D¨ªas sin tregua
Una novela de Miguel Mena, situada en 1981, en la que el inspector de Polic¨ªa Miguel Mainar deber¨¢ investigar el secuestro de Enrique Castro "Quini", delantero centro del F.C. Barcelona.
Lo mejor de morir asesinado por la espalda es que no ves venir a la muerte ni contemplas la cara del asesino y eso siempre te deja un instante para so?ar. Quiero creer en ello porque en este pa¨ªs del sobresalto y el tiro en la nuca debe de haber una bala reservada para m¨ª, como cualquier polic¨ªa, aunque yo tengo que protegerme de los terroristas y tambi¨¦ de esos compa?eros que en los ¨²ltimos d¨ªas se muestran inquietos y rabiosos, con ganas de ajustar cuentas contra todo lo que huela a libertad.
Est¨¢n aqu¨ª. No se ocultan. Ni siquiera han retirado los vasos de pl¨¢stico que usaron para brindar por el ¨¦xito de Tejero. Permanecen en el despacho del inspector Molina, encima del armario, y todav¨ªa conservan el rastro pegajoso del champ¨¢n barato que compraron para celebrar el golpe de Estado. Tal vez sigan ah¨ª por un descuido de la mujer de la limpieza, aunque no me extra?ar¨ªa que el propio Molina haya querido conservarlos por si se presenta la oportunidad de usarlos otra vez, y de usarlos pronto, tan pronto como otra nueva sombra planee sobre esta democracia incierta y gris que hoy se tambalea en Espa?a.
En el ¨²ltimo mes he visto muchas cosas. Vidas torturadas. Vidas destrozadas en nombre de la patria, de la ley o de la venganza. He visto el cad¨¢ver de un hombre joven al que su trabajo de ingeniero en una central nuclear le ha valido un tiro en la nuca. El gatillo es mucho m¨¢s r¨¢pido que la radiactividad. Tambi¨¦n he conocido la muerte de un terrorista despu¨¦s de pasar nueve d¨ªas detenido en una comisar¨ªa. Probablemente se le fue la mano a alg¨²n compa?ero con una idea feroz de la justicia. Al primero no le pude salvar y no estoy implicado en la muerte del segundo, pero eso no importa. Ya nada importa en este pa¨ªs enloquecido donde matar y morir es tan f¨¢cil, donde un hombre ha entrado en el Parlamento, pistola en mano, para interrumpir la elecci¨®n del presidente del gobierno y tomar como rehenes a trescientos cincuenta diputados, donde nos desayunamos con tanta sangre cada d¨ªa que ya lo asumimos como una rutina, como un castigo inevitable. Ciento treinta muertos el a?o pasado. Casi todas esas muescas figuran en las culatas de los pistoleros de ETA, pero tambi¨¦n la extrema derecha ha conseguido hacer diana en m¨¢s de veinte ocasiones y, en el otro extremo, el GRAPO se esfuerza por mantenerse vivo a base de muertes espor¨¢dicas y acumula en torno a la decena. Eso ya es historia, la estad¨ªstica de 1980.
Han transcurrido dos meses del nuevo a?o y todo apunta a que podremos batir f¨¢cilmente el r¨¦cord del ¨²ltimo ejercicio. A¨²n no ha empezado la primavera y ya he perdido la cuenta de los muertos que llevamos desde el uno de enero. Me resulta m¨¢s f¨¢cil recordar el n¨²mero de secuestros. Con el de ayer, son seis en estos dos meses. Salimos casi a un secuestro por semana. Tres rehenes ya han sido liberados y de otros dos no sabemos nada. El que me toc¨® investigar a m¨ª ya est¨¢ muerto. Ten¨ªa 39 a?os, s¨®lo seis m¨¢s que yo. No era polic¨ªa. No era militar ni guardia civil. Era ingeniero jefe de una central nuclear que todav¨ªa no ha empezado a romper uranio y ya lleva varias vidas rotas. Ten¨ªa cinco hijos. Demasiado joven para dejar cinco hu¨¦rfanos. He visto a esos ni?os en la televisi¨®n y no consigo olvidar su mirada, esos ojos de no entender nada, que parecen preguntarme por qu¨¦ no llegu¨¦ a tiempo para salvar a su padre, por qu¨¦ es tan dif¨ªcil descubrir a un secuestrado, por qu¨¦ sus captores se dieron tanta prisa en matarlo, y c¨®mo fueron sus ¨²ltimos d¨ªas, d¨®nde estuvo, qu¨¦ sinti¨®, de qu¨¦ habl¨® con sus ejecutores en esos momentos en que quiz¨¢ crey¨® que s¨®lo lo utilizar¨ªan como propaganda antes de soltarlo con un tiro en la pierna, como hab¨ªan hecho meses atr¨¢s con otros. Quiz¨¢ se imagin¨® cojo, pero no muerto. Quiz¨¢ tuvo suerte y ni siquiera supo que lo mataban. Tal vez, cuando el verdugo dispar¨® a medio metro de su nuca, ¨¦l pensaba, en ese mismo instante, que lo iban a liberar. Que lo hab¨ªan llevado al bosque para dejarlo all¨ª, atado a un ¨¢rbol, con un tiro a la altura de la rodilla, cojo y vivo. El consuelo de morir asesinado por la espalda: no ver la cara del asesino, partir hacia la eternidad o hacia la nada con un ¨²ltimo sue?o de esperanza.
