Viaje por la emigraci¨®n
Esto en Espa?a de lla?marme moreno o morenito... No, t¨ªo. Nada de eufemismos. Ll¨¢mame negro. Soy ne?gro. Estoy orgulloso de ser negro. Ll¨¢ma?me negro y no pasa nada".
Albert Bitoden Yaka, camerun¨¦s, de 31 a?os de edad, habla espa?ol con un eco an?daluz. Hace cuatro a?os no hablaba nada. Lo aprendi¨® durante los ocho meses que vivi¨® en las calles de Melilla en 1996, dur?miendo a la intemperie. Con un dicciona?rio espa?ol-franc¨¦s y leyendo ?Hola! "y otras revistas del coraz¨®n", como ¨¦l cuen?ta, que encontraba tiradas en los basure?ros de la ciudad. Albert habla tambi¨¦n ingl¨¦s. Y cuatro o cinco idiomas m¨¢s. De los que se hablan en Nigeria, Costa de Marfil, Benin, Burkina Faso, Ghana, Mali: los pa¨ªses que atraves¨®, trabajando y ahorrando en cada uno de ellos para poder se?guir viaje, durante la odisea de cinco a?os que le condujo finalmente a Espa?a. Odi?sea que incluy¨® una expedici¨®n de un mes de Sur a Norte, de Mali a Marruecos, a trav¨¦s del S¨¢hara. A pie.
"Se habla mucho de las pateras, pero la gente no sabe lo que est¨¢ ocurriendo en el desierto. No sabe, t¨ªo. Un caminar sin ce?sar. Sin cesar. D¨ªa y noche. Por el camino ves a chicos de 20 a?os, chicos con t¨ªtulos universitarios, muertos o muri¨¦ndose. Ves a mujeres j¨®venes a punto de morir, deses?peradas, vendiendo sus cuerpos. Se me vienen a la cabeza im¨¢genes espantosas. Espantosas, t¨ªo".
Despu¨¦s de atravesar el desierto, la po?lic¨ªa marroqu¨ª le meti¨® en la c¨¢rcel. Du?rante un mes. "Entonces me fui a la ciu?dad de Nador. Alguien ah¨ª me dijo: '?Por qu¨¦ no te vas a Espa?a?'. Yo contest¨¦: '?Es?pa?a? ?Qu¨¦ es eso?".
Espa?a es la puerta de ?frica hacia Europa desde tiempos inmemoriales, pero los espa?oles saben menos sobre los afri?canos que sus vecinos europeos del Norte. Si aquella persona de Nador le hubiera di?cho a Albert: ?por qu¨¦ no te vas a Francia, o Alemania, o Inglaterra?, Albert habr¨ªa tenido una idea razonable de lo que era eso. No s¨®lo porque Albert es un hombre culto, que ha ido a la universidad, sino porque Francia. Alemania e Inglaterra re?bosan de inmigrantes africanos que en?v¨ªan noticias a casa. Para la mayor¨ªa de los africanos, Espa?a es territorio virgen. Para la mayor¨ªa de los espa?oles, los afri?canos son criaturas extra?as y desconoci?das. Pero eso est¨¢ cambiando. Hasta hace 10 a?os, Espa?a era un lugar de tr¨¢nsito hacia las naciones ricas del Norte. Ahora, Espa?a es rica, as¨ª que los africanos se quedan aqu¨ª.
Durante la mayor parte de este siglo, Espa?a ha sido exportadora neta de emi?grantes. Ahora es importadora neta. El mayor grupo de inmigrantes, despu¨¦s de los europeos occidentales, procede de ?fri?ca. Marroqu¨ªes, sobre todo, pero tambi¨¦n, cada vez m¨¢s. argelinos, gambianos, senegaleses, nigerianos. El n¨²mero de resi?dentes legales africanos en Espa?a est¨¢ en la actualidad en torno a los 200.000, posi?blemente con otros 100.000 residentes indocumentados. El Gobierno espa?ol anun?ci¨® en octubre que proyecta acoger a otro mill¨®n de trabajadores extranjeros en los tres pr¨®ximos a?os. Una vez que adquie?ren la legalidad, los trabajadores traen a sus familias, como hacen los inmigrantes en todo el mundo. Los inmigrantes africa?nos, en concreto, se reproducen a un ritmo superior al doble del promedio espa?ol.
De aqu¨ª a 10 o 20 a?os, las calles de las grandes ciudades espa?olas, que son ahora las de color blanco m¨¢s homog¨¦neo de los principales pa¨ªses europeos, se pa?recer¨¢n a las babeles multicolores y de religiones diversas de Londres. Par¨ªs y Francfort.
?Est¨¢ preparada Espa?a para afrontar el reto? ?Se ha purgado del sistema es?pa?ol el gen xen¨®fobo que aliment¨® la ex?pulsi¨®n de los moros hace 500 a?os? ?O quiz¨¢ el choque de razas y culturas gene?re unas tensiones tan lamentablemen?te arraigadas como en Estados Unidos, donde un apartheid mental reduce la co?municaci¨®n a un estridente di¨¢logo de sor?dos? ?En qu¨¦ estado se encuentra la naci¨®n espa?ola ante los eternos problemas creados por la abundancia racial del pla?neta? ?Somos, en resumen, racistas los es?pa?oles?
El Pa¨ªs Semanal ha llevado a cabo su peque?a odisea a trav¨¦s de Espa?a, de Sur a Norte, para intentar dar respuesta a al?gunas de estas preguntas.
