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El para¨ªso en la otra esquina

Primer cap¨ªtulo de la nueva novela de Mario de Vargas Llosa

Flora en Auxerre. Abril de 1844. (Cap¨ªtulo I)

Abri¨® los ojos a las cuatro de la madrugada y pens¨®: "Hoy comienzas a cambiar el mundo, Florita". No la abrumaba la perspectiva de poner en marcha la maquinaria que al cabo de algunos a?os transformar¨ªa a la humanidad, desapareciendo la injusticia. Se sent¨ªa tranquila, con fuerzas para enfrentar los obst¨¢culos que le saldr¨ªan al paso. Como aquella tarde en Saint-Germain, diez a?os atr¨¢s, en la primera reuni¨®n de los sansimonianos, cuando, escuchando a Prosper Enfantin describir a la pareja-mes¨ªas que redimir¨ªa al mundo, se prometi¨® a s¨ª misma, con fuerza: "La mujer-mes¨ªas ser¨¢s t¨²". ?Pobres sansimonianos, con sus jerarqu¨ªas enloquecidas, su fan¨¢tico amor a la ciencia y su idea de que bastaba poner en el gobierno a los industriales y administrar la sociedad como una empresa para alcanzar el progreso! Los hab¨ªas dejado muy atr¨¢s, Andaluza.

Se levant¨®, se ase¨® y se visti¨®, sin prisa. La noche anterior, luego de la visita que le hizo el pintor Jules Laure para desearle suerte en su gira, hab¨ªa terminado de alistar su equipaje, y con Marie-Madeleine, la criada, y el aguatero No?l Taphanel lo bajaron al pie de la escalera. Ella misma se ocup¨® de la bolsa con los ejemplares reci¨¦n impresos de La Uni¨®n Obrera; deb¨ªa pararse cada cierto n¨²mero de escalones a tomar aliento, pues pesaba much¨ªsimo. Cuando el coche lleg¨® a la casa de la Rue du Bac para llevarla al embarcadero, Flora llevaba despierta varias horas.

Era a¨²n noche cerrada. Hab¨ªan apagado los faroles de gas de las esquinas, y el cochero, sumergido en un capote que s¨®lo le dejaba los ojos al aire, estimulaba a los caballos con una fusta sibilante. Escuch¨® repicar las campanas de Saint-Sulpice. Las calles, solitarias y oscuras, le parecieron fantasmales. Pero, a las orillas del Sena, el embarcadero herv¨ªa de pasajeros, marineros y cargadores preparando la partida. Oy¨® ¨®rdenes y exclamaciones. Cuando el barco zarp¨®, trazando una estela de espuma en las aguas pardas del r¨ªo, brillaba el sol en un cielo primaveral y Flora tomaba un t¨¦ caliente en la cabina. Sin p¨¦rdida de tiempo, anot¨® en su diario: 12 de abril de 1844. Y de inmediato se puso a estudiar a sus compa?eros de viaje. Llegar¨ªan a Auxerre al anochecer. Doce horas para enriquecer tus conocimientos sobre pobres y ricos en este muestrario fluvial, Florita.

