Del mestizaje y la lengua literaria
Palabras del poeta espa?ol en la clausura del congreso 'El canon del Boom' El evento, organizado por la C¨¢tedra Vargas Llosa, se celebr¨® la semana pasada en Casa de Am¨¦rica, de Madrid
Como se ha repetido hasta la saciedad, hace ahora medio siglo brota en Latinoam¨¦rica (y reverbera en Espa?a) una poco menos que ins¨®lita floraci¨®n novel¨ªstica. Fue un fen¨®meno llamativo, digamos que tuvo algo de coincidencia imprevista, pero que ya se hab¨ªa ido fraguando a trav¨¦s de algunos eminentes ejemplos anteriores. Es f¨¢cil establecer, en un somero recuento, esas oleadas consecutivas de narradores que preceden al advenimiento del ya incorregiblemente llamado boom. Me refiero a lo que podr¨ªa constituir un primer linaje de grandes novelistas hispanoamericanos: Jos¨¦ Eustasio Rivera, R¨®mulo Gallego, G¨¹iraldes, Horacio Quiroga, Asturias, Roberto Arlt, Macedonio Fern¨¢ndez, etc. (contempor¨¢neos todos ellos de Valle-Incl¨¢n, Azor¨ªn, Baroja.) A?os despu¨¦s, se podr¨ªa igualmente juntar una n¨®mina de narradores que secundan las avanzadas precedentes y consolidan las venideras: Onetti, Rulfo, Borges, Arguedas, Carpentier, M¨²gica La¨ªnez, Lezama¡ Es como si se hubiese estado preparando la eclosi¨®n de una nueva cultura literaria tanto m¨¢s fecunda cuanto m¨¢s enraizada en la libertad de los mestizajes ling¨¹¨ªsticos. Y una pregunta tal vez intempestiva: ?qu¨¦ habr¨ªa pasado si esos citados novelistas hubiesen disfrutado de una estrecha relaci¨®n de amistad y compartido experiencias similares, incluido el veh¨ªculo editorial? ?No se habr¨ªa producido una especie de pre-boom (perd¨®n por el palabro) con m¨¢s que sobrada capacidad para aminorar el brillo del boom?
Dec¨ªa Carlos Fuentes en expresi¨®n afortunada que todos los escritores en lengua espa?ola ¡°tienen un mismo origen: el territorio de La Mancha en el que nace nuestra novela¡±. De acuerdo. Ese cervantino lugar de La Mancha es consecuentemente nuestra patria com¨²n, el eje maestro de nuestra lengua literaria. Si repito esa idea tan consabida es por una raz¨®n muy simple: porque cuando hablamos de nuestra lengua literaria, de nuestra literatura, ese pronombre posesivo -nuestra- debe entenderse en su m¨¢s inocultable diversificaci¨®n geogr¨¢fica del Rey Don Pedro.
Es como si se hubiese estado preparando la eclosi¨®n de una nueva cultura literaria tanto m¨¢s fecunda cuanto m¨¢s enraizada en la libertad de los mestizajes ling¨¹¨ªsticos. Y una pregunta tal vez intempestiva: ?qu¨¦ habr¨ªa pasado si esos citados novelistas hubiesen disfrutado de una estrecha relaci¨®n de amistad y compartido experiencias similares, incluido el veh¨ªculo editorial?
Los cultivadores de esas literaturas, est¨¦n donde est¨¦n, son justamente copart¨ªcipes de una propiedad parcelada seg¨²n las normas de cada personalidad nacional. Aunque la posesi¨®n -la patria com¨²n- sea la lengua, las mismas fronteras geogr¨¢ficas diversifican otros tantos nutrientes expresivos ligados a sus respectivos mestizajes. Comparto en este sentido la tesis del policentrismo: nadie puede monopolizar el centro rector de esa red de variantes ling¨¹¨ªsticas; todos los que hablamos espa?ol somos copropietarios de ese bien com¨²n. Por supuesto que existen rasgos distintivos, peculiaridades cong¨¦nitas, pero la pluralidad de normas tiene aqu¨ª el valor inequ¨ªvoco de una gran casa cuya unidad viene definida por el conjunto de sus distintas habitaciones.