Melilla, como Ceuta, es Europa, pero tambi¨¦n es ?frica. Un territorio de apenas 12 kil¨®metros cuadrados que fue conquis?tado por Espa?a en 1497, y en el que se es?tableci¨® una cabeza de playa para protec?ci¨®n y como sistema de aviso en caso de invasi¨®n de los moros. Quinientos a?os despu¨¦s, las se?ales de alarma suenan to?dos los d¨ªas.
A Melilla le gusta decirse la Ciudad de la Tolerancia. Porque cristianos, musul?manes y algunos jud¨ªos comparten el mis?mo espacio y no parece que les preocupe demasiado. La Ciudad de la Tolerancia se defiende de intrusos indeseados con una verja elevada -mejor dicho, dos verjas ele?vadas paralelas- rematada con alambre de espino y vigilada por v¨ªdeo, sensores electr¨®nicos y hombres armados en torre- tas de vigilancia. Entrar en el per¨ªmetro del territorio, en forma de abanico, sol¨ªa ser mucho m¨¢s sencillo antes de que em?pezaran a construir el tel¨®n de acero hace un a?o. Cuando Albert entr¨® en 1996, salt¨® por encima de la verja. Hoy necesitar¨ªa una p¨¦rtiga.
Aun as¨ª, siguen llegando indocumen?tados, como les llaman los corteses espa??oles, que se muestran, por una vez, m¨¢s correctos pol¨ªticamente que los estado?unidenses, con su designaci¨®n de "ex?tra?os ilegales" para los que llegan sin in?vitaci¨®n.
En el centro de acogida temporal, co?nocido como la granja, 400 hombres aguardan novedades. Esperan saber si les han concedido permiso para ir a "la Pe?n¨ªnsula" a buscar trabajo. Es su billete ha?cia la esperanza, pero sobre todo, m¨¢s ne?cesario, hacia la libertad. Se encuentran vigilados por la polic¨ªa, tras una verja, ha?cinados en largos edificios bajos colocados en hileras. Duermen en colchones infesta?dos de pulgas, si tienen suerte, o sobre car?tones, si no la tienen, con la misma inti?midad que unos pollos de criadero. Quiz¨¢ sea por eso por lo que al lugar lo llaman la granja.
Los hombres ven a un extra?o y se apresuran a acercarse a la verja. Tal vez haya noticias. No hay ninguna. Menean la cabeza. Se enfurecen. Gritan. Maldicen. Son, sobre todo, argelinos. Atraviesan la frontera fingiendo que son marroqu¨ªes (20.000 de los cuales cruzan la frontera en ambos sentidos, legalmente, todos los d¨ªas). Luego se dirigen a la Cruz Roja, que les lleva a la polic¨ªa, que les dice que re?llenen unas solicitudes de asilo y les lleva ala granja.
Mohammed tiene mujer y cuatro hijos en su pueblo. Trabaj¨® ilegalmente en los naranjales de Murcia hace cinco a?os, an?tes de que le capturaran y le expulsaran, v¨ªa Alicante, hacia Or¨¢n. Lleva en la gran?ja dos meses esperando un permiso de tra?bajo, sin saber si van a volver a expulsar?le. Quiere vivir en Espa?a.
?No le preocupa el racismo en Espa?a? "Es verdad que existe racismo entre los es?pa?oles, pero con respecto a la gente mala. Si uno se porta bien, no hay problema. Yo no soy un delincuente".
La respuesta de Mohammed es diplo?m¨¢tica. Sabe demasiado bien que los ar?gelinos tienen fama de ser delincuentes y poco dignos de confianza. No s¨®lo entre los espa?oles de Melilla, sino tambi¨¦n en?tre los marroqu¨ªes, que tampoco se privan del h¨¢bito de poner etiquetas. Los africa?nos subsaharianos, los negros, tienen fama de ser buenos. Recientemente hubo un mot¨ªn en la granja. Se culp¨® a los ar?gelinos. mientras que los negros queda?ron exonerados. Despu¨¦s del mot¨ªn, lleva?ron a estos ¨²ltimos a otro centro de acogi?da temporal en la ciudad, una nueva construcci¨®n llamada Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI), donde tienen camas, habitaciones con puerta y duchas limpias.
Oscar Emeka, nigeriano, de 26 a?os, que dice ser futbolista profesional, atra?ves¨® el S¨¢hara como Albert, lleg¨® a la fron?tera de Melilla, pag¨® a xrn hombre 100 d¨®?lares y entr¨® en Espa?a oculto en un ca?mi¨®n de fruta. Ahora est¨¢ en el CETI. No acaba de creerse su suerte: "La hospitali?dad espa?ola ha sido maravillosa. Estoy muy agradecido a Espa?a. Recibo clases de espa?ol de una se?ora muy agradable todos los d¨ªas, de lunes a viernes".
Casi todos los que son enviados al lu?joso CETI obtienen permiso de trabajo. Cuando le llegue su turno. Oscar ir¨¢ a la Pen¨ªnsula, donde tendr¨¢ que arregl¨¢rselas solo. Si no consigue un empleo legal en el plazo de tres meses, corre el riesgo de ex?pulsi¨®n. "Tengo gran confianza. He o¨ªdo que en Espa?a te ayudan a encontrar tra?bajo. Si tengo una oportunidad entrar¨¦ en alg¨²n equipo. En todas partes donde juego me llaman Maradona".
