Supremacistas morales
Hablo de los pobres gatos callejeros, pero podr¨ªa poner muchos otros ejemplos de una superioridad moral que rechaza de forma furibunda cualquier cr¨ªtica y clama por silenciar al discrepante
Salgo a correr, subo por Dominicos, giro a la derecha por Cuatro Caminos, enseguida, antes del puente, junto a la reja del jard¨ªn de CosmoCaixa, all¨ª est¨¢n: docenas de gaviotas patiamarillas (Larus michahellis), pugnando por el pienso que un alma desazonada ha vertido en los comederos de una ¡°colonia controlada de gatos urbanos de calle¡± (es terminolog¨ªa oficial: de peque?o, cuando todav¨ªa no hab¨ªa gaviotas en la falda del Tibidabo y el edificio de CosmoCaixa era una residencia para ni?os dejados de la mano de Dios, ellos y yo habl¨¢bamos sin m¨¢s de gatos callejeros, tampoco hab¨ªa muchos). As¨ª, el pienso de gatos se lo comen las aves marinas urbanizadas. Pero el supremacista moral proh¨ªbe mezclar la (superior) regla moral de protecci¨®n a los gatos con las (impensadas) consecuencias de su aplicaci¨®n. La moral suprema se acata, no se discute jam¨¢s.
La ley y las normas morales hegem¨®nicas en Catalu?a imponen respeto a la vida y libertad del gato com¨²n europeo, una raza de cazadores (como yo, pero mucho mejores) indisputadamente antrop¨®gena. Los gatos callejeros no se pueden capturar para ser eventualmente sacrificados, sino que hay que cumplir un protocolo de ¡°captura, esteriliza y devuelve¡± (Trap-neuter-return, TNR) con el fin de controlar la poblaci¨®n. Los gatos no adoptables (un gato callejero no suele serlo), una vez capados y devueltos a su colonia, morir¨¢n de viejos, sin descendencia. La legislaci¨®n catalana, las ordenanzas del Ayuntamiento de Barcelona y las de otros municipios catalanes instrumentan esta pol¨ªtica, una de las muchas posibles, pero la ¨²nica admisible seg¨²n la moral animalista suprema. Discutirla, como voy a hacer ahora, justifica el exorcismo, pues solo se puede hablar (o escribir) de ella para ensalzarla, nunca para discutirla.
No soy partidario de sacrificar a los gatos callejeros, ni mucho menos de incumplir la ley. Pero de eso a montar por toda la ciudad una red de comederos servidos por voluntarios (y disfrutados por gaviotas y ratas) hay opciones intermedias. Sin embargo los poseedores de verdad moral superior proclaman su supremac¨ªa: no hay lugar para las inferiores.
La realidad es correosa y la naturaleza, nada amable. El gato es un cazador formidable de peque?os mam¨ªferos (en mi barrio, de ni?o, hab¨ªa muchas ardillas) y de p¨¢jaros (gorriones, por primer humilde ejemplo, tambi¨¦n mirlos, petirrojos, carboneros, o verdecillos). Entonces el desequilibrio es inevitable y hay perdedores. Adem¨¢s, la opci¨®n por la castraci¨®n de los gatos y la esterilizaci¨®n de las gatas es viable acaso en la ciudad, pero no en el campo, en el monte, en los parques naturales. En ellos es inevitable pensar en el cazador cazado, no solo castrado. Pero para el supremacista moral, tal pensamiento es impuro.
Sea como fuere, las trifulcas entre amantes de los p¨¢jaros y defensores de los gatos est¨¢n hasta en la literatura y la m¨²sica contempor¨¢neas. As¨ª, Walter Berglund, personaje de Libertad, la (sobrevalorada) novela de Jonathan Franzen, odia a los gatos (¡°soci¨®patas del mundo de las mascotas¡±) y act¨²a en brutal consecuencia. O el m¨²sico Morrissey (The Smiths: The Queen Is Dead) la ha emprendido contra la actual pol¨ªtica del gobierno australiano, el cual se propone atrapar y sacrificar en los pr¨®ximos cuatro a?os a dos millones de gatos cimarrones, en defensa de especies aut¨®ctonas casi desaparecidas (como el perico nocturno, Pezoporus occidentalis). Aunque no estoy puesto en la cuesti¨®n, defiendo que se ha de poder hablar sobre ella, mal que les pese a los supremacistas morales. Australia es una democracia seria, no un pa¨ªs dist¨®pico, fascista, o especiesista. Las pol¨ªticas de sus gobiernos, as¨ª como las de los nuestros, deber¨ªan poder ser debatidas (los gatos son carn¨ªvoros: ignoro si Morrissey alimenta a los suyos con piensos que no sean ni carne ni pescado).
El supremacista moral, en cambio, posee la verdad, cree (con sinceridad: es muy buena gente) que su moral es superior y que si nuestro pa¨ªs la adopta, autom¨¢ticamente se convierte en una cultura dotada de una moral superior a las (inferiores) de nuestros vecinos (estas cosas horribles de maltrato animal, dice, no ocurren ya en nuestro pa¨ªs). La autocomplacencia moral resulta estomagante, pero ah¨ª est¨¢: el inferior es siempre el otro, el vecino.
He puesto el ejemplo de los pobres gatos abandonados o criados en las calles de mi ciudad, pero podr¨ªa haber puesto muchos otros distintos. Hay supremacistas morales por doquier, pero todos ellos se parecen en su rechazo furibundo a la alegabilidad de posiciones distintas a las suyas. Invariablemente claman por silenciar al discrepante. Hasta que la realidad, siempre despiadada, se impone. A veces, demasiado tarde.
Pablo Salvador Coderch es catedr¨¢tico de Derecho Civil de la UPF.
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