Todas las literaturas que se escriben en una misma lengua constituyen, por tanto, un consorcio, una conjunci¨®n de herencias no necesariamente afines. Ni los naturales condicionamientos geopol¨ªticos ni los influjos de los caracteres nacionales, perturban para nada esa operativa evidencia. Las literaturas escritas en lengua espa?ola pertenecen obviamente a una especie de condominio cultural, aun conservando sus respectivas f¨®rmulas expresivas prestigiadas por cada tradici¨®n propia. Algo parecido a lo que el gran antrop¨®logo cubano Fernando Ortiz denomin¨® transculturaci¨®n. Las diferencias que puedan rastrearse -pongo por caso- en el espa?ol de Colombia, Per¨² o Argentina, son del mismo orden te¨®rico que las que puedan advertirse entre los distintos usos del espa?ol en Andaluc¨ªa, Arag¨®n o Asturias. Cada uno se moviliza, natural y afortunadamente, a partir de sus respectivas peculiaridades geogr¨¢ficas, de sus naturales mestizajes hist¨®ricos.
Hasta hace poco, el diccionario era m¨¢s bien parco en la definici¨®n de las voces mestizo y mestizaje, referidas sin m¨¢s al cruzamiento de razas distintas y no a la confluencia de culturas. A nadie se le oculta adem¨¢s que la voz mestizo pod¨ªa llegar a ser bastante ambigua y suscit¨® algunas equ¨ªvocas desviaciones sem¨¢nticas. Recu¨¦rdese, sin ir m¨¢s lejos, que en ciertos ¨¢mbitos sociales europeos, el mestizaje dispone de una acepci¨®n de directo alcance vejatorio. Entre nosotros, sin embargo, ese concepto acab¨® asoci¨¢ndose a la convivencia de culturas o a la resultante magn¨¢nima de esa convivencia, vinculada ahora al campo ultramarino de la lengua. Un campo que debe entenderse, con ¨®ptica justiciera, como una mancomunidad, una copropiedad referida indistintamente a todos y cada uno de los hispanohablantes de veinte nacionalidades.
Las literaturas escritas en lengua espa?ola pertenecen obviamente a una especie de condominio cultural, aun conservando sus respectivas f¨®rmulas expresivas prestigiadas por cada tradici¨®n propia. Algo parecido a lo que el gran antrop¨®logo cubano Fernando Ortiz denomin¨® transculturaci¨®n.
Pero tal vez convenga matizar un poco esa cuesti¨®n, en especial por lo que respecta a alg¨²n que otro alarmismo sobre las corrupciones y fragmentaciones del idioma. Recu¨¦rdese que Borges respond¨ªa en un art¨ªculo, con ir¨®nica sagacidad, a las alarmas de Am¨¦rico Castro sobre las graves alteraciones que ¨¦ste advert¨ªa en el espa?ol rioplatense. Esos presuntos desv¨ªos ling¨¹¨ªsticos no supon¨ªan para Borges m¨¢s que ¡°ejercicios caricaturales¡±, hablas arrabaleras, tan contagiadas de impurezas -a?ado yo- como pod¨ªan estarlo los rasgos dialectales propios de cada regi¨®n peninsular. El purismo l¨¦xico remite por lo com¨²n al estancamiento de las ideas. Digamos que un purista es un racista en versi¨®n lexicol¨®gica. Aquel tan aireado manifiesto de Neruda, abogando por una poes¨ªa ¡°impura como un traje, como un cuerpo, con manchas de nutrici¨®n y actitudes vergonzosas, con arrugas, observaciones, sue?os, vigilias, profec¨ªas, declaraciones de amor y de odio...¡±, esa afirmaci¨®n ¨Cdigo- era algo m¨¢s que una mera ocurrencia ret¨®rica, era toda una paladina declaraci¨®n de principios. Neruda rescata de las trastiendas originarias del idioma unas palabras maltratadas por la rutina, disecadas por el rigorismo acad¨¦mico, y las reconstruye, las dota de una nueva y libre capacidad comunicativa. El poeta se apropia efectivamente de un aluvi¨®n de equivalencias po¨¦ticas con la realidad que inclu¨ªan, aparte de una serie de elementos oriundos de la tradici¨®n, lo que podr¨ªan ser sus variantes m¨¢s contaminadas de impurezas, entendiendo por impureza lo enemistado con lo convencional, con lo inerte. Qu¨¦ extraordinaria lengua impura la que hablaron, pongo por caso, Pedro P¨¢ramo, D¨ªaz Grey, el Jaguar, Aureliano Buend¨ªa, Oppiano Licario, la Maga, Artemio Cruz¡ Y un hecho significativo a este respecto, hubo en los primeros tiempos del boom alg¨²n lector editorial, presunto seguidor de puristas, que juzg¨® impublicables en Espa?a novelas luego notorias porque estaban escritas en mexicano, en peruano, en argentino. Un dictamen que qued¨® finalmente invalidado por su propia majader¨ªa.