Si Oscar se permite el lujo de so?ar es, en parte, gracias a que Albert encabez¨® una batalla para obtener mejores condi?ciones de vida para los africanos de Meli?lla. Al principio. Albert fue uno de los 16 negros que vivieron en la calle, ante el edi?ficio de la Cruz Roja, durante ocho meses. Cuando aprendi¨® espa?ol se convirti¨® en el portavoz del grupo, su adalid. "Hay un negro que habla espa?ol', dijo un d¨ªa una persona, muy sorprendida, de la Cruz Roja. Yo le dije a la gente de mi grupo que si te llaman negro, lo fundamental es sa?carle algo positivo, algo que te inspire or?gullo".
Con ese esp¨ªritu positivo orquest¨® una huelga de hambre. Habl¨® con los medios de comunicaci¨®n. Tuvo ¨¦xito. Ahora, el mundo es un poquito mejor. Ahora existe el CETI.
Albert vive en C¨¢diz ahora. Est¨¢ de vi?sita en Melilla para impartir un curso. Un hombre negro que da clase en un aula llena de es?pa?oles. Est¨¢ contratado por Andaluc¨ªa Acoge, una red dedicada a ayudar a los in?migrantes. El trabajo de Albert consiste en formar a los que ingresan en la organi?zaci¨®n. Coordinador del voluntariado, se llama su puesto.
Albert tiene la constituci¨®n baja y en?juta de un hombre que bulle de energ¨ªa mental. Detr¨¢s de las gafas, sus ojos son inquisitivos y escrutadores. Cuando se le pregunta qu¨¦ es el racismo, tiene la res?puesta preparada: "Un miedo en el subconsciente diferente al otro. Un miedo ba?sado en la ignorancia, en la falta de infor?maci¨®n. Que resulta en una tendencia a clasificar a la gente de forma negativa". ?Y en Espa?a hay racismo? "Creo que s¨ª. En todo el mundo lo hay, ?por qu¨¦ no lo va a haber en Espa?a? Pero tambi¨¦n en una b¨²squeda continua de informaci¨®n nega?tiva. Se est¨¢ clasificando al inmigrante como nada m¨¢s que un ser que come, duerme y trabaja en los invernaderos".
?Vali¨® la pena la odisea a la so?ada Pen¨ªnsula? ?C¨®mo result¨® ser eso de Es?pa?a? "No es un lugar de sue?os. Yo he sido afortunado. Dos, tres, cuatro..., se in?tegran, pero con los otros cincuenta, cien, ?qu¨¦ pasa? Creo que hay que darle salida al tema. M¨¢s y m¨¢s inmigrantes van a lle?gar de ?frica. Documentados o no. Es un momento delicado el que vivimos en Es?pa?a. Porque, no lo dudes, la gente cru?zar¨¢ el Estrecho, siempre; cruzar¨¢ las ver?jas, de una forma u otra, siempre".
Almer¨ªa. Habiba Baih cruz¨® el Estrecho en lancha. El viaje dur¨® media hora. Le cost¨® 300.000 pesetas. La inversi¨®n no result¨® ser mala. Seis a?os despu¨¦s sigue viviendo en Espa?a. Se cas¨® con un malague?o y es residente legal, tiene trabajo, un coche, parab¨®lica en el tejado que la mantiene en contacto televisivo con Ma?rruecos y dos hijos que van al colegio y se est¨¢n convirtiendo en andaluces.
Pero Habiba es una mujer amargada. No tanto por el trabajo, aunque es duro trabajar en el campo ocho horas al d¨ªa. No tanto porque le exigen 30.000 pesetas men?suales por el alquiler del estrecho pisito donde vive. La amargura de Habiba parte del convencimiento de que vive en un pa¨ªs institucionalmente racista. Se separ¨® de su marido malague?o cuando el hijo que tuvieron, Manolito, ten¨ªa menos de cuatro meses. Un juez le dio la custodia del beb¨¦ al padre. "Es un borracho que me aban?don¨® por la vecina, pero el juez dice que soy extranjera y no puedo criar un ni?o", dice Habiba. "Si fuese espa?ola, dudo mu?cho que le quitaran el ni?o", dice su abo?gada.
Habiba vive en Campohermoso. A dos?cientos metros de un bar donde se pueden o¨ªr conversaciones como ¨¦sta. "No te pue?des fiar de los moros", "Los moros son unos delincuentes", "Son unos hijos de puta", "Hay que matarlos a todos."
A 40 kil¨®metros al norte de la ciudad de Almer¨ªa, Campohermoso es un pueblo en el desierto que produce tres o cuatro cose?chas de hortalizas al a?o. Una combinaci¨®n de moderna tecnolog¨ªa y mano de obra in?migrante ha creado aqu¨ª fortunas en los ¨²l?timos 20 a?os. Los invernaderos, uno de los triunfos m¨¢s asombrosos de la humanidad sobre la naturaleza, cubren el paisaje al norte y el sur de la ciudad de Almer¨ªa como gigantescas s¨¢banas blancas.
Campohermoso adquiri¨® notoriedad nacional en septiembre, cuando se supo que hab¨ªa una banda de espa?oles que se dedicaba a agredir de forma indiscrimi?nada a inmigrantes.
Resultaron heridas 24 personas, nin?guna de gravedad. No estamos hablando de Kosovo, de Timor Oriental ni del Ku Klux Klan. Campohermoso no es el esce?nario de una versi¨®n ib¨¦rica de Arde Mis?sissippi. Todav¨ªa.
