La tristeza hedonista
Los londinenses son una m¨¢quina perfecta para el baile que ha sabido enriquecer la f¨®rmula con una voz m¨¢s bien afligida
Monarchy es una de esas bandas con tanta singularidad esc¨¦nica como para que podamos dejarnos llevar por las apariencias. Para lo bueno y lo malo: su presencia es peculiar, original y atractiva, pero no nos olvidemos por ello de que hay hueso que roer bajo tal fachada. Nos encontramos el s¨¢bado en un casi abarrotado Teatro Barcel¨® con un Andrew Armstrong que escond¨ªa a medias su mirada tras un antifaz negro transl¨²cido, mientras el l¨¢nguido Ra Black embadurnaba la mitad superior del rostro con pintura blanqu¨ªsima y, en un segundo t¨¦rmino, el bater¨ªa ocultaba la barbilla bajo un pa?uelo de bandolero bastante menos sofisticado. Existe una est¨¦tica y una ambici¨®n fotog¨¦nica, sin duda, pero los londinenses ni se molestan luego en retratarse en las portadas de sus ¨¢lbumes. Prefieren seguramente que les recordemos como lo que son: una imparable m¨¢quina de bailar.
Buscarles comparaciones con Depeche Mode o Pet Shop Boys constituye a d¨ªa de hoy un disparate osado, pero tampoco podemos poner en duda su solvencia manifiesta entre las nuevas generaciones del pop con sintetizadores. Lo evidenciaron desde su primera toma de contacto, ese Dancing in the corner que brota prudente y contenido, pero va cogiendo cuerpo hasta estallar en un euf¨®rico estribillo con falsete. Es solo un aviso: les sobra munici¨®n para invitar a las convulsiones en la pista y convertir la Plaza de Barcel¨® en un trasunto cuasi ibicenco. El segundo trallazo, Love get out of my way, era un arrebato descarado de dance con dos palmitas al final de cada frase. Y as¨ª, durante otra docena de temas y 70 minutos sin descanso, al menos para la abundante chavaler¨ªa que demostr¨® una adecuada cualificaci¨®n muscular a la hora de afrontar el reto.
La proporci¨®n de m¨²sica pregrabada era abundante, pero nos hemos acostumbrado a que tan peque?o detalle no parezca tenerse muy en cuenta en estas ocasiones. As¨ª las cosas, es la garganta del rubio y p¨¢lido Ra Black, el hombre con esmoquin negro y entallado de hechuras casi juglarescas, el principal activo de la banda sobre el escenario. Black atesora una voz templada y afligida, recurre con insistencia a unas notas agudas impregnadas de melancol¨ªa y recuerda a un payaso triste con ese blanqu¨ªsimo maquillaje facial. Y puede que en ese contraste entre las connotaciones de tristeza y la intensa vocaci¨®n hedonista del repertorio radique lo mejor de Monarchy.
El vestuario puede traernos a la memoria a Visage (justo en la semana en que perdimos al que fuera su l¨ªder, Steve Strange) y el falsete, del que a veces se abusa, constituye un gui?o a Scissor Sisters y una puesta al d¨ªa del legado de Jimmy Somerville en The Communards o, a¨²n mejor, Bronski Beat. Las composiciones son vigorosas, aunque algo reiterativas en sus estructuras in crescendo. Y existe cierto margen para la sorpresa, como la emoci¨®n casi desnuda de Almost human, con la voz muy procesada, y ese p¨¢lpito de rhythm & blues gracias al que The beautiful ones no queda muy lejos de aquel Teardrops de Womack & Womack.
A partir de Floating cars, el alborozo fue desaforado y Disintegration demostr¨® ser un salvaje artefacto de baile, incluso en ausencia de Dita von Teese. Y as¨ª se prolong¨® el fiest¨®n: inapelable, divertido y manifiestamente arco¨ªris, con Armstrong regal¨¢ndose selfies y achuchones entre el p¨²blico y la ebullici¨®n gan¨¢ndole la partida a la tristeza. La de mensajes como You don¡¯t want to dance with me o la que produc¨ªa una versi¨®n tan ap¨®crifa del Lithium de Nirvana.
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