valle inmenso que se abre ante su balc¨®n azul, el letrero que ¨¦l le pidi¨®: ¡°Aqu¨ª crece Martin, el holand¨¦s de Pet¨ªn¡±. El cartel seguramente lo tallar¨¢ Jos¨¦, un silencioso voluntario de melena blanca que lleg¨® a Santoalla con el programa internacional de agricultura ecol¨®gica en el que se meti¨® Verfondern tiempo antes de morir. Este asturiano, que ayuda en los trabajos del campo, vive en una caravana desde hace dos a?os y, de momento, no parece tener planes de marcharse.
¡°Yo tambi¨¦n quiero morir aqu¨ª, pero a mi hora¡±, comenta la viuda de Martin Verfondern caminando por una de las calles que han quedado sepultadas bajo las piedras de unas casas vencidas por el olvido. ¡°Lo que no s¨¦ es c¨®mo me defender¨¦ si me falla la vista¡±, sigue, ¡°del ojo izquierdo ya no veo: se me desprendi¨® la retina, me oper¨¦ tres veces, pero nada. Ahora me preocupa el otro¡±.
En realidad, Pool est¨¢ tan adaptada a su vida en compa?¨ªa de las cabras como atrapada en Santoalla por unas circunstancias imposibles de vencer. ¡°Yo no me quiero ir, no me ir¨ªa por nada del mundo; pero lo cierto es que tampoco puedo¡±, reconoce la cabrera. ¡°No podr¨ªa cambiar porque no tengo dinero¡±. Ella y Martin, de profesi¨®n en Holanda electricista, invirtieron todo su capital en comprar la casa abandonada donde se instalaron para fundar su nueva vida en 1997. Desde entonces, subsistieron trabajando de temporeros y vendiendo sus cabras. Hoy ella cobra de su pa¨ªs una prejubilaci¨®n (¡°soy una de las ¨²ltimas holandesas que la consigui¨® antes de que la quitasen¡±, asegura sonriendo), ¡°pero es muy poco dinero¡±, y luego redondea con lo que saca de los cabritos. Estos d¨ªas la llaman mucho, por los banquetes de Navidad: ¡°A m¨ª me dan pena, evito matarlos yo, pero tengo que vivir¡±, dice. Si quisiera irse, no podr¨ªa porque su patrimonio ¡ªsu casa y dos ruinas m¨¢s en Santoalla¡ª no tienen comprador. Adem¨¢s, no le queda m¨¢s familia que su madre, Ani, de 89 a?os, a la que va a visitar por estas fechas y ¡°por su cumplea?os, el 5 de junio¡±. Sus hermanos murieron de forma prematura, como Martin. El mayor, hace tres a?os, le dej¨® en herencia los ahorros que ten¨ªa. Se pudo comprar al fin una peque?a furgoneta y una cocina de hierro con la que ya no pasa fr¨ªo.
Las visitas del homicida
En Santoalla las cabras se cr¨ªan en libertad. Saltan entre las ruinas o pasan el d¨ªa en el monte. Desde que los forasteros compraron sus primeras hembras y su primer macho, Cor, este reba?o (que nunca anda en reba?o) fue medrando lentamente y ahora lo forman 47 animales adultos y 17 cr¨ªas. Todas, desde que nacen, tienen nombre propio y su due?a les da biberones de refuerzo. La leche que le sobra se la sirve a los canes de la familia rival, que van a comer a su casa "porque siempre tienen hambre". Antes de llegar a Pet¨ªn, Pool no hab¨ªa tenido animales, y nunca, desde entonces, los ha tratado a golpes. Con las cabras, lo que emplea es paciencia. El d¨ªa antes del parto se lo pas¨® preocupada por la madre que abort¨®. "Con las cabras no me aburro. Me gustan much¨ªsimo porque son imprevisibles".
Con sus vecinos hace mucho que no se cruza. Eso es posible porque un atajo lleva a su casa sin pasar por la entrada de la aldea, donde est¨¢ la de O Gafas, el ya casi ciego patriarca de los Rodr¨ªguez. Su hijo Carlos, el presunto homicida, es el ¨²nico que se sigui¨® presentando en casa del muerto, escopeta al hombro, tras el crimen.
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