La vida en una ¨²nica escena
Pienso en ellos, en los que entran y en los que salen, en los que les escuchan y en los que ya no hablan, y me entran unas ganas infinitas de abrazar a mis abuelos
La primera vez que lo vi fue dando un rodeo al parque con los perros. Acababa de mudarme al barrio y llegu¨¦ de casualidad a la parte de atr¨¢s del edificio. Eran las siete o las ocho de una tarde de invierno, por lo que la oscuridad era casi absoluta. Entonces vi una luz que sal¨ªa de un ventanal casi a mi altura y me asom¨¦. Muy a lo lejos observ¨¦ un grupo peque?o de personas, pero tuve que agudizar la mirada para darme cuenta de lo que hac¨ªan.
Los perros, tranquilos, me esperaban. Entonces lo vi: eran ancianos, algunos m¨¢s sombra que cuerpo, repartidos en varias mesas redondas, cenando lo que imagin¨¦ que ser¨ªa un plato de algo, quiz¨¢ una sopa caliente. Parec¨ªan los ¨²ltimos. La luz la aportaban dos mujeres vestidas de blanco que les asist¨ªan. La escena, vista desde mi posici¨®n, lejana pero curiosa, bien podr¨ªa interpretarse como una ventana al futuro. Nunca hab¨ªa visto una residencia casi desde dentro y confieso que la imagen era algo desoladora. Volv¨ª cabizbaja a casa pensando en c¨®mo debe ser sentir que es el final.
La siguiente vez descubr¨ª la entrada principal dentro del mismo parque. Era un s¨¢bado por la ma?ana. Los ventanales, m¨¢s grandes y altos, daban a la zona recreativa donde los ni?os se tiraban por los toboganes bajo la atenta mirada de sus padres y de algunos canes. Justo al lado, un grupo de se?ores jugaba a la petanca. La misma vida en una ¨²nica escena. Tras la puerta de entrada, un hombre acariciaba la mano de su mujer, en silla de ruedas. Ambos miraban hacia los columpios, pensando quiz¨¢ en el pasado. ?l, vestido de domingo e impoluto, le susurraba cosas a la anciana, abrigada con una manta y con los ojos en otro lugar. Parec¨ªa que ese hombre no necesitaba nada m¨¢s que ese momento, breve, a su lado.
Otro d¨ªa baj¨¦ al parque casi a la hora de comer. El olor que sal¨ªa del edificio nos llev¨® a los perros y a m¨ª a detenernos ante la puerta de la residencia, hambrientos los tres. Dentro, las mesas completas, los ancianos alegres, los trabajadores en¨¦rgicos. Sus voces se escuchaban desde fuera y cerr¨¦ los ojos, casi oliendo los platos de mi abuela. Un rato despu¨¦s, pude verlos haciendo lo que parec¨ªan actividades. Algunos jugaban a las cartas en distintos grupos y un pu?ado de mujeres se entreten¨ªa con un trabajador. Me fij¨¦ en los ¨²ltimos, que se mov¨ªan con energ¨ªa, y descubr¨ª que estaban bailando. No s¨¦ qui¨¦n ense?aba a qui¨¦n, si ¨¦l a ellas o ellas a ¨¦l, pero el baile de la jota era inconfundible. La alegr¨ªa de sus rostros, tambi¨¦n.
Hay d¨ªas en los que paso por all¨ª y me detengo. Suelto a los perros y me quedo un rato mirando esos ventanales por los que el fr¨ªo ya nunca entra y pienso en ellos, en los que entran y en los que salen, en los que les escuchan y en los que ya no hablan, y me entran unas ganas infinitas de abrazar a mis abuelos. Madrid me mata.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.