A nadie extra?¨® que toda esta locura desembocara en un intento de golpe de Estado. No hay un solo mando militar, al menos de comandante para arriba, a quien le entusiasme el nuevo sistema pol¨ªtico: los partidos, los sindicatos, las autonom¨ªas, la Constituci¨®n, todo eso a lo que no est¨¢n acostumbrados y que a muchos les parece superfluo, innecesario, ajeno a su escala de valores y peligroso para su concepto de la disciplina, el honor y la patria. No hac¨ªa falta mucho para colmar su paciencia.
Ha bastado con mezclar en una coctelera su tradicionalismo de siglos con la sangre de los compa?eros ca¨ªdos en atentados y un poco del veneno que destilan cada d¨ªa los peri¨®dicos que m¨¢s se leen en los cuarteles. Todo eso, bien agitado con la dimisi¨®n del presidente del gobierno y las ofensas al Rey en su visita a Guernica, ha dado como fruto el espect¨¢culo del pasado lunes: hombres de uniforme en el Congreso, disparando al techo y poniendo de rodillas a los diputados. El espect¨¢culo por el que brindaron Molina y varios m¨¢s en la comisar¨ªa. El espect¨¢culo que pareci¨® finalizar en menos de veinticuatro horas, salvo que sea el primer acto de una obra cuyo desenlace s¨®lo puede ser inquietante.
Me quema la curiosidad por saber qu¨¦ civiles est¨¢n detr¨¢s de los uniformes militares que han protagonizado el asalto. Seguro que nos llevar¨ªamos m¨¢s de una sorpresa, seguro que adem¨¢s de los nombres en los que todos pensamos se hallan otros agazapados en algunas instituciones o en algunas empresas desde donde mueven los hilos para que no cese la tormenta desbocada que vive este pa¨ªs. Pero me quedar¨¦ con las ganas de luchar en ese frente. En este momento, mis superiores tienen otras prioridades para m¨ª.
—Mainar, le vamos a necesitar en lo del futbolista.
—?No vuelvo a Bilbao?
—No. Esta vez toca ir a Barcelona.
—Cre¨ª que de ese asunto iban a ocuparse otros. No parece que esta vez sea ETA.
—Eso a¨²n no lo sabemos, y un secuestro es un secuestro, est¨¦ quien est¨¦ detr¨¢s.
—Pero s¨®lo han pasado unas horas desde la desaparici¨®n de Quini. Quiz¨¢ sea una falsa alarma.
—Tenemos indicios de que el asunto es serio y se le va a dar prioridad absoluta. ?Cree que faltaba algo m¨¢s en este pa¨ªs que el secuestro del m¨¢ximo goleador de la liga? Hay que resolverlo cuanto antes y usted puede aportar su experiencia.
—?Y qu¨¦ hay del golpe? ?No har¨¢ falta refuerzo aqu¨ª en Madrid para averiguar qui¨¦n estaba detr¨¢s de Tejero?
—Ya hay mucha gente trabajando en eso, y adem¨¢s es mejor que lo resuelvan los propios militares. Olv¨ªdese de lo que pasa en Madrid y olv¨ªdese de lo que ha vivido en Bilbao, quiero que se concentre ¨²nicamente en Barcelona. Ma?ana a mediod¨ªa le esperan en el aeropuerto de El Prat.
No son buenos d¨ªas para discutir ¨®rdenes. Desde la muerte de Arregui en la comisar¨ªa, el ambiente en la polic¨ªa no ha parado de enrarecerse. En s¨®lo dos semanas han sido destituidos dos responsables de la Brigada Regional de Informaci¨®n, cinco agentes han pasado a disposici¨®n judicial, los compa?eros del Pa¨ªs Vasco se han declarado en huelga de celo, seis altos cargos, incluido el director general, han presentado su dimisi¨®n ante el ministro, y dos de nuestros incipientes sindicatos, la Uni¨®n Sindical de Polic¨ªa y el Sindicato Profesional del Cuerpo Superior de Polic¨ªa, se han enzarzado en una agria pol¨¦mica en la que unos dicen que hay que acabar con las pr¨¢cticas de torturas y otros niegan que existan y denuncian una brutal campa?a de desprestigio. Cada uno de esos d¨ªas de tensi¨®n ha trazado una huella de severidad en el rostro del comisario y ya no me habla ahora como cuando me llam¨® a su despacho para preguntarme por la ni?a. Se le ha borrado aquel inc¨®modo gesto de compasi¨®n, el forzado inter¨¦s por las pruebas m¨¦dicas de Laura. Mi hija es muy poquita cosa en la vor¨¢gine de sucesos que nos rodea. Es un asunto privado, una desgracia particular, simplemente ese detalle que me afecta a m¨ª, y s¨®lo a m¨ª, y que contribuye a que ni siquiera cuando llego a casa pueda encontrar un respiro entre tanta fatalidad.
