Elogio del pol¨ªtico
El intelectual y el pol¨ªtico se deben a distintas lealtades. Quien ejerce el poder debe ser muy cauto con el ensue?o radical
Tras un siglo tan escarmentado como el XX no hay duda de que el mal reside en los laboratorios de ideas y programas de redenci¨®n, en las c¨¢balas lujuriosas de cerebros privilegiados abstra¨ªdos de la realidad y absorbidos por sus propias energ¨ªas proyectivas. El intelectual informado e imaginativo, a menudo superdotado, ha sido con frecuencia el titiritero invisible de masas enfervorizadas que ignoraban la fuerza de los hilos y apenas sospechaban que detr¨¢s de sus pasiones y movilizaciones hab¨ªa unas cuantas cabezas tronadas y a menudo tronantes.
La semilla del mal global, y del mal concreto y perfectamente descriptible, ha estado largamente asociada al oficio de pensar cuando ese oficio entra en zona de vicio y narcisismo, de prepotencia y megaloman¨ªa redentora. Nos tranquiliza pensar que fueron siempre otros los intelectuales tocados por la vara m¨¢gica de la causa justa y total e incluso tendemos muchos a disculpar sus muchas culpas en raz¨®n del uso err¨®neo o la instrumentalizaci¨®n perversa de ideas limpias, puras y nobles.
Bajo ese nuevo disfraz exculpatorio, la culpa entonces se desplaza por un plano inclinado de miserias y reprobaciones contra el pol¨ªtico como aut¨¦ntico responsable de la adulteraci¨®n de los buenos prop¨®sitos intelectuales del hombre ¨¦tico y visionario, convincente y convencido. Ortega lo medit¨® muy bien en un momento decisivo de su propia biograf¨ªa, hacia 1924, cuando qued¨® fuera de juego temporalmente a causa del golpe de Estado de Primo de Rivera en septiembre de 1923 y el nuevo directorio militar que gobern¨® hasta 1930. Ortega empez¨® a fraguar su an¨¢lisis de las distintas lealtades a las que se deben el intelectual y el pol¨ªtico. El pretexto de su reflexi¨®n fue Mirabeau, pero el agente activo del f¨¢rmaco estaba ya en su cabeza desde tiempo atr¨¢s. Se trataba de no reclamarle al intelectual los deberes del pol¨ªtico ni juzgarlo en funci¨®n de la ejecuci¨®n pr¨¢ctica de sus ideas. Pero, sobre todo, exig¨ªa que no esper¨¢semos del pol¨ªtico la lealtad ideol¨®gica que presumimos al intelectual: sus oficios son complementarios quiz¨¢, pero sin duda tambi¨¦n antag¨®nicos.
El diagn¨®stico de Ortega no era tan c¨ªnico como pragm¨¢tico y dejaba la pelota en el tejado del maligno pol¨ªtico de forma demasiado f¨¢cil. Su amoralidad se legitima a partir de la definici¨®n de los deberes de su oficio: el poder, la conquista del poder, la preservaci¨®n del poder. La semilla del mal empezaba ahora a estar claramente instalada en el lado del pol¨ªtico y sus estrategias trileras mientras que al intelectual lo cubrir¨ªa pronto una leve gasa trasl¨²cida de bondad y nobleza incontaminada del sucio af¨¢n del poder y los poderosos.
Dejar hablar sin tasa al intelectual, sensato o iluminado, mientras el pol¨ªtico escucha y digiere sin perder el control de los mandos del aparato
En las revueltas de esta espiral interminable, las condiciones materiales de formaci¨®n y educaci¨®n en Europa propician la dignificaci¨®n de la pol¨ªtica y sus acuerdos con los intelectuales, y todos a una estamos a favor porque el que m¨¢s y el que menos luce de intelectual por cualquiera de las m¨²ltiples v¨ªas de intervenci¨®n social de la opini¨®n, en caracteres cortos y luminosos o en carteles pintados o en libracos solventes e interminables. Y una vaga conformidad aureola a la opini¨®n por llegar por fin al centro de nuestras responsabilidades, comprometernos con el mal de la pol¨ªtica y plantar una semilla diferente en ¨¦l.
Y empezamos a temblar, o yo empiezo a temblar, porque el escarmiento ha sido largo y hondo, porque escritores de la talla ¨¦tica de Albert Camus ha habido pocos y porque la espiral de la pol¨ªtica y el intelectual se enreda sin remedio cuando el poder est¨¢ cerca y la capacidad de decidir tambi¨¦n.
Entonces empieza el ensue?o de un mundo mejor o, m¨¢s modestamente, empieza el turno del equipo intelectual sin mando directo que aconseja a un pol¨ªtico con aptitud y formaci¨®n intelectual. La ecuaci¨®n mod¨¦lica parece por fin al alcance de la mano, transformada en un ten con ten inteligente entre uno y otro, conscientes ambos de las funciones respectivas, pactadas, asumidas e incluso blindadas: dejar hablar sin tasa al intelectual, sensato o iluminado, mientras el pol¨ªtico escucha y digiere sin perder el control de los mandos del aparato y sin ceder tampoco sus propias armas intelectuales.
Ese pol¨ªtico es quiz¨¢ el pol¨ªtico ¨®ptimo de la democracia, tan cauto con el ensue?o radical (porque es verbal) como aprensivo con el poder de los mandos que tiene en sus manos. La semilla del mal (que es la irresponsabilidad) se agosta y pudre porque el af¨¢n del intelectual se reconduce con el af¨¢n del pol¨ªtico, con sus c¨¢lculos t¨¦cnicos y t¨¢cticos de efectos y consecuencias. Y entonces decide, y vuelve a decidir, y se desdice y se corrige, porque esa es su funci¨®n: administrar el arte de gobernar so?ando (pero s¨®lo so?ando) con un bien mayor mientras se blinda cautelosamente contra la propensi¨®n arcaica a la fantas¨ªa y rum¨ªa una y otra vez el sue?o del bien, sin rastro de la petulancia del redentor enfrentado con la lanza al drag¨®n.
Jordi Gracia es profesor y ensayista
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