Viajaban pocos burgueses. Buen n¨²mero de marineros de los barcos que tra¨ªan a Par¨ªs productos agr¨ªcolas desde Joigny y Auxerre, regresaban a su lugar de origen. Rodeaban a su patr¨®n, un pelirrojo peludo, hosco y cincuent¨®n con el que Flora tuvo una amigable charla. Sentado en la cubierta en medio de sus hombres, a las nueve de la ma?ana les dio pan a discreci¨®n, siete u ocho r¨¢banos, una pizca de sal y dos huevos duros por cabeza. Y, en un vaso de esta?o que circul¨® de mano en mano, un traguito de vino del pa¨ªs. Estos marineros de mercanc¨ªas ganaban un franco y medio por d¨ªa de faena, y, en los largos inviernos, pasaban penurias para sobrevivir. Su trabajo a la intemperie era duro en ¨¦poca de lluvias. Pero, en la relaci¨®n de estos hombres con el patr¨®n, Flora no advirti¨® el servilismo de esos marineros ingleses que apenas osaban mirar a los ojos a sus jefes. A las tres de la tarde, el patr¨®n les sirvi¨® la ¨²ltima comida del d¨ªa: rebanadas de jam¨®n, queso y pan, que ellos comieron en silencio, sentados en c¨ªrculo. En el puerto de Auxerre, le tom¨® un tiempo infernal desembarcar el equipaje. El cerrajero Pierre Moreau le hab¨ªa reservado un albergue c¨¦ntrico, peque?o y viejo, al que lleg¨® al amanecer. Mientras desempacaba, brotaron las primeras luces. Se meti¨® a la cama, sabiendo que no pegar¨ªa los ojos. Pero, por primera vez en mucho tiempo, en las pocas horas que estuvo tendida viendo aumentar el d¨ªa a trav¨¦s de las cortinillas de cretona, no fantase¨® en torno a su misi¨®n, la humanidad doliente ni los obreros que reclutar¨ªa para la Uni¨®n Obrera. Pens¨® en la casa donde naci¨®, en Vaugirard, la periferia de Par¨ªs, barrio de esos burgueses que ahora detestaba. ?Recordabas esa casa, amplia, c¨®moda, de cuidados jardines y atareadas mucamas, o las descripciones que de ella te hac¨ªa tu madre, cuando ya no eran ricas, sino pobres, y la desvalida se?ora se consolaba con esos recuerdos lisonjeros de las goteras, la promiscuidad, el hacinamiento y la fealdad de los dos cuartitos de la Rue du Fouarre? Tuvieron que refugiarse all¨ª luego de que las autoridades les arrebataron la casa de Vaugirard alegando que el matrimonio de tus padres, hecho en Bilbao por un curita franc¨¦s expatriado, no ten¨ªa validez, y que don Mariano Trist¨¢n, espa?ol del Per¨², era ciudadano de un pa¨ªs con el que Francia estaba en guerra.

Lo probable, Florita, era que tu memoria retuviera de esos primeros a?os s¨®lo lo que tu madre te cont¨®. Eras muy peque?a para recordar los jardineros, las mucamas, los muebles forrados de seda y terciopelo, los pesados cortinajes, los objetos de plata, oro, cristal y loza pintada a mano que adornaban la sala y el comedor. Madame Trist¨¢n hu¨ªa al esplendoroso pasado de Vaugirard para no ver la penuria y las miserias de la maloliente Place Maubert, hirviendo de pordioseros, vagabundos y gentes de mal vivir, ni esa Rue du Fouarre llena de tabernas, donde t¨² hab¨ªas pasado unos a?os de infancia que, ¨¦sos s¨ª, recordabas muy bien. Subir y bajar las palanganas del agua, subir y bajar las bolsas de basura. Temerosa de encontrar, en la escalerita empinada de pelda?os apolillados que cruj¨ªan, a ese viejo borracho de cara c¨¢rdena y nariz hinchada, el t¨ªo Giuseppe, mano larga que te ensuciaba con su mirada y, a veces, pellizcaba. A?os de escasez, de miedo, de hambre, de tristeza, sobre todo cuando tu madre ca¨ªa en un estupor anonadado, incapaz de aceptar su desgracia, despu¨¦s de haber vivido como una reina, con su marido -su leg¨ªtimo marido ante Dios, pese a quien pesara-, don Mariano Trist¨¢n y Moscoso, coronel de los ej¨¦rcitos del rey de Espa?a, muerto prematuramente de una apoplej¨ªa fulminante el 4 de junio de 1807, cuando t¨² ten¨ªas apenas cuatro a?os y dos meses de edad.

