El explorador que profanaba tumbas en nombre de la ciencia
El espa?ol Domingo S¨¢nchez detall¨® en un manuscrito los robos de cad¨¢veres con los que lleg¨® a acumular una colecci¨®n de m¨¢s de 500 cr¨¢neos en el siglo XIX
Domingo S¨¢nchez vio el mar por primera vez con 25 a?os. ¡°El espect¨¢culo del mar¡±, seg¨²n recordar¨ªa boquiabierto despu¨¦s. Era un hijo de ¡°honrados labradores¡± que hab¨ªa trabajado de cabrero en su pueblo, Fuenteguinaldo (Salamanca), y hab¨ªa estudiado gracias al empe?o de su madre, una mujer del campo que ten¨ªa ¡°verdadero vicio por leer¡± y recitaba de memoria cap¨ªtulos enteros de El Quijote. El 22 de julio de 1885, S¨¢nchez abraz¨® a sus padres, mont¨® un caballo y se fue al trote. Diez d¨ªas despu¨¦s, zarp¨® de Barcelona en un vapor rumbo a Filipinas, la remota colonia espa?ola bautizada en honor al rey Felipe II. El salmantino comenzaba una nueva vida como colector de animales ex¨®ticos para el Ministerio de Ultramar. ¡°Me halagaba la idea de ser naturalista explorador, en cuya profesi¨®n podr¨ªa ver m¨¢s de una vez en la realidad episodios de las novelas de Julio Verne y Mayne Reid que tanto me entusiasmaban¡±, escribi¨®.
S¨¢nchez abandon¨® Filipinas m¨¢s de una d¨¦cada despu¨¦s, tras haber enviado a Espa?a un aut¨¦ntico zool¨®gico de animales muertos y numerosos restos humanos, algunos de los cuales se exhiben hoy en el Museo Nacional de Antropolog¨ªa, en Madrid. Sus memorias, rescatadas por una asociaci¨®n de su pueblo, no esconden el turbio origen de esas piezas. Todo lo contrario. S¨¢nchez se presentaba a s¨ª mismo como un naturalista explorador que recorr¨ªa las islas ¡°por orden del Rey recogiendo plantas y animales para fabricar medicamentos con que curar las enfermedades¡±, pero su verdadera obsesi¨®n, en plena fiebre decimon¨®nica por la antropolog¨ªa, eran los restos humanos.
El aventurero narra una expedici¨®n en 1890 para robar cad¨¢veres de los tagban¨²as, habitantes de la isla de de Palawan. ¡°No me hac¨ªan mucho miedo aquellos hombrecillos medio malayos, medio negritos, que me miraban con sumo respeto y para quienes mi escopeta era un arma terrible¡±, escribe. ¡°No se me ocultaba que lo que yo intentaba hacer constitu¨ªa para aquellas pobres gentes el mayor de los delitos. La profanaci¨®n de sus sepulcros, la profanaci¨®n de los muertos, era la ofensa m¨¢s grande que se les pod¨ªa hacer y por tanto estar¨ªa justificado cualquier atentado, cualquier represalia. Pero de m¨ª se hab¨ªa ausentado el hombre ben¨¦volo y compasivo. Hab¨ªa quedado solo el naturalista y para esto aquellos ejemplares merec¨ªan alg¨²n sacrificio. Pas¨¦, pues, la noche de aquel d¨ªa proyectando y planeando el robo, porque robo era en realidad¡±, reconoce en sus memorias.
La noche siguiente, cuando todos dorm¨ªan en el poblado de I¨¹ahit, S¨¢nchez y su ayudante entraron a hurtadillas en el cementerio sagrado de los tagban¨²as, robaron un ata¨²d y salieron huyendo en una embarcaci¨®n. Ya desde la costa vieron una columna de humo que bailaba en el cielo iluminada por llamas. ¡°Alguien se enter¨® del saqueo, avisar¨ªa a otros individuos de la tribu y acordaron incendiar la casa pensando tal vez que est¨¢bamos dentro todav¨ªa. Aunque as¨ª fuera, no se me ocurrir¨ªa calificar de bandidos ni criminales a aquellos desventurados porque intentasen vengar la profanaci¨®n de sus muertos. Muchos pueblos que blasonan de civilizados y cultos hubiesen procedido a lo mismo o quiz¨¢ con m¨¢s crueldad. El hecho fue que nosotros nos salvamos y salvamos el bot¨ªn. Aquel ata¨²d era una buena opci¨®n¡±, rememora el explorador.
Mercedes S¨¢nchez, de 78 a?os, tiene en su casa de Fuenteguinaldo la autobiograf¨ªa manuscrita de su t¨ªo abuelo Domingo, fallecido en 1947. Son dos voluminosos tomos heredados junto a sus fotograf¨ªas y otros apuntes. ¡°Le llam¨¢bamos abuelo, porque ¨¦l no ten¨ªa nietos. Nos llevaba caramelitos y nos sub¨ªa en sus rodillas¡±, recuerda Mercedes por tel¨¦fono desde Alicante, donde disfruta de la jubilaci¨®n. La asociaci¨®n local Amigos del Castro de Irue?a rescat¨® las memorias del olvido, las public¨® el a?o pasado y lucha para que se conozcan. ¡°Yo me las estoy leyendo ahora¡±, reconoce la sobrina nieta.