Porque, para citar a un maestro de Campohermoso, hay una bomba de relo?jer¨ªa en la bodega. La verdad es que Cam?pohermoso no es m¨¢s que una de las nu?merosas bodegas escondidas en el campo espa?ol, en las que se est¨¢n sembrando las semillas de una violencia mucho peor que nada de lo que se haya visto hasta la fecha.
Es f¨¢cil decir que los que se embo?rrachan y salen a la caza de moros solita?rios son una excepci¨®n aberrante de una norma, por lo dem¨¢s, civilizada. Es f¨¢cil, pero no es cierto, porque la norma no es civilizada. Ese gamberrismo aflora del ra?cismo que hierve en Campohermoso con la misma naturalidad que los tomates gi?gantes que se cultivan en los invernade?ros. Hay relaci¨®n directa entre un viejo est¨²pido que dice en un bar que "hay que matarlos a todos" y un adolescente est¨²pi?do que golpea a un moro con una palanca en la cabeza.
Pero eso no es lo peor. Lo peor llegar¨¢ el d¨ªa en que un moro o un negro decida que est¨¢ harto. El d¨ªa en que los africanos devuelvan el golpe.
Una y otra vez, en conversaciones con m¨¢s de una docena de inmigrantes africa?nos en Campohermoso, la indignidad que mencionan constantemente, el insulto que consideran m¨¢s grave, es el tratamiento que reciben en los bares, el ¨²nico punto posible de encuentro de todas las razas en un pueblo en el que los lugares de trabajo y de residencia est¨¢n segregados.
Abdallah Benhaimed habla espa?ol a la perfecci¨®n, viste traje, f¨ªsicamente se parece a media poblaci¨®n de Andaluc¨ªa. Es dif¨ªcil imaginar un inmigrante m¨¢s adaptado a su entorno. "Si voy a un bar, me sirven el ¨²ltimo, siempre y cuando les pida 'por favor' y les demuestre extrema cortes¨ªa. Y entonces me dan un caf¨¦. Y me miran de reojo. Quieren que te vayas. No es un racismo puro. Es un racismo de re?ojo. De no querer saber nada. Y eso que yo hablo espa?ol bien. En cuanto a los dem¨¢s...".
Mike Thiaw es de Liberia. Como Albert, el camerun¨¦s, es otro de esos super?hombres que hicieron el viaje por tierra, a trav¨¦s del S¨¢hara. Vive con otros 19 super?hombres de ?frica occidental en una casa aislada, como una colonia de leprosos, a un kil¨®metro de la ciudad. Todos duermen en colchones, cuatro o cinco en cada habi?taci¨®n.
Mientras habla Mike, y otra media do?cena de africanos asiente ante sus pala?bras, llega el espa?ol que les alquila la casa a ¨¦l y a sus 19 compa?eros. Juan Se?gura les cobra 10.000 pesetas mensuales a cada uno. No podr¨ªa cobrar 200.000 pesetas al mes por esa casa -el m¨ªnimo impres?cindible de muebles y unas bombillas des?nudas- ni en el centro de Madrid. Es un hombre feliz. Le gusta hablar. Interviene en la conversaci¨®n sin esperar a que se lo pidan.
"Aqu¨ª no hay racismo", afirma. "Una cosa es el racismo y otra cosa es la delin?cuencia. El problema es con los magreb¨ªes. Es que no se lavan, y por eso no les dejan entrar en los bares. Con los negros no hay problema".
Mike y sus amigos se ponen tensos. Sus rostros no delatan ninguna emoci¨®n, pero sus ojos se endurecen.
"Cuando se sabe que los negros son del pueblo, no hay problema", contin¨²a Juan Segura. "Los magreb¨ªes toman, y muchos de ellos se vuelven locos. Pero aqu¨ª no hay racismo. No hay odio, que es lo que yo en?tiendo por racismo".
Mike y sus amigos casi ni pesta?ean. Juan Segura est¨¢ satisfecho de s¨ª mismo. Muestra una amplia sonrisa. "Sabes lo que me llaman aqu¨ª. Me llaman el jefe de los negros", se r¨ªe. "Soy el jefe de los ne?gros". Vuelve a re¨ªr, con m¨¢s fuerza. Nadie se r¨ªe con ¨¦l.
Sentado junto a Mike se encuentra Kwasi Menah, de Ghana. Fue uno de los hombres agredidos por la banda de imb¨¦?ciles de Campohermoso. Le arrojaron pie?dras y le cortaron la oreja con un cuchillo. Al empezar la conversaci¨®n, Kwasi parec¨ªa hundido, herido, humillado. Ahora parece furioso. Pero permanece en silencio.
Juan Segura no se calla. "Aqu¨ª no hay racismo. Yo entiendo a los negros. Yo los entiendo mejor que nadie". Por fin, al?guien al fondo de la habitaci¨®n re¨²ne el valor suficiente para musitar: "T¨², t¨² no entiendes nada". Juan Segura no le oye. Sigue sonriendo.
Al salir de la casa esa noche es imposible no sentir una tristeza terrible por la mon¨®tona indignidad de las vidas de estos hombres sin mujeres. Vienen a la mente im¨¢genes vividas de c¨®mo sol¨ªa ser la Sur¨¢frica rural antes de que cayera el apartheid. Los esforzados braceros cuya generosidad de esp¨ªritu se ve¨ªa puesta a prueba hasta el l¨ªmite por el baas, el jefe, que no s¨®lo se enriquec¨ªa con el sudor de sus frentes, sino que les trataba, a diario, como si no fueran totalmente humanos: en el mejor de los casos, como si fueran ni?os; en el peor ("yo entiendo a los ne?gros", dec¨ªa siempre el baas). como una raza canina curiosamente inteligente.