Era tambi¨¦n improbable que te acordaras de tu padre. La cara llena, las espesas cejas y el bigote encrespado, la tez levemente ros¨¢cea, las manos con sortijas, las largas patillas grises del don Mariano que te ven¨ªan a la memoria no eran los del padre de carne y hueso que te llevaba en brazos a ver revolotear las mariposas entre las flores del jard¨ªn de Vaugirard, y, a veces, se comed¨ªa a darte el biber¨®n, ese se?or que pasaba horas en su estudio leyendo cr¨®nicas de viajeros franceses por el Per¨², el don Mariano al que ven¨ªa a visitar el joven Sim¨®n Bol¨ªvar, futuro Libertador de Venezuela, Colombia, Ecuador, Bolivia y Per¨². Eran los del retrato que tu madre luc¨ªa en su velador en el pisito de la Rue du Fouarre. Eran los de los ¨®leos de don Mariano que pose¨ªa la familia Trist¨¢n en la casa de Santo Domingo, en Arequipa, y que pasaste horas contemplando hasta convencerte de que ese se?or apuesto, elegante y pr¨®spero, era tu progenitor. Escuch¨® los primeros ruidos de la ma?ana en las calles de Auxerre. Flora sab¨ªa que no dormir¨ªa m¨¢s. Sus citas comenzaban a las nueve. Hab¨ªa concertado varias, gracias al cerrajero Moreau y a las cartas de recomendaci¨®n del buen Agricol Perdiguier a sus amigos de las sociedades obreras de ayuda mutua de la regi¨®n. Ten¨ªas tiempo. Un rato m¨¢s en cama te dar¨ªa fuerzas para estar a la altura de las circunstancias, Andaluza.

?Qu¨¦ habr¨ªa pasado si el coronel don Mariano Trist¨¢n hubiera vivido muchos a?os m¨¢s? No hubieras conocido la pobreza, Florita. Gracias a una buena dote, estar¨ªas casada con un burgu¨¦s y acaso vivir¨ªas en una bella mansi¨®n rodeada de parques, en Vaugirard. Ignorar¨ªas lo que es irse a la cama con las tripas torcidas de hambre, no sabr¨ªas el significado de conceptos como discriminaci¨®n y explotaci¨®n. Injusticia ser¨ªa para ti una palabra abstracta. Pero, tal vez, tus padres te habr¨ªan dado una instrucci¨®n: colegios, profesores, un tutor. Aunque, no era seguro: una ni?a de buena familia era educada solamente para pescar marido y ser una buena madre y ama de casa. Desconocer¨ªas todas las cosas que debiste aprender por necesidad. Bueno, s¨ª, no tendr¨ªas esas faltas de ortograf¨ªa que te han avergonzado toda tu vida y, sin duda, hubieras le¨ªdo m¨¢s libros de los que has le¨ªdo. Te habr¨ªas pasado los a?os ocupada en tu guardarropa, cuidando tus manos, tus ojos, tus cabellos, tu cintura, haciendo una vida mundana de saraos, bailes, teatros, meriendas, excursiones, coqueter¨ªas. Ser¨ªas un bello par¨¢sito enquistado en tu buen matrimonio. Nunca hubieras sentido curiosidad por saber c¨®mo era el mundo m¨¢s all¨¢ de ese reducto en el que vivir¨ªas confinada, a la sombra de tu padre, de tu madre, de tu esposo, de tus hijos. M¨¢quina de parir, esclava feliz, ir¨ªas a misa los domingos, comulgar¨ªas los primeros viernes y ser¨ªas, a tus cuarenta y un a?os, una matrona rolliza con una pasi¨®n irresistible por el chocolate y las novenas. No hubieras viajado al Per¨², ni conocido Inglaterra, ni descubierto el placer en los brazos de Olympia, ni escrito, pese a tus faltas de ortograf¨ªa, los libros que has escrito. Y, por supuesto, nunca hubieras tomado conciencia de la esclavitud de las mujeres ni se te habr¨ªa ocurrido que, para liberarse, era indispensable que ellas se unieran a los otros explotados a fin de llevar a cabo una revoluci¨®n pac¨ªfica, tan importante para el futuro de la humanidad como la aparici¨®n del cristianismo hac¨ªa 1.844 a?os. "Mejor que te murieras, more cher papa", se ri¨®, saltando de la cama. No estaba cansada. En veinticuatro horas no hab¨ªa tenido dolores en la espalda ni en la matriz, ni advertido al hu¨¦sped fr¨ªo en su pecho. Te sent¨ªas de excelente humor, Florita.

