Penitencia pasajera
Como penitentes en procesi¨®n, los turistas asumen la lenta peregrinaci¨®n de las colas constantes: la fila para las entradas a los museos, la cola de las comidas y los pasos lentos de todos los santos de bulto que ocupan el arroyo de las calles ahora alineadas no s¨®lo por feligreses y creyentes, sino tambi¨¦n por devotos ocasionales, laicos peregrinos y mirones circunstanciales. Ecualizaci¨®n de los deseos, los variables d¨ªas de la Semana Santa de todos los a?os ecumeniza ¨Cde una u otra manera¡ªel deseo compartido por la mayor¨ªa de los pr¨®jimos: aliviar los dolores del alma, sean del esp¨ªritu pecador arrepentido o del viajero cansado que s¨®lo busca una hamaca digna para descansar sus pies cansados.
All¨ª adelante, va el Cashorro con su cara de desahuciado y a mi lado, una llorosa Dolorosa viuda que gira los ojos en blanco; varios nazarenos de blonda cabellera a¨²n sin coronarla de espinas vienen escuchando letan¨ªas tristes en los cascos de sus aud¨ªfonos y los gendarmes de todas las ciudades atiborradas de turismo espiritual avanzan con el peso cansino de su coreograf¨ªa como legionarios romanos. Al doblar la esquina, unos desvelados vienen de la ¨²ltima cena de sus vacaciones en grupo, quej¨¢ndose de que alguno de ellos ha realizado la traici¨®n impredecible de su confianza y entre todos ellos, el m¨¢s joven, el que anota en una libreta lo que podr¨ªa convertirse en el evangelio de su asueto. Por el sol quemante se agolpan en la poca sombra unos chismosos de turbantes coloridos y entre tanta multitud, de pronto una fila serena de mujeres que vienen de luto, con mantillas largas colgadas sobre los m¨¢stiles de sus peinetas de pandereta silenciosa, elegantes hasta en la mirada concentrada en los adoquines de las viejas calles ba?adas por goteo de cirios y velas largas.
Van los de las cofrad¨ªas con sus cucuruchos bamboleantes, apenas sus ojos a la vista, descalzos todos con la penitencia pasajera de cumplir con la procesi¨®n llevando cada un su maleta con o sin ruedas por las calles que resuenan con las campanadas de los horarios precisos de los trenes y los pases de abordar de todos los vuelos que cumplen la liturgia anual de conmemorar la tragedia del humilde hijo de un carpintero olvidado, sin que nadie en realidad se proponga ya seguirle el ejemplo, aunque todos ¨Cde una u otra manera¡ªprocurar¨¢n evocarlo en cuanto toda la coreograf¨ªa de la cotidianidad se vuelva a instalar en el tedio irrefrenable y la aburrici¨®n desilusionada en busca de una futura redenci¨®n.
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