Allende y Pinochet en el Chile de hoy: tan lejos, tan cerca
Visto m¨¢s de cerca, ni el presidente Gabriel Boric es Salvador Allende, ni Jos¨¦ Antonio Kast, el l¨ªder indiscutido del partido Republicano que arras¨® en la elecci¨®n, es Augusto Pinochet
Puede parecer, si se le mira desde fuera, una poderosa iron¨ªa de que, a 50 a?os del golpe de Estado de 1973, un grupo pol¨ªtico que mira con simpat¨ªa la herencia de Pinochet arrase en las elecciones para el Consejo Constitucional. Es una victoria que, en gran parte, se consigui¨® como un acto de protesta ante un presidente que siente m¨¢s que simpat¨ªa por la figura de Allende y su legado.
Pero la imagen de los hijos de Allende asediado por los hijos de Pinochet a 50 a?os del golpe es eso, solo un efecto ¨®ptico. Visto m¨¢s de cerca, ni el presidente Gabriel Boric es Salvador Allende, ni Jos¨¦ Antonio Kast, el l¨ªder indiscutido del partido Republicano que arras¨® en la elecci¨®n, es Augusto Pinochet. No lo son no s¨®lo porque sus caracteres sean muy distintos al de las figuras hist¨®ricas que reivindican, sino porque del proyecto pol¨ªtico de estas figuras hist¨®ricas, s¨®lo queda eso: la sombra de un nombre, la imagen de una posibilidad que no solo ya no fue, sino que al parecer nunca ser¨¢.
Como Salvador Allende, Gabriel Boric es un provinciano de clase media alta, perfectamente civil, educado y coqueto. Antes de ser presidente fue parlamentario y dirigente estudiantil. Es un pol¨ªtico de letras y no de cifras que agita la bandera cada vez que puede de las convicciones, pero ha terminado llenando su Gobierno de figuras de los 30 a?os, es decir, la Concertaci¨®n contra la que se alz¨® en sus primeros a?os de vida pol¨ªtica (primeros a?os que dado su juventud son casi toda su vida). Como Allende, Boric defiende entonces la idea de hacer reforma, algunas veces radicales, sin salirse de los marcos de la democracia liberal. Aunque como Allende, Boric dej¨® en la convenci¨®n pasada y su proyecto de nueva Constituci¨®n aparecer el fantasma de un cambio refundacional, en gran parte incoherente e inasumible que lo separ¨® de un electorado que recuper¨® justamente los republicanos el domingo pasado.
Como Allende, Gabriel Boric entonces vive en la contradicci¨®n de un instintivo pragmatismo, de una tendencia personal a escuchar y hacer caso sin desechar todas las iluminaciones de los militantes m¨¢s afiebrados de su coalici¨®n y las ocurrencias woke aprendida en sus respectivos posgrados en Inglaterra, Estados Unidos, o peor a¨²n, Canad¨¢. Pero es justamente el tenor de la revoluci¨®n que estos posgraduados sue?an, la diferencia fundamental entre Allende y Boric. El wokismo odia como la peste la tercera v¨ªa, pero hered¨® de ella la idea de que hab¨ªa que superar la lucha de clase como motor de la historia. Por eso, la nueva izquierda viaja de la universidad al Congreso para terminar en la televisi¨®n, pasando el menor tiempo posible en sindicatos, juntas de vecinos, o movimientos de pobladores a los que no se le pueda calificar ¨¦tnicamente.
La Unidad Popular (1970-1973) fue un movimiento cultural, una primavera intelectual en muchos sentidos elitista, pero tambi¨¦n y sobre todo un movimiento popular. Fue un Mayo del 68 que ten¨ªa algo tambi¨¦n de octubre del 1917. Eso ¨²ltimo es lo que lo hizo inadmisible para la clase media y la alta de entonces: la idea de que los cambios que propon¨ªan no eran solo ¨Ccomo los que dej¨® escritos el proyecto de nueva Constituci¨®n del 2022¨C, elucubraciones intelectuales, sino que ven¨ªan acompa?ada de rostros morenos y manos callosos. Que esto no consist¨ªa solo en ponerle en toda partes la palabra plurinacional y cambiar el Poder Judicial por sistema de Justicia, sino expropiar f¨¢bricas y cambios y ponerlos en mano de sus campesinos y trabajadores.
El error de la Unidad Popular fue como el de la convenci¨®n pasada, ofrecer una revoluci¨®n que no ten¨ªan ni el poder democr¨¢tico ni el militar para imponer a los que dudaban o se opon¨ªan a ello. Pero la revoluci¨®n de la UP implicaba un verdadero cambio en las relaciones de clase, por eso se cuid¨® de preservar los s¨ªmbolos: la bandera, la Constituci¨®n, el himno, O¡¯Higgins, Portales, y todas las estatuas en las plazas. La nueva izquierda, al rev¨¦s, no tiene propuestas reales o realistas de cambio en lo econ¨®mico o social, pero s¨ª tienen mucho que decir sobre las estatuas y su lugar en la ciudad.
Boric no es Allende y, por eso mismo, Jos¨¦ Antonio Kast tampoco es Pinochet. La idea de llamar a alguien a salir de sus cuarteles no asoma ni en las ideas m¨¢s afiebrada de los republicanos. Conspirativos, ultramontanos, m¨¢s que ligeramente xen¨®fobos, a la vez libertarios y conservadores, se puede decir de ellos cualquier cosa menos que son autoritarios. Como la nueva izquierda, se han ce?ido hasta ahora sin chistear a los usos y costumbre de la democracia representativa. Es a la izquierda a la que le resulta sano censurar, y la derecha la que usa las redes sociales con una endiablada frescura.
Kast y su gente han entendido que la revoluci¨®n contra la que luchan es sobre todo simb¨®lica, es decir, cultural. En lo econ¨®mico, por cierto, sue?an con un estado m¨ªnimo que saben imposible en el Chile actual. Tan imposible como un Estado planificado para la izquierda. El horizonte de lo posible es en muchos sentidos el mismo, lo que permite los insultos, las bromas muchas veces macabras, el tono de guerra civil permanente, muy c¨®modo cuando no se tiene ni en un bando ni en otras armas que no sean verbales que disparar.
As¨ª, los 50 a?os que nos separan del golpe militar nos recuerdan dos cosas a la vez felices y tristes: que la Unidad Popular, o cualquier otro proyecto profundo de transformaci¨®n social, econ¨®mico y cultural de mayor, es imposible en el Chile de hoy. Pero que es imposible tambi¨¦n un golpe militar que eche por tierra a la fuerza, con un alto costo de sangre y miedo, ese improbable, pero necesario, cambio social.
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