Perm¨ªtaseme un apunte retrospectivo. Los primeros cronistas de Indias se enfrentan a un mundo ins¨®lito por desconocido, sin ning¨²n previo referente cultural, a una realidad maravillosa (a lo ¡°real maravilloso¡±, por usar el t¨¦rmino acu?ado por Carpentier). Y crean una prosa como reci¨¦n alumbrada, cuya vitalidad exuberante se correspond¨ªa con la exuberante vitalidad de las nuevas realidades. En el castellano de fines del XV, de principios del XVI, se opera algo as¨ª como una conmoci¨®n imaginativa. No hab¨ªa palabras para nombrar las cosas desconocidas, las sensaciones ignoradas. Como en Macondo, ¡°el mundo era tan reciente que muchas cosas carec¨ªan de nombre¡±. Pero en vez de se?alarlas con el dedo, se moviliza una confluencia de voces hispanas y prehispanas: todo un enriquecimiento mutuo propiciado por la invasi¨®n -por la invenci¨®n, dir¨ªa Vargas Llosa- de la realidad. La literatura se inyecta as¨ª sus propios t¨®nicos verbales. El asombro ante la naturaleza inusitada posibilita el asombro de otra nueva especie de literatura m¨¢s integradora. Basta releer a los grandes historiadores de Indias -D¨ªaz del Castillo, L¨®pez de G¨®mara, Fern¨¢ndez de Oviedo- para corroborar hasta qu¨¦ punto la realidad de un mundo nuevo ha movilizado un nuevo enriquecimiento de la lengua. ?C¨®mo referirse si no, en castellano, a los animales, plantas, alimentos, utensilios de la vida cotidiana propiedad de los indios?
El purismo l¨¦xico remite por lo com¨²n al estancamiento de las ideas. Digamos que un purista es un racista en versi¨®n lexicol¨®gica. Aquel tan aireado manifiesto de Neruda, abogando por una poes¨ªa ¡°impura como un traje, como un cuerpo, con manchas de nutrici¨®n y actitudes vergonzosas, con arrugas, observaciones, sue?os, vigilias, profec¨ªas, declaraciones de amor y de odio...¡±, esa afirmaci¨®n ¨Cdigo- era algo m¨¢s que una mera ocurrencia ret¨®rica, era toda una paladina declaraci¨®n de principios
Ah¨ª se delimita te¨®ricamente una conducta del lenguaje ante la realidad no muy distinta a la usada por los consecutivos renovadores latinoamericanos de la literatura. Pensemos en esa com¨²n cultura literaria que va, por ejemplo, de sor Juana In¨¦s de la Cruz a C¨¦sar Vallejo, del Inca Garcilaso a Rub¨¦n Dar¨ªo, de Jos¨¦ Asunci¨®n Silva a Alfonso Reyes, entre los que se va estabilizando, por as¨ª decirlo, una literatura criolla, es decir, una literatura nacida en Am¨¦rica de padres espa?oles. O una literatura propiamente mestiza, gestada en el cruce l¨¦xico y sint¨¢ctico de lo amerindio y lo espa?ol. En cualquier caso, se trata de un mestizaje ling¨¹¨ªstico tan natural y prol¨ªfico como el de la sangre, similar en cierta manera al sincretismo religioso. Algo que realmente solo ocurri¨® -conviene reiterarlo- en el ¨¢mbito social y cultural de la conquista de Am¨¦rica por parte de espa?oles y portugueses y que constituye, a no dudarlo, un paradigma hist¨®rico: el m¨¢s digno fundamento de una coexistencia que prevaleci¨® a pesar de tantos expolios culturales, atropellos doctrinarios, desmanes sin cuento. Resulta indudable adem¨¢s que todo eso obedeci¨® a un proceso natural verificado a espaldas de los poderes pol¨ªticos y religiosos. Ah¨ª se fundamentan los modernos conceptos de lo multirracial como norma de conducta, pero tambi¨¦n de lo multicultural como modelo de convivencia. El primer hispanoamericano propiamente dicho fue hijo, pongamos por caso, de un marinero de Palos de la Frontera y de una india pipil de San Salvador. A partir de ah¨ª, el ritual de la vida de cada d¨ªa, pero tambi¨¦n el arte y la literatura, se van haciendo mestizos. Una evidencia que salta por encima de todas las demas¨ªas y despojamientos y acaba avecind¨¢ndose en las p¨¢ginas del derecho consuetudinario.
