Una situaci¨®n infernal
Se conoc¨ªan desde los tiempos de la Congregaci¨®n para la Doctrina de la Fe, donde hicieron buenas migas ya que los dos eran partidarios de la Inquisici¨®n
Benedicto XVI y Tarsicio Bertone no son como un presidente y un vicepresidente, o como un jefe de Estado y un primer ministro. No son, en fin, como Mariano Rajoy y Soraya S¨¢enz de Santamar¨ªa, o la reina de Inglaterra y David Cameron, pero casi. Quiere decirse que Bertone manda mucho, manda incluso m¨¢s que el Papa porque es el que est¨¢ en la cocina, en la trastienda, es el hombre en la sombra de Ratzinger, vale decir el hombre en la sombra de Dios, lo que desde el punto de vista del poder es la hostia.
Oficialmente, Bertone es secretario de Estado Vaticano y cardenal camarlengo, lo que en la pr¨¢ctica significa llevar la organizaci¨®n interior y exterior de la Iglesia: todo ese papeleo del que precisa Dios, que es un bur¨®crata, para comunicarse con sus criaturas. Pero significa tambi¨¦n el control del dinero: los ingresos, los gastos, las inversiones en armas, en fondos de alto riesgo o en f¨¢bricas de condones. El cardenal camarlengo dirige el blanqueo de capitales al que es tan aficionado el IOR y sabe por qu¨¦ de vez en cuando aparece un banquero del Todopoderoso colgado debajo de un puente. En otras palabras, se ocupa tambi¨¦n de las relaciones con la mafia, asunto enormemente delicado en una instituci¨®n cuyo reino no es de este mundo.
En calidad de camarlengo, cuando muere el Papa, hace una cosa muy rara, que es colocarse a la derecha del cad¨¢ver y llamarlo por su nombre y apellidos tres veces con una diferencia de tres minutos entre llamada y llamada. El ritual pone los pelos de punta al m¨¢s pintado porque aunque t¨² sabes que el Sumo Pont¨ªfice est¨¢ muerto, pues se le ha afilado la nariz, que es lo primero que se le afila a los papas difuntos desde P¨ªo XII, siempre cabe la posibilidad remota de que se levante y pregunte qui¨¦n le llama, como cuando telefoneas al m¨®vil de un reci¨¦n fallecido, que se te hiela la sangre en las venas (?d¨®nde si no?) mientras escuchas los tonos de llamada. Lo normal es que al final salte una voz diciendo que el aparato est¨¢ fuera de cobertura, porque en el infierno no hay antenas de telefon¨ªa m¨®vil, que dan c¨¢ncer, pero se te hacen eternos esos segundos, sobre todo si el difunto ha sido enterrado con el tel¨¦fono, costumbre que empieza a generalizarse porque se considera que el m¨®vil es ya una extensi¨®n del propio cuerpo.
Se hace eterno, dec¨ªamos, el tiempo que pasa entre que marcas el n¨²mero de mam¨¢, que en paz descanse, y la voz de la telefonista inform¨¢ndote de que mam¨¢ atraviesa una zona de sombra (?la laguna Estigia?). Pues imag¨ªnense los tres minutos de silencio, tres, que se producen entre la apelaci¨®n y apelaci¨®n del camarlengo, con el Papa de cuerpo presente y en su cama, en la cama donde ha dormido cada noche, rodeado por tanto de sus cosas m¨¢s ¨ªntimas (quiz¨¢ tenga un orinal de plata) que huelen a rancio, como la intimidad de cualquiera, sea Papa o ingeniero inform¨¢tico. Un sinvivir, nunca mejor dicho, porque la actuaci¨®n se lleva a cabo adem¨¢s en una atm¨®sfera muy l¨²gubre, con aroma a cera y a incienso revenido, quiz¨¢ a azufre, pues el diablo no se pierde ni atado este ceremonial, donde ya empieza a mover los hilos para influir en la elecci¨®n del sucesor.
