Culto canalla al rumbero de Vallecas
Manuel y Amalio, padre e hijo, cantan de madrugada en bares que ya han echado la persiana para un p¨²blico internacional que ve en ellos a los ¨²ltimos supervivientes de una Espa?a extinta
Manuel hace g¨¢rgaras con un chorrito de vinagre en la cocina. La grasa se agarra del techo y las paredes como las estalactitas de una cueva. Cuando termina de aclararse la garganta en el fregadero, regresa a su habitaci¨®n, un cuarto con cama king size en la que duerme solo desde que enviud¨®. Se coloca un viejo traje granate de dos piezas, un chaleco, unos zapatos y una camisa fantas¨ªa elegida entre un ramillete colgado del armario como p¨¢jaros en un poste de luz. Entonces se coloca con los pies juntos frente a una fotograf¨ªa en blanco y negro del cantante Rafael Farina. Adopta la pose de quien brinda un toro:
¡ªVa por usted.
Es su forma de invocar el embrujo de uno de sus maestros. Un ritual de iniciaci¨®n diaria. Manuel G¨¢lvez Laguna, un se?or delgado y cara curtida m¨¢s conocido como El Rumbero de Vallecas, pasa los d¨ªas recorriendo por una propina los bares y las terrazas del centro de Madrid. Le acompa?a con la guitarra su hijo Amalio, un hombret¨®n taciturno de u?as alargadas. Forman una curiosa pareja. La jornada arranca a mediod¨ªa y a menudo se alarga entre palmas y alcohol hasta la madrugada, cuando necesitan un autob¨²s b¨²ho para volver a casa mientras dormitan en los asientos de pl¨¢stico de la EMT. Son sus noches de rumba y jaleo.
Manuel fue testigo excepcional de un mundo que ya no existe, el del Madrid de los tablaos flamencos del tardofranquismo. Como joven impetuoso que quer¨ªa triunfar rond¨® los c¨ªrculos del propio Farina, al que considera un pr¨ªncipe, de Manolo Caracol, de Bambino, de Lola Flores y Antonio El Pesca¨ªlla, y de Camar¨®n en menor medida. En el extrarradio se enganch¨® a la rumba con Los Chichos y Los Chunguitos, con los que comparti¨® noches en vela. Todos esos nombres triunfaron y de una forma u otra han dejado su nombre para la posteridad. Manuel no termin¨® de subirse a ese carro, la fama le fue esquiva pese a su voz portentosa. Tuvo que compaginar el artisteo con trabajos manuales como pintor de brocha gorda.
En cierta medida ese no llegar a la cima es lo que le mantiene activo cerca de los ochenta a?os. D¨ªa s¨ª y d¨ªa tambi¨¦n padre e hijo salen a buscarse las habichuelas. Al abrir el portal de casa, un edificio de protecci¨®n oficial, Manuel y Amalio reciben una r¨¢faga de aire tan caliente como el que sale de un horno encendido. Es un mediod¨ªa seco de verano. La brisa no se ha inventado todav¨ªa. Padre e hijo llegan a la estaci¨®n m¨¢s cercana de metro, vigilados muy de cerca por unos guardias con malas pulgas que tienen fichado a Amalio como saltador de tornos profesional. Con los guardas en el cogote, la pareja se sube en el primer tren rumbo al centro de la ciudad.
All¨ª les espera una audiencia que la mayor¨ªa de las veces los trata con indiferencia. De vez en cuando alguien aprecia su talento. Y lo hace con fervor. En determinados ambientes Manuel y Amalio son objeto de culto. Hipsters y turistas los persiguen por los bares como si fueran en romer¨ªa. A la hora del cierre, echan las persianas y ellos se quedan tocando dentro para los que quieren alargar la juerga. Sus admiradores creen haber encontrado a unos artistas ¨²nicos, dif¨ªciles de clasificar, ¨²ltimos supervivientes de la noche canalla madrile?a.
El d¨²o est¨¢ en alg¨²n punto entre Rancapino y El Fary, m¨¢s cerca del segundo que del primero. Sus actuaciones son err¨¢ticas porque as¨ª entienden el oficio y la vida. Lo mismo tocan cinco canciones en un garito que toman un chupito y se van, solo porque algo en el ambiente los solivianta. A veces la recaudaci¨®n se queda en la m¨¢quina tragaperras. Otras toca el premio y la fiesta se alarga hasta el d¨ªa siguiente. No tienen horario fijo. La gente se la juega de bar en bar busc¨¢ndolos.