La primera reuni¨®n, a las nueve de la ma?ana, tuvo lugar en un taller. El cerrajero Moreau, que deb¨ªa acompa?arla, hab¨ªa tenido que salir de Auxerre de urgencia, por la muerte de un familiar. A bailar sola, pues, Andaluza. De acuerdo a lo convenido, la esperaban una treintena de afiliados a una de las sociedades en que se hab¨ªan fragmentado los mutualistas en Auxerre y que ten¨ªa un lindo nombre: Deber de Libertad. Eran casi todos zapateros. Miradas recelosas, inc¨®modas, alguna que otra burlona por ser la visitante una mujer. Estaba acostumbrada a esos recibimientos desde que, meses atr¨¢s, comenz¨® a exponer, en Par¨ªs y en Burdeos, a peque?os grupos, sus ideas sobre la Uni¨®n Obrera. Les habl¨® sin que le temblara la voz, demostrando mayor seguridad de la que ten¨ªa. La desconfianza de su auditorio se fue desvaneciendo a medida que les explicaba c¨®mo, uni¨¦ndose, los obreros conseguir¨ªan lo que anhelaban -derecho al trabajo, educaci¨®n, salud, condiciones decentes de existencia-, en tanto que dispersos siempre ser¨ªan maltratados por los ricos y las autoridades. Todos asintieron cuando, en apoyo de sus ideas, cit¨® el controvertido libro de Pierre-Joseph Proudhon ?Qu¨¦ es la propiedad?, que, desde su aparici¨®n hac¨ªa cuatro a?os, daba tanto que hablar en Par¨ªs por su afirmaci¨®n contundente: "La propiedad es el robo". Dos de los presentes, que le parecieron fourieristas, ven¨ªan preparados para atacarla, con razones que Flora ya le hab¨ªa o¨ªdo a Agricol Perdiguier: si los obreros ten¨ªan que sacar unos francos de sus salarios miserables para pagar las cotizaciones de la Uni¨®n Obrera ?c¨®mo llevar¨ªan un mendrugo a la boca de sus hijos? Respondi¨® a todas sus objeciones con paciencia. Crey¨® que, sobre las cotizaciones al menos, se dejaban convencer. Pero su resistencia fue tenaz en lo concerniente al matrimonio.

-Usted ataca a la familia y quiere que desaparezca. Eso no es cristiano, se?ora.

-Lo es, lo es -repuso, a punto de encolerizarse. Pero dulcific¨® la voz-. No es cristiano que, en nombre de la santidad de la familia, un hombre se compre una mujer, la convierta en ponedora de hijos, en bestia de carga, y, encima, la muela a golpes cada vez que se pasa de tragos.

Como advirti¨® que abr¨ªan mucho los ojos, desconcertados con lo que o¨ªan, les propuso abandonar ese tema e imaginar juntos m¨¢s bien los beneficios que traer¨ªa la Uni¨®n Obrera a los campesinos, artesanos y trabajadores como ellos. Por ejemplo, los Palacios Obreros. En esos locales modernos, aireados, limpios, sus ni?os recibir¨ªan instrucci¨®n, sus familias podr¨ªan curarse con buenos m¨¦dicos y enfermeras si lo necesitaban o ten¨ªan accidentes de trabajo. A esas residencias acogedoras se retirar¨ªan a descansar cuando perdieran las fuerzas o fueran demasiado viejos para el taller. Los ojos opacos y cansados que la miraban se fueron animando, se pusieron a brillar. ?No val¨ªa la pena, para conseguir cosas as¨ª, sacrificar una peque?a cuota del salario? Algunos asintieron.