No se olvide que la conquista y colonizaci¨®n de Am¨¦rica del Norte fue hecha por puritanos (es decir, por calvinistas ingleses y holandeses) que emigraron a la otra orilla del Atl¨¢ntico con sus bagajes de pueblo elegido, predestinado a apropiarse de aquel territorio despu¨¦s de aniquilar a sus propietarios. Con independencia de los terribles m¨¦todos utilizados, la colonizaci¨®n espa?ola estaba encaminada a la expansi¨®n del Imperio y a la redenci¨®n a ultranza de los indios, mientras que la anglosajona fue una empresa privada financiada por calvinistas enfrentados al poder metropolitano y escogidos por Dios para adue?arse de las tierras de unos salvajes. En contra de lo que ocurri¨® en otras latitudes, en Iberoam¨¦rica se acab¨® intercalando una sociedad espa?ola o portuguesa en otras abor¨ªgenes, generando as¨ª una sociedad paulatinamente mestiza. Para los anglosajones el t¨¦rmino mestizo era m¨¢s bien un insulto, una aberraci¨®n teol¨®gica; para los espa?oles ten¨ªa el sentido de una prolongaci¨®n natural en el nuevo mundo de sus propios mestizajes hist¨®ricos. Al margen de tantas barbaries y latrocinios, el cruce de formas de vida espa?ola e ind¨ªgena da origen a una nueva realidad social adosada en una nueva realidad f¨ªsica. Ni siquiera los copiosos argumentos sobre la destrucci¨®n de las Indias, invalidan esa evidencia. No me refiero s¨®lo al n¨²cleo racial de los indios sojuzgados y perplejos, sino al de los negros ferozmente esclavizados. Si anta?o se hablaba en la Pen¨ªnsula en lat¨ªn, en hebreo, en ¨¢rabe -hasta que el castellano acaba absorbi¨¦ndolos como lengua imperial-, en Ultramar el idioma de los invasores convive con el de los invadidos -guaran¨ª, quechua, nahuatl, araucano, maya- y el de los negros -yoruba, mandinga, carabal¨ª-, hasta constituir ese espl¨¦ndido mosaico del espa?ol hablado en Chile, en Cuba, en M¨¦xico, en Uruguay. Ocurri¨® como con algunas mezclas de vinos diferentes, esos coupages cuyo resultado final mejora la calidad de las partes. As¨ª se volvi¨® a revitalizar en cada caso el espa?ol, porque as¨ª lo demandaba la geograf¨ªa f¨ªsica y humana donde se trasplant¨®.
La reacci¨®n contra las formas r¨ªgidas, anquilosadas, del espa?ol metropolitano no fue m¨¢s que una natural reacci¨®n literaria, aparte de lo que pudiera tener de enfrentamiento pol¨ªtico a otras tir¨¢nicas formas de colonialismo. La inflexible pureza del idioma es la ant¨ªtesis del mestizaje vivificante. Como nadie ignora, un diccionario recoge, antes que las voces que las autoridades literarias avalan, las legitimadas por la frecuencia del uso popular. Y en Am¨¦rica hab¨ªa multitud de palabras que ten¨ªan que integrarse necesariamente en el caudal l¨¦xico de las variantes del espa?ol que all¨ª se hablaba. No deja de ser aleccionador, por otra parte, que muchas voces ya desusadas en Espa?a permanecieran muy vivas en ciertas zonas hispanoamericanas, no como arca¨ªsmos sino como ejemplos lozanos de los reflujos expansivos de la lengua. Los primitivos colonos que fueron estableci¨¦ndose en el Nuevo Mundo, se llevaron con ellos sus maneras de vivir, sus fanatismos religiosos y sus t¨¢cticas de rapi?a, pero tambi¨¦n la norma ling¨¹¨ªstica que les era propia.
