La grandeza del toreo al natural
Cuando se hace presente el toreo de verdad; cuando un toro y un torero se funden en un derroche de creaci¨®n art¨ªstica, algo se enciende en el alma, una luz resplandeciente que ilumina todo lo que toca. Es el nacimiento de un misterio, algo inexplicable en s¨ª mismo. Hay que verlo para sentirlo, hay que tocarlo con el sentimiento, hay que disfrutarlo y vivirlo sin m¨¢s. Es la grandeza del toreo.
Ocurri¨® en el tercero de la tarde, un toro de nombre Cervato, de 546 kilos de peso, de pelo casta?o salpicado, guapo de verdad. El torero, Alejandro Talavante, que subi¨® a los cielos y all¨ª continuar¨¢. No pas¨® nada con el capote; sale el picador, y cuando el caballo est¨¢ colocado en su sitio, el toro lo ve, sale lanzado como una flecha, y choca con tal ¨ªmpetu contra el peto, que el caballero sale disparado contra el suelo. Tres chicuelinas y una media garbosas preceden a un picotazo insignificante. No luce Cervato en banderillas, -descompuesta su embestida-, pero se transforma en el tercio final. Talavante lo cita en el centro del anillo, el toro se engalla, acude presto a la muleta, y surge una tanda de derechazos enormes en un palmo de terreno. Galopa el animal, humilla, arrastra el hocico por la arena, persigue el enga?o con una codicia arrolladora, incansable en su largo recorrido. Vuelve a citarlo el torero con la mano derecha, pero cambia a la zurda al segundo muletazo. Ah¨ª comienza de verdad la obra de arte, cimentada en cuatro tandas prodigiosas de naturales hondos, emotivos, hermosos y magn¨ªficamente abrochados con los de pecho. Toreo, todo ¨¦l, arrebatado, eterno y sublime. Y la plaza queda conmovida ante el derroche de torer¨ªa al natural; ante una faena intensa, emocionant¨ªsima; ante el mando, el temple, el buen gusto de un torero en saz¨®n, transfigurado y sobrecogido ante su propia obra. Unas apretadas manoletinas preceden a la muerte. Se perfil¨® Talavante, llam¨® al toro y clav¨® al encuentro una estocada hasta la bola que desat¨® la emoci¨®n en los tendidos. Se hab¨ªa consumado la obra. Una creaci¨®n imposible sin el concurso de un toro extraordinario; un toro boyante y encastado que propici¨® un estado incontenible de vibraci¨®n y de asombro. Entre ambos, toro y torero, protagonizaron la gran fiesta del arte.
El Ventorrillo/El Cid, Perera, Tatalavante
Toros de El Ventorrillo, bien presentados, muy encastados los dos primeros; bravo y de clase excepcional el tercero; sosos y descastados los dem¨¢s. Todos cumplieron en el caballo.
El Cid: pinchazo, estocada y diez descabellos (pitos); dos pinchazos, estocada y un descabello (silencio).
Miguel ?ngel Perera: aviso tres pinchazos (silencio); pinchazo y estocada (silencio).
Alejandro Talavante: estocada al encuentro (dos orejas); media tendida, un descabello aviso y un descabello (silencio).
Plaza de las Ventas. 17 de mayo. Octava corrida de feria. Lleno.
Y surge la pregunta: ?por qu¨¦ no se acaba la corrida cuando ocurren cosas como ¨¦sta? ?No han venido ustedes a ver torear? Pues, ya lo han visto; y, ahora, todo el mundo a su casa, a gozar, a disfrutar, a recordar por los siglos de los siglos.
Pero, no. La corrida contin¨²a. Y como el milagro nunca sucede dos veces, lo que sigue es un pesti?o. No hay derecho a que nos obliguen a ver de nuevo a El Cid haciendo un vano esfuerzo con un toro tonto y soso; y a Perera, despegado, al hilo del pit¨®n siempre, mec¨¢nico y aburrido con otro de la misma cala?a; e, incluso, al propio Talavante, que exprimi¨® sin ¨¦xito la noble y fr¨ªa embestida del sexto. ?Qu¨¦ dolor para el alma! Que bajen el tel¨®n, que pongan fin, por favor, y que nos dejen con nuestros recuerdos...
Pero antes del ¨¦xtasis tambi¨¦n hubo corrida. Y sufrimiento, y desaz¨®n, y tristeza por dos toreros que han sido grandes y parece que ya no lo son. Encastado, con genio y picante fue el primer toro, y El Cid se mostr¨® impotente, incapaz, precavido e inseguro. El animal embest¨ªa con fiereza y codicia, y el torero rectifica y pierde pasos en cada cite; y la gente se impacienta y protesta, y el torero naufraga desbordado por el empuje de su oponente. Es triste ver a El Cid en su plaza ayuno de ideas, derrotado ante un toro que exig¨ªa un torero cargado de ambici¨®n, con hambre y necesidad.
Y Miguel ?ngel Perera tampoco es el que fue. Y tendr¨¢, como su compa?ero, todo el derecho del mundo a cambiar de actitud ante el toro; el mismo que tiene el p¨²blico a recrimin¨¢rselo. Pero no es de recibo esa imagen mec¨¢nica, de torero sin alma ni entrega, pesado y desdibujado, con las ideas apelotonadas, ante otro toro encastado y dificultoso que ped¨ªa a gritos un diestro con mando en plaza. Pero no fue posible. Perera tampoco es el de antes; quiz¨¢, es que no es posible mantenerse en la cumbre con las exigencias que ello conlleva. Seguro que El Cid y Perera lo intentaron con toda su alma, pero no les sali¨® nada a derechas. ?Por qu¨¦? A lo peor, ni ellos lo saben. No est¨¢n y ya est¨¢. Otro misterio...
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