Si el Papa muerto no contesta, que ya decimos que es lo normal, el camarlengo toma un martillo de plata con el que golpea tres veces la frente del cad¨¢ver, para ver si tampoco responde a los est¨ªmulos de orden f¨ªsico. Cada cultura tiene sus m¨¦todos. Entre nosotros est¨¢ muy extendida la costumbre de colocar un espejo frente a la boca del extinto para ver si respira. En la enciclopedia Espasa viene otro procedimiento muy seguro consistente en aplicar la llama de una cerilla encendida al dedo gordo del pie del difunto. Si el dedo se hincha y estalla, significa que est¨¢ vivo.
Pero no nos desviemos de nuestros intereses. Dec¨ªamos que el camarlengo es el encargado de certificar el ¨®bito del Papa, lo que le otorga un protagonismo f¨²nebre de muerte. Y el Papa es, por su parte, quien elige en vida a la persona encargada de llevar a cabo toda esta liturgia de despedida. Lo l¨®gico es que elija a un amigo del alma, a alguien de mucha confianza, a un cardenal que pronuncie su nombre con respeto, incluso con cari?o, no va a nombrar a alguien que le rompa la frente a golpes con el martillo de plata.
No.
Benedicto XVI pens¨® en Bertone porque se conoc¨ªan desde los tiempos de la Congregaci¨®n para la Doctrina de la Fe, donde coincidieron e hicieron buenas migas ya que los dos eran partidarios de la Inquisici¨®n, que es como se llamaba antiguamente este departamento. De modo que cuando Ratzinger ascendi¨® al papado se lo llev¨® consigo y le confi¨® estos dos ministerios, el de las finanzas y el de las pompas f¨²nebres, que es como si en un Gobierno de Espa?a te dieran ahora mismo Econom¨ªa, Hacienda e Industria.
En principio no fue mala idea. De hecho, todo iba bien de cara a la galer¨ªa hasta que a finales de mayo fue detenido Paolo Gabriele, el mayordomo del Papa. La sorpresa fue enorme porque no sab¨ªamos que el Papa tuviera mayordomo, Cristo no lo tuvo, aunque seg¨²n algunos fue Judas, de ah¨ª el rencor de clase que le condujo a lo que le condujo. El caso es que el Papa no solo ten¨ªa mayordomo, sino que lo hab¨ªa sacado de una novela policiaca de tercera, en la que en el primer cap¨ªtulo ya sabes qui¨¦n es el asesino. El asesino, en una primera lectura, era Paolo Gabriele, a quien Su Santidad llamaba cari?osamente Paoletto. Pues bien, result¨® que el fiel Paoletto ten¨ªa los armarios llenos de documentos comprometedores para la curia, algunos de los cuales se hab¨ªan filtrado a la prensa con resultados catastr¨®ficos desde el punto de vista de la imagen del papado actual.
Y aqu¨ª es donde de s¨²bito salta tambi¨¦n al primer t¨¦rmino la figura de Tarsicio Bertone, el cardenal que estaba en la cocina, el prelado que viv¨ªa en la trastienda de la SL revisando la contabilidad creativa del Vaticano, el hombre que viv¨ªa en la sombra, que apenas sal¨ªa en los peri¨®dicos, pero que era la mano que mec¨ªa la cuna. Uno podr¨ªa presumir de haber entendido la trama de la obra, pero la verdad es que no ha entendido nada, excepto que se trata de una novela de intriga en la que el mayordomo, tras una segunda lectura, parece actuar de chivo expiatorio y en la que la supuesta v¨ªctima, Benedicto XVI, permanece atada a su presunto victimario, Tarsicio Bertone, por lazos que le impiden cesarlo fulminantemente de su cargo. Quiere decirse que le destrozar¨¢ la frente a martillazos. Una situaci¨®n infernal en la mism¨ªsima embajada del cielo.
Pr¨®xima entrega, el lunes: Dominique Strauss-Kahn-Anne Sinclair.
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