El condenado y las urnas
Adem¨¢s de ser un f¨ªsico de primera fila, George Gamow fue un excelente narrador, como se aprecia en sus libros de divulgaci¨®n y de matem¨¢tica recreativa
El algoritmo ascensoril de Karp suscit¨® un interesante debate entre los lectores (ver comentarios de la semana pasada), y habr¨¢ que volver a ¨¦l en un futuro pr¨®ximo; pero, de momento, volvamos con el gran George Gamow.
En 1956, Gamow y su amigo el matem¨¢tico Marvin Stern trabajaron juntos para una empresa de San Diego, California. Sus oficinas estaban en distintas plantas de un mismo edificio, y las continuas visitas del uno al otro y del otro al uno sirvieron de inspiraci¨®n para la ¡°paradoja del ascensor¡± (ver entrada del mismo t¨ªtulo), que a su vez les dio la idea de recopilar un libro conjunto de pasatiempos matem¨¢ticos, a los que ambos eran muy aficionados, y que, como ya vimos, se public¨® en 1958 con el t¨ªtulo Puzzles-Math. Quienes conocen sus deliciosos libros de divulgaci¨®n cient¨ªfica, y muy especialmente los protagonizados por Mr. Topkins (alg¨²n d¨ªa habr¨¢ que dedicarles una entrega de El juego de la ciencia, o varias) saben que Gamow, adem¨¢s de un f¨ªsico de primera fila, era un excelente narrador, y en la citada recopilaci¨®n de acertijos fabulados tenemos una buena muestra de ello. Tenemos muchas, en realidad, pero, por motivos de espacio, de momento nos conformaremos con una, protagonizada por el astuto truhan que se salv¨® de la horca en la conocida paradoja del ahorcamiento prematuro (a quien Gamow y Stern dedican un par de cap¨ªtulos del libro):
La segunda condena de Abdul
Tras salvarse por los pelos de la horca, Abdul volvi¨® a meterse en un buen l¨ªo. Fue acusado de trapichear en el mercado negro de esclavas, que hab¨ªa sido prohibido por el sult¨¢n Ibn-al-Kuz. En esta ocasi¨®n, Abdul fue juzgado por un jurado compuesto por seis hombres y seis mujeres. Las seis mujeres lo consideraron culpable y pidieron la pena capital, pero los seis hombres lo declararon inocente. Entonces el juez decidi¨® que Abdul deb¨ªa tener un cincuenta por ciento de probabilidades de vivir, y que el resultado se decidir¨ªa sacando una bola de una urna. La corte proporcion¨® dos urnas, una con cincuenta bolas blancas y otra con cincuenta bolas negras. Al prisionero se le vendar¨ªan los ojos y tendr¨ªa que elegir una de las urnas y sacar una bola. Una bola negra significar¨ªa la muerte y una bola blanca la libertad. Por supuesto, los contenidos de las urnas se mezclar¨ªan al azar y las bolas de ambas ser¨ªan convenientemente revueltas despu¨¦s de que se le pusiera la venda en los ojos.
-?Oh, gran juez -exclam¨® Abdul, cayendo de rodillas-, concededme una ¨²ltima petici¨®n! Permitidme redistribuir las bolas entre las dos urnas antes de que me venden los ojos y tenga que elegir la urna y la bola.
-?Cre¨¦is que esto podr¨ªa aumentar sus probabilidades de salvarse? -le pregunt¨® el juez al visir, que estaba sentado a su lado.
-No lo creo -contest¨® el visir, que se consideraba un gran experto en problemas matem¨¢ticos-. Hay cincuenta bolas negras y cincuenta blancas, y como no puede verlas, las posibilidades siguen siendo las mismas, no importa c¨®mo se distribuyan las bolas entre las dos urnas, o entre cualquier n¨²mero de urnas.
-Pues bien -dijo el juez-, ya que eso no cambiar¨¢ nada, ?por qu¨¦ no accedemos a su petici¨®n, aunque solo sea para demostrarle a nuestro gran sult¨¢n que su reci¨¦n nombrado tribunal de justicia tiene tendencias liberales, de acuerdo con sus deseos? Adelante, redistribuye las bolas -le dijo a Abdul, que a¨²n estaba arrodillado ante ¨¦l.
?Ten¨ªa raz¨®n el visir o Abdul pudo redistribuir las bolas en las urnas de manera que aumentaran sus probabilidades de sobrevivir?
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