El trabajo agotador y las pobres condi?ciones de vida son menos dif¨ªciles de so?portar, paira unas personas con cerebro y sentimientos, que el goteo cotidiano del desprecio paternalista. Un d¨ªa, la pacien?cia de esos superhombres se terminar¨¢.
Granada. "Todos somos racistas. Los negros con los blancos, los magreb¨ªes con los negros, los blancos con los magreb¨ªes. Y tambi¨¦n los negros de un pa¨ªs con los negros de otro, y los magreb¨ªes del Norte con los magreb¨ªes del Sur. Todos. Es que la gente siempre teme lo que desconoce. As¨ª es. Y si no aceptamos las cosas como son, nunca se va a resolver nada".
Luisa Capilla entiende de estas cosas. Es minusv¨¢lida. De las que lleva un zapa?to con plataforma, uno m¨¢s alto que otro. O, como ella dice: "?Para qu¨¦ darle tanta vuelta? Soy coja". Luisa sabe lo que es el prejuicio, la discriminaci¨®n. Pero se lo toma con buen humor: "Nadie cuenta me?jores chistes de minusv¨¢lidos y de negros que yo".
Luisa, de 37 a?os, est¨¢ casada con un senegal¨¦s. "Mi marido es negro, negro. Hasta las palmas de las manos. Y nuestra hija, caf¨¦ con leche".
Su hija, Eva, tiene tres a?os. Luisa co?noci¨® a su marido en 1994. "Se llama Seck, pero nos llamamos cari". Se casa?ron en una cafeter¨ªa. "La boda fue incre¨ª?ble, muy divertida. Hab¨ªa negros, blan?cos, indios, cojos, tetrapl¨¦jicos. Mi madre llorando...".
Tuvo algunas dificultades con su fami?lia. "Al final, bien, muy bien: pero al prin?cipio, el problema era la sociedad. ?Qu¨¦ iban a decir los vecinos?".
Hay cosas que le indignan, pero que no se toma demasiado a pecho, que no le amargan la existencia. Como que. a veces, los taxis no le paren a su marido, no les de?jen entrar a ¨¦l y sus amigos en una disco?teca. "Tambi¨¦n lo que tienes que o¨ªr, que la gente te diga, una vez que llega a cono?cer a un negro: '?se me cae bien, es que es distinto".
Luisa comparte el criterio de Albert Bitoden Yaka en cuanto a la terminolog¨ªa racial. "Yo insisto en llamar a las cosas como son. Un negro es un negro. Nada de morenos o gente de color. ?Chorradas!".
La cruda franqueza de Luisa frente a los remilgos y miramientos de la sociedad contrasta agradablemente con las chorra?das institucionalizadas sobre los temas raciales que se ven en Estados Unidos. La obsesiva correcci¨®n pol¨ªtica de los norte?americanos, su ansiedad de que no pa?rezca que est¨¢n quebrantando los c¨®digos cambiantes de etiqueta social, ha contri?buido a aumentar, en vez de disminuirlo, el clima de tensi¨®n social que define las re?laciones entre blancos y negros. El temor cotidiano de caer en el error de utilizar una palabra supuestamente equivocada domina el intercambio racial, y hace que la comunicaci¨®n deje de ser natural, pier?da toda espontaneidad.
Luisa, modelo de gente sin complejos, cree firmemente en el valor de la sinceri?dad como forma de apaciguar las tensio?nes raciales. Pero ?cu¨¢l es la soluci¨®n de?finitiva para el problema?, ?c¨®mo vamos a ser capaces de vivir felizmente juntos?
Un marroqu¨ª de Almer¨ªa piensa tener la respuesta. Bela¨ªd, que trabaja en un centro de atenci¨®n externa para inmi?grantes en un pueblo llamado La Mojone?ra, vive en Espa?a desde 1976. "Los pol¨ªti?cos hablan mucho de la integraci¨®n. No me entra esa palabra. ?sa no es la reali?dad. Lo que se busca es la tolerancia. La tolerancia es lo fundamental. La toleran?cia viene primero, y despu¨¦s, si la gente se integra o no, pues como quieran".
Luisa no est¨¢ de acuerdo. "Est¨¢ muy de moda esto de la tolerancia. Pero a m¨ª no me gusta esa palabra, ni a mi marido. No nos gusta porque significa tener que per?donar la vida. El superior tolera al infe?rior. ?se es el problema. No hay que tole?rar. Hay que respetar. ?se es el ideal al que aspiramos. Respeto, respeto. Nada m¨¢s".
Madrid. El valor de ese sencillo prin?cipio que expresa Luisa no se limita a su propia experiencia. Se puede aplicar tanto a los negros como a los minusv¨¢lidos, los magreb¨ªes o el vecino de al lado.
Uno de los l¨ªderes inmigrantes m¨¢s importantes y con m¨¢s experiencia de Es?pa?a, un hombre que debate la cuesti¨®n racial a escala nacional con las autorida?des gubernamentales, est¨¢ de acuerdo con Luisa. Mustaf¨¢ el Mrabet es el portavoz de la Asociaci¨®n de Trabajadores e Inmi?grantes Marroqu¨ªes en Espa?a (ATIME): "La tolerancia", dice, "no sirve para nada. Implica desigualdad. A m¨ª no me tienes que tolerar. A m¨ª me tienes que respetar".
