¡®¡®Ara torn¡± a la mallorquina
En una tierra fragmentada, rota y limitada por fronteras de nadie en todas partes, afirmarse es necesario
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Algunos isle?os, a veces, al llegar a un lugar saludan a su interlocutor, amigo o familiar, con un ¡°ara torn¡±, ¡°ahora vuelvo¡±, ¡°me voy ya¡±. Son palabras que chocan y suenan raras a los ajenos, pero que asumen los que est¨¢n en el secreto de la costumbre nacida de la confianza, en la jerga cifrada de psicolog¨ªa de la tribu.
Es lenguaje verbal con injertos y mutaciones, cuesti¨®n de c¨®digos, tradici¨®n y costumbre. As¨ª, los contrabandistas, hu¨ªan y enga?aban a los carabineros que les daban el alto porque cambiaron en el cerebro de sus caballos el sentido de las voces de ¨®rdenes; cruzaban el significado de las palabras. Dec¨ªan ¡°ou!¡± (?para!) a la bestia pero en realidad le ordenaban que se pusiera a toda marcha, que huyera. El ¡°arri¡± (venga,) era parar. Arte del enga?o y disimulo del contrabandista que as¨ª no desobedec¨ªa a los agentes.
Los hombres de fuerza, arrieros de sacos de tabaco, llevaban un cencerro de oveja. Entre sombras, un negocio y ruido rural de noche, un reba?o. En la oscuridad, en los senderos, los camiones estibados de tabaco usaban una sola luz para simular que circulaba una moto.
Curas y monjas iban de escoltas y garantes de los viajes clandestinos de partidas de contrabando, bendec¨ªan y proteg¨ªan con inter¨¦s el capital. Camuflaban y distra¨ªan. Bajo sotanas y h¨¢bitos se hicieron comercios a escondidas y en campanarios y jardines de conventos de clausura se dio resguardo y dep¨®sito de partidas. ¡°Hacer contrabando no es pecado¡±, dijo el obispo de Mallorca en los a?os 60; era contravenir la ley, burlar el monopolio del Estado, el estanco.
Disimular, decir cosas verbalmente obtusas, cortar frases cubistas o dar giros surrealistas es un juego de manos y complicidades, en una suerte de inteligencia, un recurso para una supervivencia de aislados e isl¨®manos.
Los mallorquines, distintos y distantes, empeque?ecidos y seguros, son gente que fuera de su casa ¡°pasan pena¡±, muestran recelos y temores. Quiz¨¢s exacerban el sentido de la responsabilidad, se posicionan ante los dem¨¢s, dudan, hacen de la discreci¨®n la norma. No se esconden tras una roca ni se expresan siempre calmosos.
Ante todo, lejos de casa los nativos temen pasar fr¨ªo, son frioleros. A menudo tienen las manos y los pies helados. Dentro de sus viejas casas-nevera se conservan los muebles de caoba y se cultiva el reuma para habitantes de viviendas umbr¨ªas.
En verano tienen calor y esquivan el sol del mediod¨ªa. No suelen ser mirones, cuando se van ya vuelven y miran de lado a ver qui¨¦n viene. Si invitan en su domicilio, los humildes temen que no haya comida y bebida suficientes; generalmente siempre sobra, pero no se malgasta, se obsequia y recicla en boca.
En una tierra fragmentada, rota y limitada por fronteras de nadie en todas partes, afirmarse es necesario. En las escrituras y registros de propiedad de fincas litorales, constan los l¨ªmites y linderos internacionales y abstractos. As¨ª se dice que los puntos m¨¢s cercanos son, al sur, la costa de ?frica; al este de la isla de Cerde?a, por ejemplo. La gran mar, Argelia, o lo que sea.
Los instantes de cambio, finales, son los m¨¢s inquietantes y, tambi¨¦n, un punto y aparte. El periodista se va de mudanza. Ahora para, tal vez por un por un tiempo esa cr¨®nica, que era la contra o la ¨²ltima. Con cari?o y complicidad: ¡°Ara torn¡±.
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