Qu¨¦ ignorantes, qu¨¦ tontos, qu¨¦ ego¨ªstas eran tantos de ellos. Lo descubri¨® cuando, despu¨¦s de responder a sus preguntas, comenz¨® a interrogarlos. No sab¨ªan nada, carec¨ªan de curiosidad y estaban conformes con su vida animal. Dedicar parte de su tiempo y energ¨ªa a luchar por sus hermanas y hermanos se les hac¨ªa cuesta arriba. La explotaci¨®n y la miseria los hab¨ªan estupidizado. A veces daban ganas de darle la raz¨®n a Saint-Simon, Florita: el pueblo era incapaz de salvarse a s¨ª mismo, s¨®lo una ¨¦lite lo lograr¨ªa. ?Hasta se les hab¨ªan contagiado los prejuicios burgueses! Les resultaba dif¨ªcil aceptar que fuera una mujer -?una mujer!- quien los exhortara a la acci¨®n. Los m¨¢s despiertos y lenguaraces eran de una arrogancia inaguantable -se daban aires de arist¨®cratas- y Flora debi¨® hacer esfuerzos para no estallar. Se hab¨ªa jurado que durante el a?o que durar¨ªa esta gira por Francia no dar¨ªa pie, ni una sola vez, para merecer el apodo de Madame-la-Col¨¨re con que, a causa de sus rabietas, la llamaban a veces Jules Laure y otros amigos. Al final, los treinta zapateros prometieron que se inscribir¨ªan en la Uni¨®n Obrera y que contar¨ªan lo que hab¨ªan o¨ªdo esta ma?ana a sus compa?eros carpinteros, cerrajeros y talladores de la sociedad Deber de Libertad.

Cuando regresaba al albergue por las callecitas curvas y adoquinadas de Auxerre vio en una peque?a plaza con cuatro ¨¢lamos de hojas blanqu¨ªsimas reci¨¦n brotadas a un grupo de ni?as que jugaban, formando unas figuras que sus carreras hac¨ªan y deshac¨ªan. Se detuvo a observarlas. Jugaban al Para¨ªso, ese juego que, seg¨²n tu madre, hab¨ªas jugado en los jardines de Vaugirard con amiguitas de la vecindad, bajo la mirada risue?a de don Mariano. ?Te acordabas, Florita? "?Es aqu¨ª el Para¨ªso?". "No, se?orita, en la otra esquina". Y mientras la ni?a, de esquina en esquina, preguntaba por el esquivo Para¨ªso, las dem¨¢s se divert¨ªan cambiando a sus espaldas de lugar. Record¨® la impresi¨®n de aquel d¨ªa en Arequipa, el a?o 1833, cerca de la iglesia de la Merced, cuando, de pronto, se encontr¨® con un grupo de ni?os y ni?as que correteaban en el zagu¨¢n de una casa profunda. "?Es aqu¨ª el Para¨ªso?". "En la otra esquina, mi se?or". Ese juego que cre¨ªas franc¨¦s result¨® tambi¨¦n peruano. Bueno, qu¨¦ ten¨ªa de raro, ?no era una aspiraci¨®n universal llegar al Para¨ªso? Ella se lo hab¨ªa ense?ado a jugar a sus dos hijos, Aline y Ernest-Camille.

Se hab¨ªa fijado, para cada pueblo y ciudad, un programa preciso: reuniones con obreros, los peri¨®dicos, los propietarios m¨¢s influyentes y, por supuesto, las autoridades eclesi¨¢sticas. Para explicar a los burgueses que, contrariamente a lo que se dec¨ªa de ella, su proyecto no presagiaba una guerra civil, sino una revoluci¨®n sin sangre, de ra¨ªz cristiana, inspirada en el amor y la fraternidad. Y que, justamente, la Uni¨®n Obrera, al traer la justicia y la libertad a los pobres y a las mujeres, impedir¨ªa los estallidos violentos, inevitables en Francia si las cosas segu¨ªan como hasta ahora. ?Hasta cu¨¢ndo iba a continuar engordando un pu?adito de privilegiados gracias a la miseria de la inmensa mayor¨ªa? ?Hasta cu¨¢ndo la esclavitud, abolida para los hombres, continuar¨ªa para las mujeres? Ella sab¨ªa ser persuasiva; a muchos burgueses y curas sus argumentos los convencer¨ªan.

