?Qui¨¦n?
Qu¨¦ triste cuando una librer¨ªa echa el cierre
Algo triste sucede cuando una librer¨ªa cierra. No es pasajero ni tampoco casual: es algo sintom¨¢tico propio de una sociedad herida de muerte. Las librer¨ªas no son un establecimiento m¨¢s: es el lugar en el que se re¨²ne el saber, la cultura, la informaci¨®n, el entretenimiento. Es, junto a las bibliotecas, el sitio en el que uno se alimenta, donde la mente y el pecho crecen fornidos, sanos, preparados. Los libros forman parte de nuestra educaci¨®n sentimental. No es fortuito que las solapas de los libros tengan forma de puerta. Eso es lo que son: una entrada a un sitio siempre mejor.
No soy capaz de contar las veces que un libro me ha salvado de mi propia vida ni las que me ha ense?ado qu¨¦ hacer para salir a flote. Tampoco puedo enumerar las ocasiones en las que me han llenado de alegr¨ªa y aventura. Tengo un recuerdo muy claro de cuando era peque?a y que rescato, a veces, cuando los d¨ªas me ahogan: los viernes por la tarde siempre sub¨ªa a la biblioteca de Segovia despu¨¦s de comer y me pasaba toda la tarde leyendo hasta que llegaba la hora de quedar con mis amigos. Despu¨¦s, volv¨ªa a casa y segu¨ªa leyendo. No ten¨ªa nada m¨¢s que hacer, nada en lo que pensar, ninguna obligaci¨®n que cumplir: solo leer. Esa sensaci¨®n tan lejana ya me produce un bienestar incomparable. S¨¦ que no volver¨¢ a repetirse, pero tampoco quiero. Est¨¢ ah¨ª, viva, dentro de mi memoria.
Esta semana ha cerrado la librer¨ªa m¨¢s antigua de Madrid, la librer¨ªa Nicol¨¢s Moya, fundada en 1862. Hay algo rom¨¢ntico unido a los negocios m¨¢s longevos de las capitales, una especie de deferencia por lo caminado, como el respeto que les debemos a nuestros mayores. Cuando esto falla, y una librer¨ªa quiebra por la falta de ventas debida a una injusta imposibilidad de batallar contra las plataformas online, la ciudad se oscurece ligeramente, lo suficiente como para tener que buscar la luz en otro sitio. Estoy a favor de las facilidades de internet, pero no quiero vivir en un mundo en el que mis hijos no conozcan la sensaci¨®n tan fascinante que da entrar en una librer¨ªa, ante ese abanico de oportunidades que le ponen a uno nervioso hasta que llega un librero o una librera amable que soluciona el dilema y da con el libro perfecto. Eso, perm¨ªtanme que les diga, no existe en la red.
Hace poco, me contaba la due?a de la Librer¨ªa del Mercado, en Lavapi¨¦s, que todos los fines de semana ten¨ªa un libro preparado para un ni?o que iba a visitarla, ¨¢vido de historias. Sus padres le dec¨ªan que los libros eran muy caros y no le daban dinero para compr¨¢rselos, as¨ª que ella le prestaba una lectura y un rinc¨®n del local y all¨ª pasaba las horas. Mientras, sus padres, impasibles y despreocupados, se gastaban el dinero en el bar de enfrente.
Hay cientos de historias similares protagonizadas por libreros, por bibliotecarios, por maestros. Porque no siempre se encuentran los libros en casa. Y si nos cargamos las librer¨ªas, ?qui¨¦n nos va a descubrir el maravilloso y necesario mundo de la lectura?
Madrid me mata.
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