Neta y castiza, Raquel Meller vuelve con su aroma de violetas
La Biblioteca Nacional rinde tributo a la artista con motivo del 50 aniversario de su muerte
Hubo un tiempo, a principios del siglo pasado, que el amor dol¨ªa hasta el desmayo y las mujeres se marchitaban como las flores. Lo ¨²nico que importaba era vivir para amar y as¨ª morir. En aquellos a?os una mirada de una morena cauterizaba y con el garbo de su pisada un torero de tron¨ªo se hac¨ªa un relicario. Y todo a golpe de calesa con olor a violetas. El g¨¦nero chico del cupl¨¦ se convirti¨® en la banda sonora de un pa¨ªs a punto de entrar en guerra. Pero hasta que la tragedia llegara, Raquel Meller puso su dosis de patetismo por intermediaci¨®n de su aguda y teatral voz. "Dot¨® a la canci¨®n popular de complejidad y plenitud literaria, un poema dram¨¢tico caldeado con la pl¨¢stica de una seria escultura femenina", como escribi¨® Cansinos-Assens en la revista Cosm¨®polis en 1919.?
Con este texto comienza El mito tr¨¢gico de Raquel Meller (1888-1962), la exposici¨®n con la que la Biblioteca Nacional celebra el 50 aniversario de la muerte de la artista m¨¢s reconocida internacionalmente del primer tercio del siglo XX, desde hoy hasta el 30 de septiembre. "Nadie sabe de d¨®nde ven¨ªa ese genio ¨²nico, el del patetismo, que la convirti¨® en la estrella que fue pese a no tener educaci¨®n, pero s¨ª mucha intuici¨®n e inteligencia", explica Jos¨¦ Luis Rubio, comisario de la muestra, delante de una de una de las vitrinas donde cuelga la primera grabaci¨®n de La violetera de Padilla, en 1918.
Este disco, rudo, de cera, grabado sin micr¨®fonos, se acompa?a de la partitura original publicada por la Uni¨®n Musical Espa?ola que remite directamente a la artista y que como el resto de objetos de la muestra se han rescatado de los fondos de la Biblioteca. "Es cierto que el compositor no la escribi¨® para ella, pero Meller tuvo la capacidad de hacerla suya", recuerda Rubio. Durante 40 a?os cant¨® La violetera por Madrid, Barcelona, Par¨ªs, Buenos Aires y Nueva York.Tal vez sea esta letra de coqueter¨ªa y casticismo madrile?o la que encumbr¨® a la artista, pero la exposici¨®n se encarga de recordar que entre La violetera y El relicario, interpret¨® temas en catal¨¢n -El noi de la mare-; canciones vascas -Ene, que tristeza; se atrincher¨® en Par¨ªs, donde pas¨® la mayor parte de su vida, tambi¨¦n la Guerra Civil, antes de marcharse a Am¨¦rica Latina.
Antes de volver a una Espa?a que no reconoc¨ªa y que adem¨¢s la hab¨ªa olvidado, Meller viaj¨® a Estados Unidos. En 1926 desembarc¨® en Nueva York por intermediaci¨®n de un empresario yanqui que le hizo pagar un anticipo por si se arrepent¨ªa. Ante una audiencia salpicada de personajes como Randolph Hearst, atra¨ªda por la ex¨®tica mirada de una espa?ola de ojos oscuros, Raquel Meller difundi¨® su particular aroma. Cant¨® 13 canciones, todas en espa?ol, empez¨® con El relicario y termin¨® con La violetera, pero antes de regalar La mimosa para terminar, apareci¨® vestida como la prostituta de Flor del mal, avanz¨® hasta el borde del escenario y se encendi¨® un cigarro. Lo fum¨® con desgana mientras entonaba su triste cantinela. Termin¨® contra la pared, sin fuerzas, sin vida. En aquella esquina del Empire Theatre, en pleno Broadway, un tiempo despu¨¦s, Edith Piaf y Frank Sinatra, con sonido y letan¨ªa distintas, repitieron de alguna manera la escena. Al d¨ªa siguiente, tocada por una mantilla negra, aparec¨ªa en la portada de la revista Time.
"Raquel Meller est¨¢ a la altura de Piaf, Sinatra, Callas y Carlos Gardel", sentencia el comisario. "Por su m¨¢ximo nivel interpretativo y su manera de concebir el arte. Se ocupaba de su trabajo, pero cuando bajaba del escenario era problema de los otros hablar de lo que hab¨ªa pasado". Por eso los vestigios period¨ªsticos son pocos y los que quedan no dibujan a una artista capaz de subir a escena y abofetear a una compa?era o romper una partitura si no estaba de acuerdo con la interpretaci¨®n. "Ten¨ªa un car¨¢cter muy arisco, era muy individualista y mal hablada", perfila Rubio. Parece que el ¨²nico que la lleg¨® a comprender un poco fue el hijo del pintor Sorolla. Uno de sus cuadros, el que hizo para la cantante, se expone en la muestra tras ser cedido por el museo Sorolla.
Tan sola como la prostituta desvencijada de su canci¨®n, acab¨® sus d¨ªas de cabellos blancos y alpargatas de camino al mercado en Barcelona. La mujer que de gira por Estados Unidos hab¨ªa despachado la peregrina idea de Chaplin de convertirla en Cleopatra, era superada por una nueva generaci¨®n de artistas por la fuerza devastadora del olvido. "La ¨²ltima cr¨®nica de una de sus actuaciones en Madrid relata el asombro de un p¨²blico que hab¨ªa olvidado su distinci¨®n al interpretar la m¨²sica popular", reclama el comisario.
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