A Mustaf¨¢ le gusta una frase de Walter Sisulu, el amigo m¨¢s antiguo de Nelson Mandela, con quien comparti¨® 25 a?os en la c¨¢rcel. En una entrevista concedida poco despu¨¦s de que le liberaran se le pre?gunt¨® si pod¨ªa definir por qu¨¦ hab¨ªa dedi?cado los ¨²ltimos 60 a?os de su vida a la lu?cha pol¨ªtica. "S¨ª", contest¨® Sisulu, "es muy f¨¢cil. He luchado por el respeto com¨²n". "Ordinary respect", dec¨ªa Sisulu. Un res?peto normal y corriente. Sin adornos ni concesiones.
"S¨ª, es eso exactamente", dice Mustaf¨¢, admirado por la sencillez lapidaria de la frase. "Porque tampoco queremos que los inmigrantes tengan un trato especial. Que?remos ser parte de la evoluci¨®n normal de la sociedad. Queremos diluirnos en esta sociedad, pero guardando lo nuestro. La opini¨®n p¨²blica debe saber que hay cosas no negociables, como, por ejemplo, conver?tir a los musulmanes a otra religi¨®n".
Desde la c¨²spide de la sede nacional de la ATIME, con sus 14 delegaciones y sus 15.000 afiliados, Mustaf¨¢ seguramente ma?neja m¨¢s informaci¨®n sobre los inmigran?tes que cualquier otra persona en Espa?a. Pero, m¨¢s que nada, la entiende. La sabe analizar. Campohermoso, por ejemplo. "Esto es lo que ocurre en pueblos pobres que de re?pente se vuelven muy pr¨®speros: que no han pasado por una transici¨®n social, que no tienen educaci¨®n pol¨ªtica. Pasan de peones a empresarios en nada, sin forma?ci¨®n, sin recursos humanos, sin sensibili?dad para otras culturas y religiones. ?La hipocres¨ªa de esta gente! Se quiere a los in?migrantes para trabajar, pero no en el pue?blo, en los pubs, en los parques. La para?doja es que los necesitan, hacen un traba?jo imprescindible para la econom¨ªa, que el espa?ol no quiere hacer, pero los tienen que tratar as¨ª".
Mustaf¨¢ tiene inter¨¦s en destacar que los espa?oles que no viven en Campoher?moso no deben refugiarse en la idea de que es un problema ajeno, que las culpas se limitan a un peque?o rinc¨®n del desier?to. "Campohermoso no es una aberraci¨®n. Tampoco lo fue Terrassa, en Catalu?a, donde todo un pueblo se levant¨® hace poco contra los inmigrantes. Estas cosas pue?den ocurrir en cualquier ocasi¨®n y en cualquier lugar donde las condiciones de vida de los inmigrantes, las actitudes de los espa?oles, son id¨¦nticas".
Mustaf¨¢ opina que los pol¨ªticos no han asumido sus responsabilidades a este res?pecto. "Nosotros se lo reprochamos a todos los partidos. No han hecho lo suficiente para normalizar la situaci¨®n de la inmi?graci¨®n, y no s¨®lo a nivel institucional, sino, y esto es m¨¢s fundamental, para transmitir mensajes de convivencia a la opini¨®n p¨²blica. Decirles que la inmigra?ci¨®n no es un monstruo, sino un factor de enriquecimiento. Tienen que reconocer que el modelo de sociedad est¨¢ cambiando, porque la gente se queda y tiene hijos aqu¨ª. Tienen que coger el toro por los cuer?nos antes de que las cosas se les vayan de la mano, antes de que tengamos otros Campohermosos, otras Terrassas".
Por otro lado, Mustaf¨¢ reconoce que existen razones para confiar en que Espa?a no siga la senda del populismo de extrema derecha tan extendido entre ciertos secto?res de Austria y Francia. "Aqu¨ª no hay un Le Pen. Aunque s¨ª hay un sector que tacha a los inmigrantes de delincuentes, de ser la causa del desempleo. Que son posiciones basadas en la ignorancia total. Ahora po?dr¨ªa aparecer un populista que aglutine esos sentimientos, pero el clima pol¨ªtico ac?tual en Espa?a no conduce a eso".
Lo cierto es que cualquier malestar que algunos espa?oles puedan experimen?tar como consecuencia de la presencia cre?ciente de inmigrantes africanos en nues?tro pa¨ªs no es m¨¢s que un producto de la imaginaci¨®n al lado de los problemas muy reales sufridos por unas personas que se han visto obligadas a huir de sus pa¨ªses por pura desesperaci¨®n econ¨®mica.
Zeferino Zeka Martins, un cura cat¨®?lico de origen angole?o, se estableci¨® en Madrid hace nueve a?os. Su parroquia son los inmigrantes de ?frica; no los magreb¨ªes, sino los negros. Son personas, dice Zeferino, que padecen una profunda tristeza. "En ?frica se vende Europa como el para¨ªso. No lo es, pero es una cuesti¨®n de orgullo quedarse, muchas ve?ces, aunque lo pasen mal. Quiz¨¢ en mu?chos casos est¨¦n econ¨®micamente mejor, pero espiritual y humanamente hablando est¨¢n mucho peor".