Pero en Auxerre no pudo visitar ning¨²n peri¨®dico, pues no los hab¨ªa. Una ciudad de doce mil almas y ning¨²n peri¨®dico. Los burgueses de aqu¨ª eran unos ignorantes crasos.

En la catedral tuvo una conversaci¨®n que termin¨® en pelea con el p¨¢rroco, el padre Fortin, un hombrecillo regordete y medio calvo, de ojillos asustadizos, aliento fuerte y sotana grasienta, cuya cerraz¨®n consigui¨® sacarla de sus casillas. ("No puedes con tu genio, Florita").

Fue a buscar al padre Fortin a su casa, vecina a la catedral, y qued¨® impresionada con lo amplia y lo bien puesta que era. La sirvienta, una vieja con cofia y delantal, la gui¨® cojeando hasta el despacho del cura. ?ste demor¨® un cuarto de hora en recibirla. Cuando se apareci¨®, su f¨ªsico rechoncho, su mirada evasiva y su falta de aseo la predispusieron contra ¨¦l. El padre Fortin la escuch¨® en silencio. Esforz¨¢ndose por ser amable, Flora le explic¨® el motivo de su venida a Auxerre. En qu¨¦ consist¨ªa su proyecto de Uni¨®n Obrera, y que esta alianza de toda la clase trabajadora, primero en Francia, luego en Europa y, m¨¢s tarde, en el mundo, forjar¨ªa una humanidad verdaderamente cristiana, impregnada de amor al pr¨®jimo. ?l la miraba con una incredulidad que se fue convirtiendo en recelo, y por fin en espanto cuando Flora afirm¨® que, una vez constituida la Uni¨®n Obrera, los delegados ir¨ªan a presentar a las autoridades -incluido el propio rey Louis-Philippe- sus demandas de reforma social, empezando por la igualdad absoluta de derechos para hombres y mujeres.

-Pero eso ser¨ªa una revoluci¨®n -musit¨® el p¨¢rroco, echando una lluviecita de saliva.

-Al contrario -le aclar¨® Flora-. La Uni¨®n Obrera nace para evitarla, para que triunfe la justicia sin el menor derramamiento de sangre.

De otro modo, acaso habr¨ªa m¨¢s muertos que en 1789. ?No conoc¨ªa el p¨¢rroco, a trav¨¦s del confesonario, las desdichas de los pobres? ?No advert¨ªa que cientos de miles, millones de seres humanos, trabajaban quince, dieciocho horas al d¨ªa, como animales, y que sus salarios ni siquiera les alcanzaban para dar de comer a sus hijos? ?No se daba cuenta, ¨¦l que las o¨ªa y las ve¨ªa a diario en la iglesia, c¨®mo las mujeres eran humilladas, maltratadas, explotadas, por sus padres, por sus maridos, por sus hijos? Su suerte era todav¨ªa peor que la de los obreros. Si eso no cambiaba, habr¨ªa en la sociedad una explosi¨®n de odio. La Uni¨®n Obrera nac¨ªa para prevenirla. La Iglesia cat¨®lica deb¨ªa ayudarla en su cruzada. ?No quer¨ªan los cat¨®licos la paz, la compasi¨®n, la armon¨ªa social? En eso hab¨ªa coincidencia total entre la Iglesia y la Uni¨®n Obrera.

-Aunque yo no sea cat¨®lica, la filosof¨ªa y la moral cristianas gu¨ªan todas mis acciones, padre -le asegur¨®.

