Biblioteca Nacional: 300 a?os dando tumbos
Sus fondos han sido culo de mal asiento y han conocido cinco lugares distintos hasta su ubicaci¨®n definitiva
Hubo una se?ora brit¨¢nica, muy famosa en la Inglaterra victoriana de finales del XVIII y principios del XIX, que atend¨ªa por Lady Frances y que escribi¨® un libro titulado ¡°El libro de etiqueta¡±. Era una especie de manual de instrucciones sobre el protocolo y el ceremonial que deb¨ªa guardarse en actos p¨²blicos y privados. La Lady en cuesti¨®n vendi¨® dos millones de ejemplares, y una de sus sugerencias respecto al orden dom¨¦stico se refer¨ªa a c¨®mo colocar los libros en una estanter¨ªa. La autora recomendaba no mezclar en la misma repisa obras escritas por hombres y por mujeres, salvo si los autores estaban casados. La chorrada no puede ser de m¨¢s altura, pero viene a demostrar que la tal Marie Kondo, la gur¨² japonesa del orden, ni ha inventado nada ni es la primera obsesiva compulsiva de la historia. La nipona, adem¨¢s, a?ade una sandez de cosecha propia a la bobada de la brit¨¢nica: no hay que tener en casa m¨¢s de 30 libros.
Ni mezclar autores de distinto sexo en la misma estanter¨ªa ni el n¨²mero de vol¨²menes han sido problemas rese?ables para la Biblioteca Nacional de Espa?a. El principal inconveniente con el que se ha encontrado en sus m¨¢s de tres siglos de vida ha sido encontrar sede, porque sus fondos han sido el culo de mal asiento y han conocido cinco ubicaciones distintas. Ha estado de ac¨¢ para all¨¢ desde que Felipe V orden¨® su creaci¨®n con el nombre de Biblioteca Real y para uso exclusivo de la corte.
Su primera sede fue un pasadizo que un¨ªa el antiguo Alc¨¢zar de Madrid (actual palacio), con el cercano convento de la Encarnaci¨®n. All¨ª fueron colocando los libros durante m¨¢s o menos cien a?os, hasta que se instal¨® por estos lares el a?orado Jos¨¦ I Bonaparte, empe?ado en el higi¨¦nico objetivo de abrir plazas en la sucia, apelotonada y mal ventilada Madrid.
A Pepito Plazuelas le estorbaba el pasadizo que guardaba la Biblioteca Real cuando decidi¨® despejar la zona y construir la gran plaza de Oriente que ahora separa el teatro del palacio. El rey dijo, literalmente, que hab¨ªa que dar una ¡°extensi¨®n m¨¢s conveniente para el edificio y m¨¢s ¨²til para el p¨²blico¡±, y as¨ª qued¨® como el primer monarca que pens¨® en la cultura como bien ciudadano. Por eso dur¨® lo que dur¨®.
Jos¨¦ I encarg¨® empaquetar todos los libros y llevarlos al convento de los Trinitarios Calzados de la calle de Atocha (parte de aquel gigantesco solar lo ocupa hoy el teatro Calder¨®n), de donde previamente hab¨ªa desalojado con viento fresco a los frailes porque la concentraci¨®n de conventos en esta ciudad era absolutamente insoportable. Pero como en este pa¨ªs siempre hemos sido m¨¢s partidarios de que vivan las cadenas que de chorradas culturales, acabamos echando del pa¨ªs al Bonaparte para recibir con los brazos abiertos al mastuerzo del Borb¨®n Fernando VII. Aprovechando este cambio de rey, los trinitarios volvieron a su convento y exigieron que se llevaran de all¨ª todos esos libros, porque, dado que la biblioteca estaba abierta al p¨²blico, las idas y venidas de gente resultaban molestas y los libros ocupaban un espacio innecesario. Otra vez con los libros a cuestas.
El siguiente destino fue el Palacio del Almirantazgo, un precioso edificio junto al Senado que hab¨ªa pertenecido unos a?os antes a Manuel Godoy, el s¨²per-ministro que mangoneaba a Carlos IV y, de paso, al pa¨ªs. Tampoco esta ubicaci¨®n fue la adecuada, porque solo hab¨ªan pasado siete a?os cuando se decidi¨® que el palacio ser¨ªa ideal para instalar los despachos de Gracia y Justicia, Marina y Hacienda. La administraci¨®n, otra vez, desplazando de un codazo a la cultura.
La cuarta sede fue la cercana mansi¨®n que hab¨ªa pertenecido al marqu¨¦s de Alca?ices, junto al convento de la Encarnaci¨®n; es decir, la Real Biblioteca hab¨ªa regresado pr¨¢cticamente al mismo lugar donde estuvo el pasadizo que la alberg¨® por primera vez. Y esto no era plan, porque los libros no hac¨ªan mas que coger polvo y deteriorarse por la humedad. Ninguna de las sedes elegida se demostraba adecuada y nadie daba con la tecla para instalar en alg¨²n lugar definitivo, decente y apropiado los libros.
?Y qu¨¦ tal el Palacio de Recoletos?, sugiri¨® alguien.
Para algo ten¨ªa que servir que unos a?os antes, all¨¢ por 1837, el famoso Mendiz¨¢bal (conocido como Juan y Medio por su altura) desamortizara y derribara el convento de los frailes Recoletos Agustinos. Y as¨ª fue como, en el magn¨ªfico solar que qued¨®, acab¨® construy¨¦ndose la Biblioteca Nacional y, a su espalda, el Museo Arqueol¨®gico. Qu¨¦ cosas: Isabel II, que no ley¨® un libro en toda su vida, puso la primera piedra del edificio que alberga la actual Biblioteca Nacional. Las siguientes piedras las fueron poniendo poquito a poco, y hasta 1893 no empez¨® la mudanza. Tres a?os despu¨¦s estuvo todo organizado y en perfecto orden. Mas de 30 libros, en contra de la sugerencia de Marie Kondo, y mezclando autores y autoras al margen de que estuvieran o no casados.
Puede que la ¨²nica biblioteca que se ha movido m¨¢s que la espa?ola haya sido la del gran visir de Persia Abdul Kassem Ismael, un intelectual que habit¨® all¨¢ por el siglo X y que nunca consent¨ªa separarse de sus libros. Lo malo es que viajaba mucho, y a donde iba ¨¦l, iban los 117.000 vol¨²menes con los que cargaban 400 camellos. Las bestias estaban adiestradas para avanzar siempre en el mismo orden y que ninguna adelantara a la otra. Esa biblioteca andante estaba organizada por orden alfab¨¦tico, y junto a cada uno de los camellos viajaba un camellero ocupado en localizar la obra que reclamara el gran visir entre los 300 vol¨²menes que cargaba cada animal. Fue la famosa figura del camellero-bibliotecario.
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