Suede, emperador del Dcode
Brett Anderson imparte una lecci¨®n de carisma y teatralidad a los festivaleros m¨¢s noct¨¢mbulos
Al borde mismo de la medianoche del s¨¢bado al domingo, cuando unos coros eclesi¨¢sticos dejaron paso a un no menos solemne Brett Anderson, empez¨® a quedar claro que la quinta edici¨®n del Dcode hab¨ªa encontrado finalmente a uno de sus grandes protagonistas. El hombre fuerte de Suede ejerce de artistazo hasta para saludar, cruzando los pies y extendiendo los brazos como un emperador, y la vigencia de su imperio del manierismo abarca ya veintitantos a?os sin que apetezca ni un poquito embarcarse en una guerra de sucesi¨®n.
Negro es el color del pathos y la grandilocuencia, porque Anderson se nos puso solemne en la Ciudad Universitaria hasta para dar palmaditas y menear las nalgas. El luto era extensivo en el c¨®digo de vestuario a todo el quinteto brit¨¢nico, pero ni siquiera la espectacular guitarra t¨®rrida de Richard Oakes desv¨ªa la atenci¨®n en torno a Brett y sus saltos espasm¨®dicos, sus latigazos con el cable del micr¨®fono, esos pavoneos de divo con muchos trienios en el cargo. Su derroche de seducci¨®n colectiva desemboc¨® incluso en besamanos con los fieles de primera fila durante el postrero Saturday night, pero antes hubo tiempo de urdir descargas perfectas de adrenalina (Trash, The drowners, Can¡¯t get enough), adular a los m¨¢s sabiondos (Killing of a flashboy, una fabulosa cara B) y hasta estrenar un melodrama lent¨ªsimo, I can¡¯t give her what she wants, solo con guitarra y voz. Pareci¨® un apa?o balad¨ªstico convencional, aparte de un frenazo brusco cuando ya nos encamin¨¢bamos hacia el cl¨ªmax, pero lo perdonamos por lo que significa: tras su inesperada resurrecci¨®n con Bloodsports (2013), nuestros contempor¨¢neos reyes del glam parecen dispuestos a repetir visita al estudio.
Muchos de los que se hab¨ªan desga?itado a las once con Supersubmarina (Jos¨¦ Chino, desprovisto de sus kilos de barba, vuelve a parecer un veintea?ero) recobraron fuerzas y posiciones gracias a Izal, una banda artesanal y meritoria que est¨¢ sacando petr¨®leo de su po¨¦tica pomposa, la voz robusta de Mikel Izal y un pop-rock ocasionalmente ¨¦pico, aunque de f¨¢cil ingesta. Inauguraron la noche con Copacabana, notable y elaborado tema titular del que habr¨¢ de ser su tercer ¨¢lbum, pero los dem¨¢s estrenos se antojaron bastante m¨¢s sospechosos. Sobre todo Hacia el norte, que intenta desligarse del permanente influjo de Vetusta Morla para recalar en una grandilocuencia sin matices, como unos anodinos H¨¦roes del Silencio. Los seres que me llenan promete mucho m¨¢s con sus cambios de intensidad y una letra ardorosa, pero acaba encallando en un ep¨ªlogo instrumental de blandenguer¨ªa inexplicable. Por fortuna, los amuletos m¨¢s cotizados del repertorio, desde Qu¨¦ bien a La mujer de verde, permitieron arreglar el balance final de cuentas.
En un festival con 26.000 asistentes (este ha sido el segundo a?o de los cinco, junto a 2013, en que se finiquitaron las entradas) nunca escasean los adeptos de cada nuevo oficiante. Puede que Foals a¨²n no sean en Espa?a tan grandes como su jefe de filas, el hirsuto Yannis Philippakis, cree merecer, pero el reloj enfilaba hacia las tres de la noche y a la hinchada no le flojeaban las piernas para seguir brincando. Al quinteto de Oxford le priva la ambici¨®n, un empe?o saludable en un universo superpoblado de artistas de medio pelo, y el recient¨ªsimo What went down incrementa seguramente sus opciones para terminar reventando estadios. Abrieron boca con Snake oil, una pieza espesa y saturada que les coloca no muy lejos de ese sonido con el que The Black Keys se han convertido en el grupo de masas m¨¢s inopinado del siglo XXI, y Philippakis sac¨® lustre a su registro agudo con otro estreno excelente, Mountain at my gates. Pero algunas joyas a?ejas parecen a¨²n dif¨ªciles de superar, como el chispazo new wave que anida en My number o ese fascinante himno in crescendo que es Spanish Sahara. As¨ª que al griego barbudo no le qued¨® m¨¢s narices que desga?itarse junto a las primeras filas para dar cuenta de What went down, dispuesto como estaba a disputarle a Brett Anderson el cetro del carisma. Por ahora no se ha producido el sorpasso, pero todo se andar¨¢.
Quedaba a¨²n el definitivo teatrillo carnavalero de Crystal Fighters, una formaci¨®n que arrasa entre su abultada parroquia desde el minuto uno pero que parece una tribu de chiste, unos hare krishnas de mentirijilla para una pel¨ªcula de ?lex de la Iglesia. Contextualicemos: nos hab¨ªan dado ya las cuatro de la madrugada, algunas sufridas extremidades inferiores acumulaban doce horas ininterrumpidas de servicio y en esas circunstancias tampoco ser¨ªa cosa de apostar por un cantautor de porte torturado. Pero la rave tribal de estos londinenses con antepasado navarro parece siempre perfilada a brochazo limpio. Sus uoooh oooh oooh oooh quieren resultar enrollados y efervescentes, pero hace cuatro d¨¦cadas habr¨ªan servido para un anuncio de un refresco de cola. Y no era esa la efervescencia que pretend¨ªamos, se supone. Con todo, hubo momentos reconfortantes (Bridge of bones y su inesperada p¨¢tina de soul blanco) y la sensaci¨®n de que el Dcode, aun no habiendo vivido su mejor entrega, es ya ese festival consolidad¨ªsimo que tanto hab¨ªa echado en falta la ciudad.
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