El ¡®kamikaze¡¯ que sobrevivi¨®
Durante d¨¦cadas, los focos solo apuntaban a los cantantes. Con la madurez, hemos comprendido que la m¨²sica pop es una experiencia colectiva y transversal. Que m¨²sicos, productores, managers, disqueros, fans o periodistas deben contar su parte. Ya no basta el recital a capellade un vocalista; queremos escuchar a un inmenso coro polif¨®nico, por m¨¢s que desafine.
As¨ª que proliferan los libros y documentales protagonizados por personajes perif¨¦ricos. Incluso se rescata a estrellas fugaces del periodismo rock, con tomos consagrados a Lilian Roxon, Ellen Willis o Paul Nelson. Libros p¨®stumos, al igual que las M¨¦moires de rock et de folk, de Philippe Koechlin, fundador de Rock & Folk, mensual franc¨¦s que tiraba 180.000 ejemplares.
Aunque las cifras eran aqu¨ª m¨¢s modestas, no cabe menospreciar la capacidad de la prensa musical para formar opini¨®n y hacer masa. En general, hemos tenido poca suerte con las historias complementarias. Mario Pacheco muri¨® sin plasmar sus vivencias; los escasos libros de disqueros son pura autocelebraci¨®n. Pero aterrizan las primeras memorias de un periodista musical, Oriol Llopis.
La magnitud del desastre (66 rpm), a¨²n con su desarrollo ca¨®tico, ilumina la peripecia guadianesca del tipo m¨¢s cool del negocio. Alguien que desaparec¨ªa rumbo a Paraguay o se enclaustraba en pueblos perdidos. Incluso para los que est¨¢bamos en el mismo oficio, su trayectoria no ten¨ªa sentido. O un sentido tr¨¢gico, en todo caso.
Cuidado: el t¨ªtulo sugiere arrepentimiento, expiaci¨®n, rutas de evacuaci¨®n. Y no. Oriol trabaj¨® en La edad de oro y en publicaciones como Disco Express, Vibraciones, Rock Espezial, Ruta 66. Profesionalmente, tuvo las mejores oportunidades, que despreci¨®. En las redacciones, Oriol era una hemorragia: robaba pilas de discos, tacos de revistas, dinero en met¨¢lico para gastos corrientes.
Todo para mantener su adicci¨®n a la hero¨ªna. En relatos y en sus textos period¨ªsticos, Oriol constru¨ªa la ¨¦pica del yonqui contra el mundo, dispuesto a dar el palo a colegas y pardillos, preparado para atracar cualquier establecimiento. Algunos recordamos esa mitificaci¨®n llopisiana a finales de 1983, cuando muri¨® Miguel Gonz¨¢lez, guitarrista de Desechables, durante un atraco en solitario a una joyer¨ªa. Tal como lo contaba este peri¨®dico, Miguel llevaba una pistola de juguete; el joyero, una de verdad.
Pero no procede establecer relaciones de causa y efecto: era el clima del momento, el resultado de escuchas equivocadas de Lou Reed, lecturas beatas de William S. Burroughs. El resplandor del estilo de vida yonqui eclipsaba incluso los avisos. Otro integrante del santoral opi¨¢ceo, Johnny Thunders, le advirti¨®: ¡°Ser yonqui es como tener que ir al trabajo cada d¨ªa. Para cuando suena el despertador t¨² ya llevas horas dando vueltas en la cama. Tienes que fichar, conseguir informaci¨®n, buscar dinero por adelantado¡ y muchas veces hacer horas extras. Igual que un trabajo muy duro¡±.
En La magnitud del desastre tampoco se aspira a establecer un canon del rock. Su m¨¢xima pasi¨®n resulta ser Golden Earring: letras del grupo holand¨¦s encabezan cada cap¨ªtulo, aqu¨ª denominados paquetes por su espasm¨®dica elaboraci¨®n, bloques de 20 o 30 p¨¢ginas que enviaba al editor.
Las an¨¦cdotas son fascinantes¡ o irritantes (un m¨¦todo para provocarse sue?os cinematogr¨¢ficos, que pasa por dormirse junto al televisor). Otro asunto es la credibilidad que merezca Oriol, aunque ese flanco est¨¢ cubierto por el astuto subt¨ªtulo, Memorias de un rock critic poco fiable. En realidad, La magnitud del desastre tiene m¨¢s sentido como cr¨®nica del underground patrio, subg¨¦nero inaugurado por Pau Maragall en sus escritos para Star, luego recogidos en Nosotros los malditos. El libro de Oriol Llopis carece de ese aliento generacional pero, m¨¦rito nada desde?able, es la historia de un superviviente. Un p¨ªcaro que resisti¨® para contarlo. Chap¨®.
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