Tal vez no es mala idea irme fuera otra vez. En el fondo, el comisario me hace un favor alej¨¢ndom de quienes investigan el golpe militar. Sospecho que esa dedicaci¨®n enrarecer¨ªa un poco m¨¢s el ambiente familiar.
Conozco bien a los militares, y no s¨®lo porque muchos de nuestros mandos procedan del ej¨¦rcito. Desde que empec¨¦ a salir con Luc¨ªa vivo rodeado por ellos. Mi suegro es militar, capit¨¢n instructor de los cadetes en la Academia de Zaragoza, un recinto donde todo respira todav¨ªa la vieja memoria, el olor rancio y la doctrina de la dictadura. Mi mujer es la secretaria de un general del Alto Estado Mayor. Luc¨ªa estaba predestinada a casarse con un militar y hasta cierto punto estuvo a punto de conseguirlo: cuando empezamos a salir juntos yo a¨²n vest¨ªa el uniforme de alf¨¦rez de las milicias universitarias, pero eso dur¨® estrictamente los meses estipulados y nadie de su familia pudo convencerme para que me reenganchara. Yo tambi¨¦n llevaba escrito en los genes familiares el destino policial y hacia all¨ª me llevaron los pasos al acabar Derecho.
Para mi suegro, tener un yerno polic¨ªa es un mal menor. Para ¨¦l somos como militares de segunda, sin uniforme, con menos disciplina y obligados a usar las armas en misiones menos nobles que la guerra. Para mi suegro disparar a un enemigo en combate supone un gran honor, pero enca?onar a un delincuente durante un atraco es una peque?a desgracia, un asunto feo y turbio, una manera necesaria pero triste de servir a la patria.
Lo bueno de los militares es que resulta muy f¨¢cil saber qu¨¦ piensan. Los ves venir. Es f¨¢cil ver crecer la furia en su interior e intuir cuando est¨¢n a punto de reventar. Les cuesta mucho disimular. En mi gremio pasa todo lo contrario.
Veo cosas que no me gustan. Muy cerca de m¨ª observo actitudes que s¨®lo me provocan desconfianza. No hay un polic¨ªa que respire tranquilo en este pa¨ªs. Unos viven con la permanente amenaza de un tiro en la nuca.
Otros se sentir¨ªan m¨¢s c¨®modos si nada se hubiera movido en los ¨²ltimos a?os, desde la muerte de Franco. Algunos est¨¢n a verlas venir, dispuestos a ponerse siempre del lado de los vencedores, caiga quien caiga. Vivimos d¨ªas inciertos. D¨ªas sin un respiro, en los que al concluir la jornada laboral a¨²n debemos trabajar duro para evitar un atentado. Nadie nos compensa por esas horas extras, por la tensi¨®n, por la incertidumbre, por todas las veces que nos agachamos para mirar bajo el coche, por las bombas que explotan en nuestras pesadillas y por vivir con la desconfianza como fiel compa?era.
Nos levantamos cada d¨ªa pensando qu¨¦ pasar¨¢ hoy.
Y yo, adem¨¢s, me acuesto cada noche pregunt¨¢ndome si Laura hablar¨¢ alg¨²n d¨ªa, d¨¢ndole vueltas a la pregunta que nadie hasta ahora ha sabido respondernos: hasta d¨®nde llega la gravedad de su problema, qu¨¦ maldito mecanismo de su peque?o cuerpo ha fallado, por qu¨¦ mi hija no anda como los dem¨¢s ni?os, no habla como los dem¨¢s ni?os, no entiende como los dem¨¢s ni?os.