Cuando la oy¨® decir que no era cat¨®lica, aunque s¨ª cristiana, la carita redonda del padre Fortin palideci¨®. Dando un peque?o brinquito, quiso saber si eso significaba que la se?ora era protestante. Flora le explic¨® que no: cre¨ªa en Jes¨²s, pero no en la Iglesia, porque, en su criterio, la religi¨®n cat¨®lica coactaba la libertad humana debido a su sistema vertical. Y sus creencias dogm¨¢ticas sofocaban la vida intelectual, el libre albedr¨ªo, las iniciativas cient¨ªficas. Adem¨¢s, sus ense?anzas sobre la castidad como s¨ªmbolo de la pureza espiritual atizaban los prejuicios que hab¨ªan hecho de la mujer poco menos que una esclava.

El p¨¢rroco hab¨ªa pasado de la lividez a una congesti¨®n preapopl¨¦tica. Pesta?eaba, confuso y alarmado. Flora call¨® cuando lo vio apoyarse en su mesa de trabajo, temblando. Parec¨ªa a punto de sufrir un vah¨ªdo.

-Sabe usted lo que dice, se?ora? -balbuce¨®-. ?Para esas ideas viene a pedir ayuda de la Iglesia?

S¨ª, para ellas. ?No pretend¨ªa la Iglesia cat¨®lica ser la iglesia de los pobres? ?No estaba contra las injusticias, el esp¨ªritu de lucro, la explotaci¨®n del ser humano, la codicia? Si todo eso era cierto, la Iglesia ten¨ªa la obligaci¨®n de amparar un proyecto cuyo designio era traer a este mundo la justicia en nombre del amor y la fraternidad.

Fue como hablar a una pared o a un mulo. Flora trat¨® todav¨ªa un buen rato de hacerse entender. In¨²til. El p¨¢rroco ni siquiera argumentaba contra sus razones. La miraba con repugnancia y temor, sin disimular su impaciencia. Por fin, mascull¨® que no pod¨ªa prometerle ayuda, pues eso depend¨ªa del obispo de la di¨®cesis. Que fuera a explicarle a ¨¦l su propuesta, aunque, le advert¨ªa, era improbable que alg¨²n obispo patrocinara una acci¨®n social de signo abiertamente anticat¨®lico. Y siel obispo lo prohib¨ªa, ning¨²n creyente la ayudar¨ªa, pues la grey cat¨®lica obedec¨ªa a sus pastores. "Y, seg¨²n los sansimonianos, hay que reforzar el principio de autoridad para que la sociedad funcione", pensaba Flora, escuch¨¢ndolo. "Ese respeto a la autoridad que hace de los cat¨®licos unos aut¨®matas, como este infeliz".

Intent¨® despedirse de buena manera del padre Fortin, ofreci¨¦ndole un ejemplar de La Uni¨®n Obrera.

-Por lo menos, l¨¦alo, padre. Ver¨¢ que mi proyecto est¨¢ impregnado de sentimientos cristianos.

-No lo leer¨¦ -dijo el padre Fortin, moviendo la cabeza con energ¨ªa, sin coger el libro-. Me basta con lo que usted me ha dicho para saber que ese libro no es sano. Que lo ha inspirado, tal vez, sin que usted lo sepa, el propio Belceb¨².

Flora se ech¨® a re¨ªr, mientras devolv¨ªa el peque?o libro a su bolsa.

-Usted es uno de esos curas que volver¨ªan a llenar las plazas de hogueras para quemar a todos los seres libres e inteligentes de este mundo, padre -le dijo, a modo de adi¨®s.

En el cuarto del albergue, despu¨¦s de tomar una sopa caliente, hizo el balance de su jornada en Auxerre. No se sinti¨® pesimista. Al mal tiempo, buena cara, Florita. No le hab¨ªa ido muy bien, pero tampoco tan mal. Rudo oficio el de ponerse al servicio de la humanidad, Andaluza.

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