Zeferino ha constatado que esa visi¨®n que tienen los de Campohermoso de que "los negros son m¨¢s buenos que los mo?ros" es compartida, como se ha compro?bado en numerosas encuestas, por la gran mayor¨ªa de los espa?oles. "Los magreb¨ªes sufren el peso de la historia", reconoce Zeferino. Mientras que los negros, en la percepci¨®n simplista de muchos, son los pobrecitos negros sonrientes a quienes se ayuda en las colectas de la iglesia o el co?legio. Clasificar a los negros como buenos resulta tan despectivo como clasificar a los moros de malos. Es negarles su indi?vidualidad. Es tan rid¨ªculo como decir que los espa?oles -o toda la gente de raza blanca- son buenos o malos.
El hecho de que se detecte un racismo m¨¢s crudo hacia los magreb¨ªes que hacia los africanos subsaharianos no le sirve de gran consuelo a Zeferino. "El negrito, has?ta que no se convive con ¨¦l, con tal de que se le mantenga a una buena distancia, es una atracci¨®n".
Entonces, a juicio de Zeferino, ?los es?pa?oles son racistas? "Mira, cuando el es?pa?ol va descubriendo que hay gente ne?gra inteligente, con posibilidades, est¨¢ muy dispuesto a darles una oportunidad. Desde peque?os empresarios hasta profe?sores universitarios o pol¨ªticos. Los hay. Suficientes como para alimentar la espe?ranza. Pero no muchos".
?Y en cuanto a la mayor¨ªa? "El hombre tiende a afirmar lo suyo, su identidad, y ante lo desconocido crea cierta barrera. No hay que ir tan lejos como esto del ra?cismo. Aqu¨ª en Espa?a se tienen estas ide?as fijas sobre los vascos o los catalanes. Es la misma mentalidad".
Catalu?a. George Orwell, que da nombre a una plaza de Barcelona, escribi¨® en 1945 un ensayo titulado Notes on natio?nalism (Apuntes sobre el nacionalismo). En ¨¦l define el "h¨¢bito mental nacionalista" como una pauta que sirve tambi¨¦n para el racismo y el odio de clases. "Al decir na?cionalismo ", escribe, "me refiero, en pri?mer lugar, a la costumbre de suponer que los seres humanos se pueden clasificar como insectos, y que es posible aplicar tranquilamente a grupos enteros de millo?nes o decenas de millones de personas la etiqueta de buenos o malos".
Un ejemplo que no cita Orwell, pero que ilustra su argumento, es la tendencia que existe en Espa?a, m¨¢s que en la ma?yor¨ªa de los dem¨¢s pa¨ªses occidentales, a clasificar a la gente con arreglo a su re?gi¨®n de origen: "Los gallegos son as¨ª", "Los vascos son as¨¢". O esa persona que dice que detesta a los catalanes aunque nunca haya estado en Catalu?a. Semejan?tes afirmaciones implican siempre que la regi¨®n de la que procede el que habla -ya sea gallego, vasco, catal¨¢n o madrile?o- es intr¨ªnsecamente superior.
Como lo interpreta Orwell, el naciona?lismo es competitivo, paranoico y necesa?riamente ignorante. "La indiferencia ante la verdad objetiva se fomenta cuando uno se cierra a una parte del mundo".
El c¨®nsul de Gambia en Barcelona, Juan Antonio del Moral, llega a conclu?siones curiosamente similares. "Somos un pa¨ªs racista", dice, en referencia a su pa¨ªs natal. Espa?a. "Estas distinciones que se hacen entre racismo, xenofobia, clasismo: nada. Es todo igual. Es el desprecio de unas etnias hacia otras. Es cuando la gen?te defiende a capa y espada sus diferencias con otros. Los nacionalismos predican la diferencia de, te consideras superior a, y surge el racismo, el clasismo, la xenofobia. Da lo mismo qu¨¦ nombre le pongas, por?que los resultados son los mismos. Por ejemplo, quemar casas".
Los simpatizantes de ETA lo hacen en el Pa¨ªs Vasco. Como lo hacen unos ra?cistas con la misma estrechez mental en Banyoles, en la provincia de Girona.
Juan Antonio del Moral, que es tam?bi¨¦n abogado, experto en la ley de extran?jer¨ªa representa a los gamb¨ªanos v¨ªctimas de un incendio provocado en Banyoles el 19 de julio. Sucedi¨® hacia la una de la ma?drugada. Era una casa de tres plantas. En aquel momento se encontraban en la casa 20 inmigrantes gamb¨ªanos. incluidos va?rios ni?os peque?os. Todos saltaron fuera para salvarse. La madre de tres de los ni??os, Fatumata Touray. se rompi¨® las dos mu?ecas, el f¨¦mur derecho y varios dien?tes en la ca¨ªda.
Su marido, Batakeh Sahonen, da gra?cias a Dios de estar vivo. Al Dios musul?m¨¢n. Tal vez sea ¨¦se el problema. Los in?migrantes musulmanes de Banyoles han obtenido recientemente el permiso para construir una mezquita en la ciudad, pese a la oposici¨®n de numerosos resi?dentes locales. Si ¨¦se es el motivo. Batakeh no sabe por qu¨¦ le ha tocado a ¨¦l. "Tampoco s¨¦ por qu¨¦ unos d¨ªas antes de que quemaran la casa, dos chavales se me acercaron una ma?ana en la calle y me empezaron a decir de todo, a amenazar?me: 'Negro cabr¨®n. Hijo de puta. Os ma?taremos a todos".
