El abuelo
Al abuelo se le hizo corta la vida de tanto desdoblarse en sus personajes, actuando en nombre de Paco el Bajo, Daniel el Mochuelo o el Se?or Cayo. Le hubiese gustado morir como su amigo Dami¨¢n, que el d¨ªa antes estaba cargando cartuchos. "?Ilusionado con algo la v¨ªspera! El que muere sin ilusiones era ya un hombre muerto", lleg¨® a escribir en su diario Un a?o de mi vida. De la alegr¨ªa ¨¦l se despidi¨®, sin embargo, hace m¨¢s de una d¨¦cada tras una delicada operaci¨®n. En este peri¨®dico, ya en 2004, describi¨® su rutina como "un postoperatorio interminable". Aguardaba resignado el momento final aunque, cenizo como era, desde que cumpli¨® los 50 dec¨ªa vislumbrar el desenlace. "La ciencia ha conseguido alargar la vida del hombre, pero no su calidad de vida", se lamentaba. Por eso a quien por la calle le deseaba una larga existencia -"?Don Miguel, que Dios le conserve entre nosotros muchos a?os!"- le requer¨ªa unas oraciones por su entera recuperaci¨®n. Para ¨¦l la fama era "una cabronada" y amenazaba con "sentar plaza de energ¨²meno inabordable y encerrarse en una torre de marfil". Ser¨ªa faltar a la verdad no reconocer que a veces por la calle apretaba el paso, pero en el fondo disfrutaba del calor de sus vecinos. No se pod¨ªa reclamar m¨¢s exposici¨®n al p¨²blico a alguien a quien la sola idea de vestirse de monaguillo le desazonaba en la infancia. En su descarga dir¨¦ que nunca dej¨® de responder una carta de sus admiradores, gran parte escolares extasiados con El camino.
Siete hijos, 18 nietos y dos bisnietos. ?l era el patriarca de una extensa familia con un arraigado sentimiento de clan. Somos un poco peculiares. El veraneo es conjunto en Sedano (Burgos), se entregan Oscars a los mejores del a?o en Nochebuena y una expedici¨®n de los m¨¢s valientes explora nuevas tierras. El ¨²ltimo verano fue por Groenlandia y en kayak. ?Alguno se mata!, alertaba el abuelo, horrorizado. Aunque todo hab¨ªa cambiado desde que desapareci¨® ?ngeles, la abuela, su "equilibrio". Sin ella no se entiende su carrera literaria. Fue quien le engolosin¨® con la literatura, quien le anim¨® a presentarse al Premio Nadal, que le dio a conocer, y gracias a quien vio mundo. ?l era retra¨ªdo, hur¨®n, y ella, unas casta?uelas, la perfecta embajadora. Su fallecimiento en 1974 le hundi¨®. "Se ha ido la mejor parte de m¨ª mismo", confes¨® en su entrada a la Academia Espa?ola. Pero no le qued¨® otra que levantar cabeza. A¨²n ten¨ªa tres hijos menores de edad.
Pero no quiero acordarme de ese abuelo lleno de amargura y melancol¨ªa, sino del divertido y cari?oso. "Trabaj¨¦ en explosivos R¨ªo Tinto", nos minti¨® de peque?os a sus nietos mientras el cielo se cubr¨ªa con fuegos artificiales en las fiestas de Sedano. "?se que estalla se llama la palmera y ¨¦se de ahora, la bomba...", se?alaba at¨®nito de nuestra supina ingenuidad. Era un apasionado del deporte. Me viene a la cabeza su pesada bicicleta con un asiento que m¨¢s que un sill¨ªn parec¨ªa un trono, o mi pescuezo rojo de la fuerza con la que me as¨ªa del cuello en nuestros paseos con un cuentapasos en la mano y a veces en compa?¨ªa de alg¨²n perro: El Grin, Perdig¨®n, La Fita o el C¨®quer. Siempre sospech¨¦ de su incre¨ªble suerte en el sorteo del torneo de dobles de tenis familiar que le emparejaba cada a?o con el mejor. O me re¨ªa al ver c¨®mo revest¨ªa de etiqueta los partidos, voceando las arcaicas f¨®rmulas brit¨¢nicas del play, ready o out, como si estuviese en el engolado Wimbledon. El ciclismo le proporcion¨® tardes de gloria ante la tele. Durante el Tour, entre risas, cantaba de pie La Marsellesa, maldec¨ªa a Fignon o daba saltos de alegr¨ªa con las machadas de Miguel Indurain ("Miguel¨®n") y Perico. Los esc¨¢ndalos por dopaje mermaron su afici¨®n. ??l que cruz¨® en bici de Cantabria a Burgos y vuelta para ver a su novia con unos huevos con chorizo como ¨²nica droga!
En los ochenta, los peque?os lo pas¨¢bamos en grande con ¨¦l en una peque?a huerta tomada por matas de jud¨ªas, patatas, cebollas y remolachas. Hasta que el sabio se?or Dar¨ªo -otro se?or Cayo que la cuidaba en invierno- se fue a un asilo y, desolado, el abuelo abandon¨® la plantaci¨®n. Hasta entonces nos compraba polos por ayudarle en la faena hort¨ªcola y gracias a ¨¦l aprendimos los rudimentos del p¨®quer, que ya he olvidado, o a encontrar f¨®siles marinos en un pedregal reci¨¦n arado. A diferencia de otros de mis primos, soy una iletrada en el campo. No me instruy¨® en c¨®mo reclamar la codorniz, no s¨¦ sacar los grillos de sus huras cosquille¨¢ndoles con una paja (que luego ¨¦l se guardaba en la gorra pese a su molesto cri-cri), y en una vida distinguir¨ªa las huellas de un jabal¨ª de las de un corzo o a un cuco de un arrendajo. Me enternece pensar en las bolitas de miga de pan que cada sobremesa estival preparaba con mimo para los hambrientos petirrojos o el placer con el que fumaba sus tres cigarrillos diarios. Y quiero pensar que habremos heredado un ¨¢pice de su absoluta integridad y dignidad, su compromiso con el pr¨®jimo, su rechazo al consumismo feroz y su independencia de unos y otros. Siempre fue por libre.
No era amigo del tel¨¦fono, prefer¨ªa expresarse con la pluma, as¨ª que cuando ten¨ªa algo que comunicarme o me iba a un viaje largo, me enviaba cartas. Ten¨ªa raz¨®n cuando dec¨ªa que su literatura mejor¨® cuando empez¨® a escribir como hablaba. Pues as¨ª eran su correspondencia. Parec¨ªa o¨ªrle contar la historia con parsimonia, espaciando silencios y simulando distintas voces si el argumento lo requer¨ªa. Voces como la de Azar¨ªas y su Milana bonita, Menchu y sus tormentos con Mario o el jubilado Lorenzo "que cometi¨® el pecado de aburguesarse, y eso nunca". Nunca.
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