En las p¨¢ginas del manuscrito, titulado Historia vulgar algo novelesca de un naturalista m¨¦dico espa?ol, se suceden las cacer¨ªas. S¨¢nchez tirotea todo lo que encuentra a su paso: monos, armadillos, caimanes, murci¨¦lagos, iguanas, nutrias, puercoespines, cig¨¹e?as negras. No se arredra ante nada. En una ocasi¨®n, necesita cuatro hombres para transportar una serpiente pit¨®n reci¨¦n cazada. En sus expediciones por la selva se va alojando en conventos de misioneros o en las casas de los colonos espa?oles. Un d¨ªa de 1892, es acogido por un hombre mestizo en Mamburao, una mediana poblaci¨®n de la paradisiaca isla de Mindoro. ¡°Por la tarde desenterramos el esqueleto de una muchacha negrita que mi anfitri¨®n hab¨ªa visto enterrar¡±, detalla S¨¢nchez.
Es mi¨¦rcoles por la ma?ana y el Museo Nacional de Antropolog¨ªa est¨¢ pr¨¢cticamente vac¨ªo por la pandemia. La llamada sala de los or¨ªgenes, situada nada m¨¢s entrar a la izquierda, consigue justo lo que se propone: un viaje en el tiempo, al a?o 1875, cuando el rey Alfonso XII inaugur¨® el museo creado por el cirujano Pedro Gonz¨¢lez de Velasco. En una vieja vitrina se exponen juntos los esqueletos de una hembra de orangut¨¢n con su cr¨ªa y el de una mujer filipina. Es uno de los restos humanos tra¨ªdos a Espa?a por el explorador salmantino.
¡°El esqueleto femenino procede de la isla de Luz¨®n. Solo nos consta que lleg¨® de la mano de Domingo S¨¢nchez, pero no sabemos ni cu¨¢ndo ni c¨®mo¡±, explica una portavoz del museo, adscrito al Ministerio de Cultura. ¡°Las piezas de la colecci¨®n de Antropolog¨ªa F¨ªsica est¨¢n sin investigar. Su origen es muy complejo y muy difuso¡±, a?ade.
Muchas de las piezas obtenidas por el explorador llegaron a la metr¨®poli para la Exposici¨®n General de las Islas Filipinas, celebrada en Madrid en 1887. S¨¢nchez zarp¨® de Manila el primero de abril de aquel a?o, en un vapor cuya cubierta estaba atestada de jaulas con animales vivos, como monos, ciervos, pitones y carabaos, unos rumiantes parecidos al b¨²falo. Una multitud de aves, sobre todo loros y cotorras, formaba un guirigay en la proa. Y, entre tantos animales, viajaba un grupo de 43 ind¨ªgenas, que tambi¨¦n ser¨ªan exhibidos ¡ªrecibiendo un sueldo¡ª en el Parque del Retiro madrile?o. La reina regente Mar¨ªa Cristina inaugur¨® solemnemente la exposici¨®n el 30 de junio en el Palacio de Cristal, construido para la ocasi¨®n. Por las noches, el parque se iluminaba con la reci¨¦n llegada luz el¨¦ctrica, para fascinaci¨®n de los madrile?os. M¨¢s de 30.000 visitantes llegaron a acudir en un solo d¨ªa, seg¨²n la prensa de la ¨¦poca.
El historiador Luis ?ngel S¨¢nchez G¨®mez analiz¨® las circunstancias de aquel ins¨®lito espect¨¢culo en su libro Un imperio en la vitrina (CSIC, 2003). En pocas semanas, murieron en Madrid tres de los 43 filipinos, m¨¢s un beb¨¦ reci¨¦n nacido. Todos ellos dorm¨ªan en el Retiro. Una de las mujeres fallecidas, Dolores Nessern, era cat¨®lica y fue enterrada en el Cementerio de la Almudena. El peri¨®dico La Iberia describi¨® as¨ª la ceremonia: ¡°Los yertos despojos de la joven isle?a fueron trasladados al cementerio del Este, donde por disput¨¢rselos dieron batalla re?ida la religi¨®n y la ciencia. En nombre de los estudios antropol¨®gicos y etnogr¨¢ficos, quer¨ªan profund¨ªsimos doctores secuestrar el cad¨¢ver para estudiarlo en la sala de disecci¨®n y depositar sus huesos despu¨¦s en la estancia de un museo. El sacerdote defendi¨® valerosamente aquellos despojos¡±.