Batakeh est¨¢ en Espa?a desde 1984. Lleg¨® con un visado de turista, en avi¨®n. Trabaja en una f¨¢brica de cuero de Banyoles desde 1988. Es uno de esos a los que Zeferino, el cura angole?o, califica de es- piritualmente miserables, aunque econ¨®?micamente est¨¦ mejor de lo que estar¨ªa en su pa¨ªs. Quiz¨¢ sus hijos decidan permanecer en Espa?a para toda la vida. Van al co?legio en Banyoles. Hablan catal¨¢n, a dife?rencia de Batakeh. "Pero yo s¨ª quiero vol?ver a Gambia. A vivir ah¨ª una vez m¨¢s. Lo har¨¦. Si Dios quiere. Un d¨ªa".
Del Moral, menos temeroso de hacer?se o¨ªr que Batakeh y su familia, no tiene dudas de que el incendio est¨¢ directa?mente relacionado con el problema de la mezquita. Est¨¢ seguro de que han escogi?do a Batakeh para insultarle en la calle porque, a diferencia de otros musulma?nes menos devotos, ¨¦l lleva t¨²nica y el go?rro religioso.
"Yo s¨¦ que el autor, o los autores, nun?ca se va a saber qui¨¦nes son", dice Del Mo?ral. ?Por qu¨¦? "La investigaci¨®n ha sido deficiente y la gente tiene miedo. Bastante gente debe de saber qui¨¦n lo hizo. En estos pueblos es dif¨ªcil mantener un secreto. Pero dudo mucho que esto se resuelva".
Si el caso se aclarase, tal vez podr¨ªa tranquilizar a Antonio Ram¨ªrez y su mu?jer, Paciencia Obono, que viven cerca de all¨ª, en Santa Coloma de Farners. ?l es blanco y ella negra, de Guinea Ecuatorial. Viven juntos y tienen un hijo de un a?o. Planean casarse.
"Tenemos el temor de que se extienda lo que ha ocurrido en Banyoles y en Terrassa", dice Antonio. "De que tengamos que sufrir las mismas consecuencias. No tenemos seguridad total. No sabemos si un d¨ªa habr¨¢ una agresi¨®n".
El ambiente en el que viven Antonio y Paciencia es diferente del que conocen Luisa y su esposo, Seck, en una ciudad grande como Granada, en la que es dif¨ªcil eludir el recordatorio diario de que no debe despreciarse a las personas de otras culturas y piel m¨¢s oscura. En lo que s¨ª se parecen sus circunstancias es que la fami?lia de Antonio, que procede de Ja¨¦n, ha acogido tambi¨¦n a Paciencia como a una hija, despu¨¦s de ciertas dudas iniciales inevitables.
Sin embargo, en el pueblo, en el bar que posee Antonio y donde trabajan am?bos. el peso del racismo es palpable. Nada espectacular. Nada que cause dolor f¨ªsico. Es un goteo diario que mina la moral y obliga a combatir para mantener la digni?dad. "La gente, a veces, viene al bar y nos mira con mal ojo", explica Paciencia.
"A m¨ª me preguntan en el bar: '?Est¨¢ aqu¨ª tu mujer todav¨ªa?', con la idea por detr¨¢s de que ella se ha unido conmigo no por amor, sino porque quiere conseguir sus papeles", dice Antonio. "Es una falta de respeto total. Vas siempre con pies de plomo, consciente de lo que dice la gente".
Antonio tiene un trasfondo de amar?gura cuando habla, una ira que le empuja a hacer afirmaciones sobre sus compatrio?tas que quiz¨¢ son un poco duras. "Espa?a es uno de los pa¨ªses m¨¢s racistas que hay", asegura. "M¨¢s racista que otros pa¨ªses eu?ropeos. Y si hubiera una poblaci¨®n grande de inmigrantes aqu¨ª, como en Inglaterra, Alemania o Francia, estar¨ªamos peor".
Es posible. Pero tambi¨¦n podr¨ªa ocu?rrir todo lo contrario. Tal vez el problema en Espa?a sea que la gente no ha tenido el contacto suficiente con gente de otros co?lores, religiones y culturas. Quiz¨¢ cuando lleguen m¨¢s inmigrantes, los espa?oles si?gan el ejemplo de Antonio y Paciencia. Puede que se enamoren y tengan hijos. Que es la ¨²nica soluci¨®n definitiva para que la humanidad elimine el racismo de la faz de la Tierra.
No ocurrir¨¢ a corto plazo. Mientras tanto, lo que Espa?a deber¨ªa hacer es in?tentar sentar un ejemplo para el resto de Europa, donde la inmigraci¨®n seguir¨¢ siendo, probablemente, una cuesti¨®n so?cial y pol¨ªtica fundamental durante mu?chos a?os. Espa?a, que empieza a lidiar con un problema en el que otros han fra?casado, debe plantearse un reto. Conver?tirse en un modelo de relaciones entre ra?zas para el resto de Europa. Y hacer de ello un s¨ªmbolo de orgullo nacional.
?C¨®mo conseguirlo? Escuchemos al es?critor George Orwell, que aconseja reco?nocer, en primer lugar, que esos senti?mientos nacionalistas, o racistas, forman parte de la condici¨®n humana. Lo que hace falta es lo que Orwell denomina un "esfuerzo moral" para impedir que dichos sentimientos "contaminen nuestros pro?cesos mentales".
Hay una manera de impedir que ocu?rra esa contaminaci¨®n: un m¨¦todo muy sencillo, pero al mismo tiempo -por lo que indica el triste historial de la humanidad- incre¨ªblemente dif¨ªcil. Se trata de aplicar el principio al que ha dedicado su vida el viejo amigo de Mandela. Mostrar a la gen?te, a todas las personas, un respeto normal y corriente.
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