La necesidad humana de despedirse
El descubrimiento del enterramiento humano m¨¢s antiguo que se conoce en ?frica es el resultado de un trabajo de m¨¢s de dos a?os en el CENIEH
Hace tres a?os, por esta ¨¦poca, viajaba en un tren regional por el este de Alemania. Acababa de dar una conferencia en el Instituto Max Planck para la Ciencia de la Historia Humana, en Jena, y regresaba a Espa?a con un encargo cient¨ªfico: analizar un bloque de tierra del yacimiento de Panga ya Saidi (Kenia) que llevaba en una caja, sobre mis rodillas. En la superficie del bloque apenas se ve¨ªan dos dientes que reconoc¨ª como humanos. No sab¨ªa entonces que, en realidad, en mi regazo ¨Den el colo, en gallego¡ª llevaba el cuerpo de un ni?o de apenas tres a?os de edad, cuya p¨¦rdida hab¨ªa hecho sufrir a una familia hace m¨¢s de 78.000 a?os.
La reconstrucci¨®n forense de lo sucedido, incluyendo el an¨¢lisis de la tierra y los huesos, nos llev¨® a concluir que aquel ni?o, al que llamamos Mtoto ¡ª¡±el ni?o¡±, en suajili¡ª hab¨ªa sido deliberadamente enterrado, en posici¨®n flexionada, recostado sobre su lado derecho, probablemente con una almohada, y envuelto en un sudario de hojas o pieles. Se trataba del enterramiento humano m¨¢s antiguo que se conoce en ?frica.
El descubrimiento fue el resultado de un trabajo de m¨¢s de dos a?os en el Centro Nacional de Investigaci¨®n sobre la Evoluci¨®n Humana (CENIEH), en el que hubo que combinar la aplicaci¨®n de sofisticadas t¨¦cnicas de imagen con una delicad¨ªsima excavaci¨®n manual dada la extrema fragilidad de sus huesos en avanzado estado de descomposici¨®n. Mtoto estaba literalmente desapareciendo, haciendo un ¨²ltimo equilibrio entre el mundo de los vivos y los muertos. Tratar de liberarlo de la tierra era como excavar sus cenizas, su impronta, su sombra blanquecina a punto de esfumarse al m¨¢s all¨¢ en el que probablemente su comunidad ya cre¨ªa.
Estudiando a Mtoto lo hemos resucitado en el momento de su muerte y, de alguna manera, contribuimos a hacerlo inmortal
Este hallazgo me ha hecho pensar, de nuevo, en el misterio de los f¨®siles humanos, objetos preciosos a caballo entre la geolog¨ªa y la biolog¨ªa, pero humanos, al fin y al cabo. Estudiando a Mtoto lo hemos resucitado en el momento de su muerte y, de alguna manera, contribuimos a hacerlo inmortal. Hay algo conmovedor en la especie humana, en su denostada negaci¨®n de la muerte, en su voluntad, m¨¢s all¨¢ del instinto, de desafiar el final. El ser humano habita el mundo f¨ªsico y el mundo simb¨®lico y, consciente de su finitud, es en este ¨²ltimo donde aspirar a permanecer. Quiz¨¢ es esa consciencia de la temporalidad la que nos mueve a buscar el sentido de la vida, a hacer cosas que creemos que merecen la pena, y que permanecer¨¢n cuando ya no estemos. Buscarse un lugar en la historia ¡ªo en el coraz¨®n de alguien¡ª es la mejor forma de combatir la impotencia y la ansiedad de un animal que vive sabiendo que se va a morir.
La necesidad de despedirse de los que fallecen es una forma de perpetuar nuestro v¨ªnculo con ellos, de alargar su presencia entre nosotros incluso cuando la biolog¨ªa los abandona. Un no querer soltarles la mano. Seguimos siendo alguien despu¨¦s de muertos. Tambi¨¦n los f¨®siles siguen siendo alguien. Confieso una emoci¨®n intacta y mucho v¨¦rtigo cada vez que estudio uno. Mtoto me ha recordado la asombrosa capacidad de los humanos para dar calor en el m¨¢s fr¨ªo de los momentos. Y yo le agradezco ese recuerdo.
Mar¨ªa Martin¨®n Torres es directora del Centro Nacional de Investigaci¨®n sobre la Evoluci¨®n Humana (CENIEH)
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