¡°Porrina muri¨® alcoholizado¡±, suelta Manuel, m¨¢s dado a fabricar otros mitos que a apuntalar el suyo. Naci¨® a principios de los 40 en Puertollano, Ciudad Real. Hizo la mili en Sidi Ifni. Al acabar conoci¨® a la que iba a ser su esposa, Antonia. Espa?a se abri¨® por esa ¨¦poca al turismo. Manuel s¨ª cogi¨® esa ola. Durante m¨¢s de una d¨¦cada fue el cantante principal del Marina, un hotel de tres estrellas de S¨®ller, en Mallorca. En los 70 se vino a Madrid. Noches en tablaos junto a sus ¨ªdolos, ma?anas en casa de una vecina ech¨¢ndole el gotel¨¦ a las paredes.
Algunos quieren o¨ªr de primera mano las historias de Manuel. Son sencillas y no siempre esconden una moraleja evidente. Su truco es ese, que son sencillas.
¡ª?Vaya voz que ten¨ªa Nino Bravo! Se mat¨® en un BMW, pobrecito m¨ªo. Una vez estuve en su pueblo de Valencia. Entr¨¦ a un mes¨®n y vi su p¨®ster. Guap¨ªsimo el t¨ªo. Le dije al tabernero: 'Este hombre, qu¨¦ bien canta'. Y el se?or me pregunt¨® si yo tambi¨¦n era artista. S¨ª, le dije, pero yo canto rumba y flamenco.
El bar Jam¨®n, de la calle Lavapi¨¦s, tiene colgado un cartel en la puerta: Flamenco en vivo. Se refiere a Manuel y Amalio. La actuaci¨®n estelar del d¨ªa. Sobre las 19:00 caen por all¨ª. En la mayor¨ªa de los bares cuentan con el benepl¨¢cito de camareros que les rellenan las copas a cuenta de la casa pero el Jam¨®n es su templo, el lugar donde tienen barra libre. Turistas italianos, holandeses y franceses pasan horas aqu¨ª escuch¨¢ndoles, creyendo haber dado con la esencia de una Espa?a extinta.
Tom¨¢s Gago regenta el Jam¨®n desde hace medio siglo. Ha tenido negocios por toda la ciudad, entre ellos la pe?a Anto?ete, donde El Fary jugaba al mus y los dados. ¡°Conoc¨ª a Manuel en un tablao al lado de la plaza Santo Domingo, donde cantaba Bambino y Manolo de Vega. Ese bar ya no existe. Manuel iba de comparsa y a aprender de los otros. Lo vi muchos a?os despu¨¦s, m¨¢s mayor. Pens¨¦ que un se?or con este arte ten¨ªa que tener un techo donde cantar¡±, explica Gago.
¡ªTom¨¢s, como me toque la Bonoloto t¨² y yo nos vamos a ir... ¡ªinterrumpe Manuel la conversaci¨®n.
¡ª?Ad¨®nde?
-¡ª?A la gloria!
El color negro azabache de su melena, sin una cana a la vista, le endurece el rostro. Hace que sus arrugas parezcan m¨¢s profundas. En ocasiones se le mezclan los nombres de los bares, por una raz¨®n muy sencilla: los locales cambian de manos y de nombre con el paso del tiempo. Su rutina, en cambio, es la misma. En general eso le pasa con todo. La ciudad se transforma, la gente con la que trasnochaba se ha muerto o pasa sus d¨ªas en una residencia de ancianos pero ¨¦l sigue fiel a su peque?o universo de cante, palmas y noches en vela. ¡°As¨ª hasta que me muera¡±, zanja cuando se le pregunta.
El cante lo hace solo. Amalio se encarga de la guitarra y las segundas voces. Aceptan actuaciones privadas. Bodas, bautizos, comuniones. Lo que haga falta. Si les piden una buler¨ªa, cantan una buler¨ªa. Un fandango, tambi¨¦n. ?Una sole¨¢? Marchando. Si alguien se cruza de madrugada con dos sombras vacilantes por las calles estrechas del centro, seguramente sean las suyas.
El hijo, a sus 53 a?os, no comparte el entusiasmo noct¨¢mbulo del padre. Cuando se cansa se sienta en una silla y da peque?as cabezadas. Una orden de Manual le saca del letargo, lo acciona a la guitarra. En realidad le gustar¨ªa tener un trabajo fijo, algo estable. La noche se le hace pesada: ¡°Te acuestas a las tantas¡±. De vez en cuando se arranca solo y canta con la cadencia de las antiguas misas en lat¨ªn.