Una mujer observa a su hija, se pregunta por qu¨¦ no habla y piensa que si no es sorda no deber¨ªa ser muda. A veces Luc¨ªa se siente reh¨¦n de su entorno. Reh¨¦n de su hija, que est¨¢ a punto de cumplir cuatro a?os y la tiene atrapada por su dependencia absoluta, como si se negara a dejar de ser un beb¨¦. Reh¨¦n del trabajo de su marido, que hasta hace pocos d¨ªas lo manten¨ªa en Bilbao y ahora lo lleva hasta Barcelona, siempre lejos, siempre tenso. Reh¨¦n de su madre cuando se pone al tel¨¦fono y llora por la nieta y por lo mal que va el pa¨ªs. Reh¨¦n de su ambiente laboral en el Cuartel General del Ej¨¦rcito, donde el desconcierto es todav¨ªa mayor que la rabia y donde muchos hablan por los pasillos pero a la hora de la verdad se callan. Reh¨¦n de una ciudad tan grande que le empieza a parecer hostil y le hace a?orar la ciudad de su infancia. A veces Luc¨ªa s¨®lo se siente comprendida por la mujer que le ayuda con la ni?a, pero sabe que es una comprensi¨®n de pago. Las cosas no van muy bien, pero su padre le ense?¨® disciplina militar, a hacer de tripas coraz¨®n y no mostrar nunca el flanco d¨¦bil. Es una madre en apuros que se cubre con la coraza de un aguerrido legionario.
Un hombre est¨¢ encerrado en un s¨®tano mal iluminado. Cuesta creer que haya tenido tan mala suerte. No parec¨ªa predestinado a sufrir as¨ª. Enrique Castro, ?Quini?, es asturiano, cae bien a la gente y no tiene enemigos; se supone que le gustan los espacios abiertos, el mar de Gij¨®n y correr por la hierba de los campos de f¨²tbol donde ha crecido su fama, justo lo contrario de lo que padece ahora, en una peque?a habitaci¨®n bajo tierra donde s¨®lo se puede respirar angustia.
Su vida cambi¨® el domingo, poco despu¨¦s del partido contra el H¨¦rcules. Un gran encuentro: Barcelona 6H¨¦rcules 0. Una victoria rotunda que les permite seguir en segunda posici¨®n, a s¨®lo dos puntos del l¨ªder, el Atl¨¦tico de Madrid. Quini marc¨® dos tantos y estrell¨® un bal¨®n en el larguero. Ya lleva 18 goles y contin¨²a destacado al frente de la tabla de goleadores. Pero qu¨¦ importa eso ahora. Su vida cambi¨® despu¨¦s del encuentro, cuando sinti¨® el ca?¨®n de una pistola en los ri?ones y una voz nerviosa, tensa, le mand¨® guardar silencio. Despu¨¦s vino lo peor. Despu¨¦s fue la bolsa de pl¨¢stico en la cabeza y la cinta aislante alrededor del cuello. Pens¨® que le quer¨ªan ahogar, que morir¨ªa all¨ª mismo antes de comprender qu¨¦ estaba pasando, c¨®mo hab¨ªa podido desmoronarse su mundo tan r¨¢pidamente, c¨®mo hab¨ªa podido pasar en poco rato del clamor del estadio coreando sus goles a viajar encogido dentro de un caj¨®n de madera, sin m¨¢s ruido de fondo que un motor de furgoneta.
Quini se ha topado con muchas pistolas en la ¨²ltima semana, demasiadas para un hombre pac¨ªfico. El lunes fue la pistola del teniente coronel Tejero disparando al techo del Congreso. El domingo fue la pistola de sus secuestradores incrustada entre su ropa. La pistola del militar furioso se ha visto mil veces en la televisi¨®n. La pistola de sus secuestradores probablemente no se ver¨¢ nunca. Cuando hablen de ¨¦l, repetir¨¢n sus mejores goles y tal vez alguna entrevista que destaque su lado humano. Un tratamiento parecido al que se da a los muertos.
Porque un secuestrado es un muerto en vida. Un hombre bajo el suelo, un hombre que s¨®lo existe por referencias, un hombre cuya vida es moneda de cambio, un hombre sobre el que no hay certeza de que respire, salvo para quienes lo tienen encerrado.
El reh¨¦n no quiere pensar para no volverse loco, pero all¨ª dentro no hay otra cosa que hacer. Se pregunta qu¨¦ har¨¢n los compa?eros. Qui¨¦n ocupar¨¢ su puesto en la alineaci¨®n. ?Guardar¨¢n por ¨¦l un minuto de silencio?
?No! No debe pensar en eso porque todav¨ªa no est¨¢ muerto. Pero el Camp Nou es enorme y el s¨®tano donde se encuentra muy peque?o: tres metros y medio de largo, dos metros y medio de ancho, poco m¨¢s de dos metros de alto. Como un trastero. En el centro del Camp Nou se siente como en el cr¨¢ter de un volc¨¢n y en ese s¨®tano es como si estuviera en el vientre de la ballena. El Camp Nou es un volc¨¢n por cuyas gradas se derraman r¨ªos de voces, de gritos y frases de aliento. El s¨®tano es el est¨®mago ulceroso de un animal moribundo, un agujero h¨²medo y silencioso.
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