¡°Lo de expoliar tumbas era relativamente com¨²n¡±, subraya S¨¢nchez G¨®mez, de la Universidad Complutense de Madrid. El historiador recuerda el caso del propio doctor Velasco, fundador del Museo Nacional de Antropolog¨ªa, que construy¨® un palacete al lado del viejo cementerio de la localidad guipuzcoana de Zarautz y algunas noches de 1862 rob¨® cr¨¢neos del osario junto al antrop¨®logo franc¨¦s Paul Broca. Por entonces estaban muy de moda las teor¨ªas que vinculaban la forma de las cabezas con la presunta superioridad de una determinada raza. Y los cr¨¢neos de los supuestamente primitivos vascos eran muy codiciados por algunos antrop¨®logos. Si hab¨ªa que robarlos, se robaban. ¡°Estaba claro que no era algo ni moralmente aceptable ni legal, lo hicieran en Europa o en territorio salvaje, pero asum¨ªan que estaba justificado por el inter¨¦s cient¨ªfico¡±, explica S¨¢nchez G¨®mez.
Domingo S¨¢nchez regres¨® definitivamente de Filipinas en 1898, tras 13 a?os en la colonia. Huy¨® de all¨ª con su esposa, Encarnaci¨®n, tras la victoria de los insurrectos filipinos, que acabaron con m¨¢s de tres siglos de dominaci¨®n espa?ola. El Museo Nacional de Antropolog¨ªa conserva en sus almacenes de Madrid casi 40 cr¨¢neos humanos enviados por S¨¢nchez, seg¨²n un listado elaborado por la instituci¨®n a petici¨®n de este peri¨®dico. El Museo Nacional de Ciencias Naturales, tambi¨¦n en la capital, custodia algunos de los espec¨ªmenes animales recolectados por el explorador, entre ellos monos, murci¨¦lagos y un tamarao, una especie de b¨²falo bravo.
La mayor parte del tesoro de Domingo S¨¢nchez, sin embargo, ya no existe. El 28 de abril de 1897, las campanas de la catedral de Manila tocaron a fuego mientras un incendio devoraba cuatro manzanas de la ciudad. Las llamas se animaron al llegar a la Inspecci¨®n General de Montes del Ministerio de Ultramar, donde se guardaban m¨¢s de 5.000 frascos con animales en alcohol. ¡°El espect¨¢culo fue horroroso¡±, resumi¨® S¨¢nchez. ¡°Las llamas hab¨ªan reducido a cenizas aquellas hermosas colecciones fruto de mis trabajos durante cerca de doce a?os. All¨ª se quem¨® tambi¨¦n mi colecci¨®n de objetos de antropolog¨ªa, formada por cerca de quinientos cr¨¢neos, algunos esqueletos, muchas pelvis y otros restos humanos¡±.
S¨¢nchez cuenta en sus memorias que, tras saquear un cementerio en las monta?as del norte de Luz¨®n, sinti¨® remordimientos: ¡°No me sent¨ªa tranquilo en aquel lugar. Dir¨ªase que mi conciencia me acusaba de haber robado a aquellas gentes su tesoro, de haber profanado los restos de sus antepasados. Detr¨¢s del naturalista se asomaba el hombre que blasonaba de honrado y justiciero. Comenzaban a mortificarme ideas de consideraci¨®n y caridad. Pero ya no era posible retroceder, ni yo pensaba en eso. Y resolv¨ª alejarme de all¨ª cuanto m¨¢s pronto mejor¡±.
El viejo explorador, ya con 76 a?os, estaba pasando a limpio sus memorias cuando estall¨® la guerra civil espa?ola. La vivi¨® en Madrid, convertido ¨¦l mismo en un ¡°esqueleto ambulante¡± por el hambre y escandalizado por los asesinatos de ¡°curas, frailes, monjas, carcas, como ellos dec¨ªan, o beatas¡± llevados a cabo en la ciudad ¡°bajo el dominio rojo¡±. S¨¢nchez, que estudi¨® ciencias naturales antes de emigrar a Filipinas y luego acab¨® Medicina con 40 a?os, hab¨ªa empezado a trabajar en 1903 en el laboratorio del neurocient¨ªfico Santiago Ram¨®n y Cajal, ubicado entonces en el mismo edificio donde hoy se expone el esqueleto de la mujer filipina. Durante la guerra, S¨¢nchez se dedic¨® a estudiar al microscopio la estructura de los centros nerviosos de los insectos.
¡°Con frecuencia esta agradable labor era turbada por el estampido de los ca?onazos, las explosiones de los obuses, los disparos de los antia¨¦reos o de las ametralladoras¡±, escribi¨® con tristeza. ¡°No cabe mayor ferocidad que la que se ha puesto de manifiesto durante la guerra cruel y fratricida que acabamos de soportar. ?Nunca cre¨ª que esta nuestra querida Espa?a, la hidalga y caballerosa, albergara tanta ferocidad y desverg¨¹enza, tanta miseria moral! Esos nuestros paisanos, los que han patrocinado, aconsejado y cometido tan repugnantes cr¨ªmenes o los han presenciado con j¨²bilo y alegr¨ªa, han dejado chiquitos, como suele decirse, a los m¨¢s salvajes y sanguinarios igorrotes de las cordilleras del norte de Luz¨®n (Filipinas)¡±.
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