Agust¨ªn en Desenga?o
El chico iba a la academia de la calle Desenga?o como quien va a misa, como si fuera al burdel, como si lo llevaran al matadero. Lleno de palpitante emoci¨®n, esperaba ser desenga?ado: ?¨¦l, a quien enga?aba cualquiera y que en todo momento se enga?aba a s¨ª mismo! En la academia se reun¨ªan los m¨¢s d¨ªscolos de la facultad, los menos sumisos, los que rechazaban el orden establecido y tambi¨¦n a quienes pretend¨ªan establecer otro: los ¨¢cratas. Al chico le intimidaban bastante pero sin duda le fascinaban a morir. Sobre todo las mujeres: ?l¨¢stima que hubiera pocas, l¨¢stima que ninguna se fijase para nada en ¨¦l!
En la cabecera de la mesa se sentaba Agust¨ªn. Con abalorios, con camisas policromas y chillonas, con sus patillas entonces negr¨ªsimas y su bronco pelo rizado. Causaba una tremenda impresi¨®n de vitalidad, de beligerancia jubilosa y viril: el chico nunca hab¨ªa conocido a alguien as¨ª. Agust¨ªn ten¨ªa la certeza de que deb¨ªan abandonarse todas las certezas. Desmenuzaba a los cl¨¢sicos ¡ªHer¨¢clito, Parm¨¦nides, Lucrecio...¡ª y los reviv¨ªa, los pon¨ªa en marcha, los aliaba a la causa eterna de la lucha contra el Se?or y sus siervos mercantiles. Empleaba como una maza de guerra su inteligencia inmisericorde, precisa y acorazada, a menudo, sarc¨¢stico pero sin pizca de humor. El chico le escuchaba con la misma atenci¨®n que el pajarillo presta a la serpiente, intentando aprender a ser serpiente antes de verse devorado. De vez en cuando pretend¨ªa hacerse el listo, el enterado, y citaba a Bertrand Russell, a Borges, a quien estuviera leyendo entonces, y se llevaba un rapapolvo por ser distra¨ªdo y tratar de distraer a los otros.
Her¨¢clito, Parm¨¦nides
Fuera, mas all¨¢ de la calle Desenga?o, continuaba la s¨®rdida dictadura, con sus dogmas de cart¨®n piedra, tan gris como los grises que oficiaban de sicarios. Pero el chico sab¨ªa que antes o despu¨¦s ser¨ªa derrotada, negada, abolida por la fuerza de los sin ley: Her¨¢clito, Parm¨¦nides, Agust¨ªn... Desde la cabecera de la mesa, el gran Negador segu¨ªa hablando de modo irrebatible, certero e invicto: de vez en cuando suspiraba y se rascaba el pecho peludo por la abertura de la camisa desabrochada. El resto de los oyentes se fue marchando poco a poco de la academia, impacientes, aburridos, deseosos de pasar a la acci¨®n, incapaces de mantenerse firmes y seguir negando. Pero el chico perseveraba sentado a la derecha de Agust¨ªn, tomando notas, creyendo entender un mensaje que ya era solo para ¨¦l, angustiado y feliz.
El chico miraba a Agust¨ªn, o¨ªa su voz como el rumor lejano de una cascada negra y pensaba: es mi maestro, nunca volver¨¦ a tener un maestro as¨ª. Y no lo tuvo.
Babelia
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