El sable de Corso
Lleg¨® a la Redacci¨®n en una gran caja alargada de cart¨®n. Ya se ve¨ªa que no eran libros. Pit¨® con intensidad al pasar el detector de metales. Lo desembal¨¦ ¡ªcasi podr¨ªa decir que lo desenvain¨¦¡ª con manos temblorosas por la excitaci¨®n. Era un sable magn¨ªfico, ?un pedazo de sable! Todas las miradas se apartaron de las pantallas al ver c¨®mo lo esgrim¨ªa, lo levantaba por encima de la cabeza, paraba, fintaba y tiraba feroces tajos al aire. El arma pas¨® de mano en mano y nos alegr¨® ¡ªpeligrosamente en alg¨²n caso¡ª la tarde. Era un regalo de un buen amigo ¡ªpongamos que se llama Corso¡ª. ¡°Es una pieza recia, de verdad, para luchar, para dar sartenazos a caballo, no para posturitas¡±, me explic¨® luego. ¡°Un sable de combate, chaval¡±.
Es cierto que daba miedo verlo. Con su patina oscura y las marcas evidentes de haber sido usado en batalla. Melladuras en el filo. No costaba imaginarle una historia de arrojo y violencia. Pero, por si acaso, el arma ven¨ªa acompa?ada de una ficha: ¡°Sable de caballer¨ªa modelo 1860, fabricado en Toledo en 1870, cazoleta de acero curva a la prusiana que sustituy¨® al modelo de gavilanes a la francesa de 1840. Hecho para tajar en choques de caballer¨ªa, ha sido uno de los sables m¨¢s s¨®lidos y veteranos de la caballer¨ªa espa?ola. Es el sable que usaron los jinetes espa?oles en los campos de batalla de la tercera guerra carlista, la guerra de Filipinas y la guerra de Cuba¡± (anot¨¦ mentalmente que no eran conflictos muy esperanzadores). ¡°Un sable glorioso y lleno de historia¡±. Me pregunt¨¦ si merec¨ªa yo un arma as¨ª y, no menos angustiosamente, d¨®nde iba a ponerla.
Al acabar la jornada me llev¨¦ el sable a casa en la moto, deseando por una vez que me parara la Guardia Urbana. Se iban a enterar los esbirros del cardenal. En casa intentaron atemperar mi entusiasmo sin conseguirlo. ¡°Un sable, justo lo que nos hac¨ªa falta¡±. Me pas¨¦ la cena emulando a Feraud y pronto me dejaron solo. Tras muchas pruebas coloqu¨¦ el sable junto a mi r¨¦plica de la Victoria Cross (VC) y el salacot modelo Omdurman. Quedaba de cine. En un momento de inspiraci¨®n fui al dormitorio a coger el Smith & Wesson de mi abuelo, regres¨¦ al sal¨®n, me puse el salacot, me coloqu¨¦ la medalla, empu?¨¦ el revolver en una mano y el sable en la otra. Era la reproducci¨®n viviente exacta del monumento a Walter Hamilton (VC) que se exhibe en el Museo del Ej¨¦rcito de Chelsea.
Hamilton fue trinchado por los afilados tulwar de los ghazis afganos en la defensa de la Residencia de Kabul en 1879. La estatua muestra al bravo teniente de los Gu¨ªas instantes antes de que lo hicieran pedazos, pedazos heroicos, eso s¨ª. Un ejemplo de resoluci¨®n y coraje. Observ¨¦ mi reflejo en la puerta de la terraza. Daba el pego. Parec¨ªa la materializaci¨®n de un poema de Kipling. Pas¨¦ un buen rato inm¨®vil en la noche silenciosa crey¨¦ndome capaz de afrontar cualquier cosa, incluso el d¨ªa siguiente, mientras el viejo sable refulg¨ªa, irradiando valor.
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