Como es grande, suda mucho. A cada rato sale a la calle a que le d¨¦ el aire. Durante un tiempo trat¨® de huir de la bohemia. Trabaj¨® de guarda nocturno en la obra de un edificio. Una semana de noche, otra de d¨ªa. Aquello dur¨® poco. Nunca enganch¨® de verdad un empleo estable. Una noche, viendo un canal de televisi¨®n al azar, se qued¨® extasiado con las palabras de un telepredicador. A la ma?ana siguiente fue al culto evang¨¦lico de la calle General Ricardos. Su bautismo en una piscina desmontable ha quedado inmortalizado en una fotograf¨ªa que decora el sal¨®n de la casa. Lleva camisa blanca y bermudas. Alguien, a quien no se le ve el rostro, lo ayuda a sumergirse de espaldas en el agua.
Acudi¨® con regularidad a la iglesia, acompa?ado de su sobrina Joana, hija de un hermano adicto a la hero¨ªna. El hogar, en ese tiempo, lo formaron Manuel, Amalio y Joana. La ni?a ya no vive con ellos aunque hay dibujos y mensajes suyos colgados por toda la casa en los que declara su amor incondicional a sus padres adoptivos. El caso es que el entusiasmo devoto de Amalio se diluy¨®. No ayudaba no tener con que pagarse el transporte hasta el templo. Ese problema no se ha solucionado. Lleva desempleado desde 2009. Por las ma?anas, cuando la resaca no lo ata con cuerdas a la cama, asiste a cursos de empleo del INEM, como uno de jardiner¨ªa que le ocupa estos d¨ªas.
Cobra la renta m¨ªnima de inserci¨®n, un dinero para gente en riesgo de exclusi¨®n social. En casa afina un rato la guitarra, abre cartas que traen sorpresas como las multas del metro sin abonar y al rato se va de ruta con su padre. Si encuentran jaleo comienzan en la plaza de San Andr¨¦s, despu¨¦s suben hasta el mercado de la Cebada, para acabar en San Mill¨¢n. Siguen en los Caracoles y Las Navajas. En este ¨²ltimo se toman un par de chupitos de DYC. Amalio se bebe despu¨¦s una cerveza que compra en una tienda de ultramarinos. Cuando llega la hora de tocar parece extasiado, ido.
De madrugada, cuando el ¨¢nimo empieza a decaer, encuentran abierta la persiana del bar Madrid. Manuel entra como exhalaci¨®n. El aire est¨¢ cargado, h¨²medo y sofocante. All¨ª lo recibe un se?or de ojillos tan cerrados que parecen las ranuras de una hucha.
¡ªHombre, Manuel. ?Fen¨®meno!
¡ªGrande, t¨². ?Fara¨®n!
¡ª?M¨¢quina!
¡ªT¨² eres m¨¢s grande que El Corte Ingl¨¦s.
Amalio se queda remoloneando en la puerta. Hace unas semanas lo echaron del bar por un peque?o incidente con una clienta, que result¨® ser la novia del due?o. Ya es mala suerte. Al final Amalio entra de mala gana, arrastrando los pies. En la barra se da la mano con el due?o como dos colegiales que hacen las paces despu¨¦s de una pelea en el recreo.
Hay poca gente alrededor. Cuatro trasnochados. Un se?or que no levanta la cabeza de su copa. Unos chavales que se hacen los suecos. Solo el hombre de la mirada difusa se anima. Da igual. Manuel se arranca con Maldito dinero, un canto a su existencia:
No te ofrezco dinero y riqueza
ni lucirte conmigo en Marbella
lo que quiero es que t¨² me cameles
bajo los brillos de las estrellas.
Un disco a 10 euros la copia
La ¨²nica incursi¨®n del Rumbero de Vallecas y su hijo en la industria de la m¨²sica fue hace una d¨¦cada, cuando grabaron un disco por el que tuvieron que pagar al estudio 1.200 euros. "Lo grabamos del tir¨®n, sin repetir ninguna canci¨®n", recuerda Amalio sobre aquel d¨ªa en una sala insonorizada. En la car¨¢tula, Manuel lleva gafas de sol, lo que le da un aspecto al personaje de Kevin Spacey en K-Pax. Primero distribuyeron la grabaci¨®n en casetes para despu¨¦s pasarse al formato CD. Cada copia la vend¨ªan ellos mismos a 10 euros. La mayor¨ªa de las ventas las consiguieron entre gente de su barrio que aprecia su trabajo o durante las fiestas privadas a las que acuden como contratados. Ya no les quedan m¨¢s discos y en el horizonte tienen la idea de volver a reeditarlo. Sin embargo, el d¨²o preferir¨ªa que un agente que contactara con una discogr¨¢fica y pudiera organizarles bolos tomara las riendas del aspecto m¨¢s comercial del trabajo. Hoy en d¨ªa, sacan unos 80 euros diarios con las propinas.
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