Lo lorquiano
Estamos deseando ver a un Lorca real descrito por un hombre que lo am¨®, antes de que diluyamos su figura en personajes de ficci¨®n
Escribo de memoria: estaba Lorca en unos ensayos teatrales en Madrid cuando se present¨® en el patio de butacas una se?ora con su hija. Dec¨ªa la mujer que aquella ni?a recitaba al poeta con tal sentimiento que parec¨ªa pose¨ªda por el alma de Federico y que, fuera como fuera, Lorca la ten¨ªa que escuchar. Tan pesada se debi¨® de poner esa madre que los presentes no tuvieron otra que dejar que la criatura saliera al escenario y recitara unos versos del granadino. Y contaron luego, aquellos que presenciaron la escena, que en la cara del poeta se fue transparentando el horror que sent¨ªa cada vez que alguien, ni?a recitadora o joven aflamencado, se apropiaba de sus versos para convertirlos en algo par¨®dico que poco ten¨ªa que ver con la intenci¨®n con la que ¨¦l se entregaba a la poes¨ªa. Lorquianos hubo desde el principio de los tiempos. Con Lorca vivo y recitando. Y me atrevo a asegurar que el primer antilorquiano fue el propio poeta, porque mientras ¨¦l sab¨ªa c¨®mo contener su lenguaje po¨¦tico para que no desbarrara, sus imitadores se engolfaban en ¨¦l convirti¨¦ndose en un eco populachero de su estilo. Lorca no se puede imitar. De la misma forma que no se pod¨ªa imitar a Bu?uel. Dal¨ª, en cambio, acab¨® convirti¨¦ndose en una parodia de s¨ª mismo. Sobre esto teoriz¨® con mucho tino Woody Allen, que hablaba de los artistas inimitables. Imposible, dec¨ªa, tratar de parecerse a Thelonious Monk, por ejemplo, o a Bu?uel. Son artistas ¨²nicos que provocan admiraci¨®n, pero que no crean escuela. Con ellos se acaba el molde.
El domingo pasado nos sentamos en sendas butacas del Teatro Real. ?bamos con miedo, que no con prejuicios, a que saliera una vez m¨¢s aquella ni?a rediviva que en los treinta horroriz¨® al pobre poeta. La ni?a sali¨®. Se trataba de Aynadamar de Osvaldo Golijov, que bucea en el alma de Lorca y lo convierte en personaje, de la misma forma que hace con Margarita Xirgu o con Mariana Pineda.
Lorca no se puede imitar. Ni Bu?uel. Dal¨ª, en cambio, acab¨® convirti¨¦ndose en una parodia de s¨ª mismo
Lorca, en opini¨®n del compositor, es una mezzosoprano, Kelly O¡¯Connor. Elecci¨®n muy discutible porque Lorca era un hombre, que sepamos, con voz grave de hombre, que sepamos, y de f¨ªsico rudo, algo perfectamente compatible con la condici¨®n homosexual. En la obra, lo que pretende ser un acercamiento a su alma se convierte en uno de esos trasvases de g¨¦neros que yo cre¨ªa superados, pero que viven un irritante revival en nuestros d¨ªas: sin ir m¨¢s lejos, ah¨ª tenemos a Blanca Portillo haciendo de Segismundo. Me explican una y otra vez que la elecci¨®n se debe a la excelencia de Portillo en escena. Sigo sin entenderlo: tambi¨¦n hay actores excelentes que no necesitar¨ªan forzar su condici¨®n varonil para interpretar el personaje. Si seguimos as¨ª, acabaremos viendo Do?a Rosita la Soltera interpretada por un actor con mucha pluma y a un director ofreciendo una raz¨®n simb¨®lica: Federico y Rosita en un mismo cuerpo.
Lo que vimos el domingo en el Real fue un redoble de tambor de lo lorquiano. Para empezar, mostrar a Lorca como personaje acaba por convertir cualquier funci¨®n en una de fin de curso. Garc¨ªa Lorca fue un personaje real que hasta poco antes de su muerte no temi¨® por su vida y, por tanto, tuvo tiempo de ser alegre, de re¨ªr con una risa que se escuchaba a distancia, de llenar sus versos de un ritmo ins¨®lito y dibujar sus dramas con pinceladas de humor. Siempre me irrita el melodramatismo con el que se recita, por ejemplo, El romancero gitano, parece que quien lo recitara estuviera pensando m¨¢s en el barranco de V¨ªznar que en aquel presente en que Lorca escrib¨ªa los poemas y se los daba a leer a sus amigos. Y me sorprende a¨²n m¨¢s que su memoria se convierta en un panfleto cuando en sus poemas no hay rastro de un compromiso facil¨®n. ?Lo han le¨ªdo de verdad? Todo se tergiversa, todo se manipula, su obra, su vida o su homosexualidad, que se quiere ver con los ojos de ahora y no enmarcada en la realidad en la que fue vivida.
Ah¨ª tenemos a Blanca Portillo haciendo de Segismundo. Me explican una y otra vez. Sigo sin entenderlo
Por eso esperamos como agua de mayo que de una vez por todas se publiquen los diarios del que fuera su ¨²ltimo amor, no novelas ni otras ficciones, no, las palabras reales del muchacho de Albacete que le inspir¨® un poema in¨¦dito y la ¨²ltima carta que escribiera en su vida. Estamos deseando ver un Lorca real descrito por un hombre que lo am¨®, antes de que diluyamos su figura en personajes de ficci¨®n y su poes¨ªa en cientos de interpretaciones lorquianas. El adjetivo lorquiano se puso a funcionar desde que Lorca comenz¨® a hacerse popular; el simbolismo que ha acabado engullendo a la persona real se multiplic¨® con su asesinato.
El asesinato. Hay un momento en el oratorio Aynadamar que me dej¨® perpleja. Es la escena en la que asistimos a su muerte. Lorca, es decir, la mezzosoprano Kelly O¡¯Connor, se agacha, se pone a cuatro patas, y el verdugo le dispara pueden imaginarse ustedes d¨®nde. As¨ª unas cinco veces, por si no nos hab¨ªamos enterado. Tampoco lo entiendo. Nadie puede asegurar que el poeta fuera asesinado de esa manera. Hubo un rumor difundido por Jos¨¦ Luis Trescastros, uno de los asesinos que formaron parte del pelot¨®n de fusilamiento, pero no hay m¨¢s prueba que su fanfarroner¨ªa de taberna. Inesperadamente, en el Teatro Real, lo po¨¦tico se torn¨® soez.
Y yo lo imaginaba a ¨¦l, en primera fila, espantado, como cuando ten¨ªa delante a la monstruosa ni?a lorquiana.
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