La pitada
Un s¨ªmbolo por imperativo legal deja de serlo, porque es la adhesi¨®n libre lo que le da legitimidad
Cuando 90.000 personas silban el himno nacional en un partido de f¨²tbol, cuando es ya un ritual que se repite en citas deportivas parecidas, lo m¨¢s razonable es preguntarse: ?por qu¨¦ ocurre? Puesto que la respuesta escuece, en Espa?a se prefiere pasar directamente a la condena y la amenaza de sanciones. Mal asunto cuando la adhesi¨®n a los signos nacionales ha de imponerse por ley. A m¨ª las banderas y los himnos m¨¢s bien me producen tristeza, porque se disfrazan de gloria pero est¨¢n demasiado manchados de sangre y de impunidad. Pero, la precariedad de la condici¨®n humana requiere de estos rituales y muchos ciudadanos los sienten como propios. La identificaci¨®n con los s¨ªmbolos ha de ser una consecuencia espont¨¢nea del sentimiento de pertenencia a una comunidad. Si hay que sancionar el desapego para obligar a respetarlos es que algo no funciona. Un s¨ªmbolo por imperativo legal deja de serlo, porque es la adhesi¨®n libre lo que le da legitimidad.
Sin duda, en Espa?a hay ciudadanos que se emocionan con la bandera y con el himno, otros que a¨²n reconoci¨¦ndolos los viven con indiferencia, y tambi¨¦n aquellos a los que les tienen sin cuidado, pero hay adem¨¢s un n¨²mero importante de personas, especialmente en Catalu?a y el Pa¨ªs Vasco, que no los sienten como propios porque se identifican con otros himnos y con otras banderas e incluso algunos ¡ªbastantes decenas de miles como se vio el s¨¢bado¡ª que los rechazan porque viven su presencia como una imposici¨®n externa a su comunidad de pertenencia. La querella de los silbidos es una expresi¨®n de unos desencuentros no resueltos. Es, por tanto, una cuesti¨®n pol¨ªtica, no judicial.
Para algunos, la pitada expresa el fracaso del Estado de las autonom¨ªas que no ha sabido imponer una simbolog¨ªa compartida; para otros el problema viene de mucho m¨¢s lejos y est¨¢ en las distintas conciencias nacionales inscritas en la piel de toro. El modelo territorial y la estructura del Estado est¨¢n en discusi¨®n y la pitada es una manifestaci¨®n m¨¢s de este conflicto. En vez de afrontarlo, la derecha apela al imperio de la ley. El Gobierno hace el rid¨ªculo divulgando una nota pat¨¦tica sobre los intolerables silbidos. Y los responsables pol¨ªticos, desde el ministro de Justicia hasta el secretario de Estado de Deportes, hablan de sanciones y de responsabilidades. ?Sancionar a 90.000 personas? ?Buscar organizadores culpables para aliviarse con la siempre est¨²pida teor¨ªa conspiratoria? Afortunadamente, la justicia ya estableci¨®, en ocasi¨®n de otra pitada, que la libertad de expresi¨®n prevalece sobre el honor de los s¨ªmbolos. La v¨ªa judicial no tiene recorrido y las sanciones deportivas s¨®lo servir¨ªan para alimentar el victimismo.
Dejemos a beneficio de inventario la nota del Gobierno pidiendo la intervenci¨®n de la Comisi¨®n Antiviolencia o las palabras de Rafael Hernando, portavoz del PP, tratando de enfermos a los que silbaron, y vayamos al terreno de la pol¨ªtica. En tres planos. Primero, la pitada es un episodio m¨¢s de la llamada cuesti¨®n soberanista. La respuesta descalificatoria y punitiva no resuelve nada. ¡°La pitada es un himno¡±, dice el Roto. Efectivamente, y responder a ella con palabras ofensivas s¨®lo sirve para otorgarle la misma dimensi¨®n simb¨®lica que el himno que se quiere defender.
Segundo, el soberanismo catal¨¢n se ha movido siempre en el ¨¢mbito de la legalidad, la democracia y el civismo. La pitada no es una contribuci¨®n a su buena imagen. El que enarbola banderas debe respetar las ajenas si quiere que lo sean las suyas. Y si se quiere ganar complicidades entre los ciudadanos espa?oles, la pitada no es el mejor camino. Interpretar los himnos catal¨¢n y vasco habr¨ªa sido un gesto de distensi¨®n que habr¨ªa limitado la bronca. Pero para las autoridades espa?olas este reconocimiento ser¨ªa una concesi¨®n inadmisible. Tercero, una vez m¨¢s el presidente Rajoy ha demostrado su cobard¨ªa. La pitada estaba anunciada. Y no tuvo el coraje de dar la cara. Dej¨® que el Rey se la comiera s¨®lo.
Mientras el problema pol¨ªtico subyacente a la pitada no se afronte, el ritual volver¨¢ cada vez que el Bar?a juegue una final con himno espa?ol. El Gobierno solo tiene una respuesta: amenazar con sanciones y anunciar un endurecimiento de la ley. Por este camino, tenemos pitada asegurada, por los siglos de los siglos.
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