O una literatura propiamente mestiza, gestada en el cruce l¨¦xico y sint¨¢ctico de lo amerindio y lo espa?ol. En cualquier caso, se trata de un mestizaje ling¨¹¨ªstico tan natural y prol¨ªfico como el de la sangre, similar en cierta manera al sincretismo religioso
El resultado de ese largo proceso de mestizajes ling¨¹¨ªsticos se hace m¨¢s notorio cuando la Am¨¦rica hispana se escinde de la metr¨®poli y recorre los caminos hist¨®ricos de su independencia, muchos de cuyos art¨ªfices -por cierto- eran criollos, como Bol¨ªvar, Miranda o San Mart¨ªn, y muchos de cuyos herederos en la lucha por la libertad eran mestizos, como Benito Ju¨¢rez, Emiliano Zapata o Porfirio D¨ªaz. Y fue precisamente otro mestizo, Rub¨¦n Dar¨ªo, el que iba a inaugurar una magistral s¨ªntesis po¨¦tica que sirvi¨® de gu¨ªa a todas las po¨¦ticas surgidas en las ¨¢reas geogr¨¢ficas hispanohablantes. Un mestizo nicarag¨¹ense emprende una haza?a literaria que afectar¨ªa de manera decisiva al desarrollo de toda la poes¨ªa escrita en espa?ol a partir de entonces. Dar¨ªo no pertenece a la otra orilla oce¨¢nica del idioma, es un depositario de nuestra lengua com¨²n que aglutina en su obra elementos de la tradici¨®n cl¨¢sica espa?ola, de la aborigen centroamericana y, en este caso, de la parnasiana francesa. Ah¨ª rebrota el sedimento integrador de una expresi¨®n po¨¦tica que supuso, de hecho, el germen de toda una serie de nuevas posibilidades creadoras dentro de nuestra lengua literaria. Dar¨ªo devuelve a la literatura espa?ola, en una magistral reconversi¨®n est¨¦tica, lo que la literatura espa?ola hab¨ªa trasvasado a Am¨¦rica.
Los andaluces Juan Ram¨®n Jim¨¦nez y Antonio Machado, el gallego Valle-Incl¨¢n, los vascos Unamuno y Baroja, los levantinos Azor¨ªn o Gabriel Mir¨®, el canario Tom¨¢s Morales -por ejemplo- se instalan de uno u otro modo en esa reciente tradici¨®n. Y en esa misma tradici¨®n, adaptada a su medio, comparecen los mexicanos Guti¨¦rrez N¨¢jera y L¨®pez Velarde, los cubanos Jos¨¦ Mart¨ª y Juli¨¢n del Casal, el colombiano Jos¨¦ Asunci¨®n Silva, el uruguayo Herrera y Reissig, el argentino Leopoldo Lugones, etc. La paulatina consolidaci¨®n de nuestra literatura contempor¨¢nea -la de Espa?a y la de Am¨¦rica- consiste precisamente en eso: en una conciencia ling¨¹¨ªstica de espl¨¦ndida diversidad. Algo que tambi¨¦n cabr¨ªa referir a la poes¨ªa afroantillana -o afrohispana- de un Nicol¨¢s Guill¨¦n, un Pal¨¦s Matos o un Emilio Ballagas, cuando la r¨ªtmica sonoridad de las voces negras bulle en el torrente l¨¦xico del espa?ol.
Cierto que resulta de veras fascinante atravesar ese inmenso territorio que va de la Patagonia al r¨ªo Bravo, y aun penetra en Estados Unidos, y entenderse en la misma lengua dentro de su natural diversificaci¨®n de matices, giros, h¨¢bitos dialectales. Esa evidencia emocionante basta para ratificar que, al margen de todos los ultrajes y expolios de la historia, las mezclas culturales que se fraguan en Ultramar propiciaron una nueva siembra ling¨¹¨ªstica que lleg¨® a convertirse en el m¨¢s fecundo logro de la presencia espa?ola en Am¨¦rica. Asolamos, qui¨¦n lo duda, civilizaciones insignes, inculcamos fanatismos e intolerancias, pero abrimos la ruta integradora de una lengua y una cultura literaria que prevaleci¨® hasta nuestros d¨ªas.
Frente a la ideolog¨ªa dominante y al suministro de una lengua oficialmente depauperada, los novelistas hisp¨¢nicos que empiezan a publicar en la d¨¦cada de los 60, hab¨ªan descubierto que esa lengua com¨²n necesitaba de alguna suerte de rehabilitaci¨®n, de remozamiento, frente a los desgastes y anemias del inmovilismo.
(Recuerdo a este respecto una an¨¦cdota que he o¨ªdo contar atribuida a otros, pero de la que tambi¨¦n yo fui protagonista. Un d¨ªa, cuando yo viv¨ªa en Colombia, viajaba con unos amigos por lo que all¨ª llaman Tierra caliente. Nos detuvimos en una cantina y all¨ª nos sentamos un rato, cuando el cantinero, muy respetuosamente, me pregunt¨® si yo era espa?ol. Yo le pregunt¨¦ a mi vez que en qu¨¦ lo hab¨ªa notado. ¡°En el dialecto¡±, respondi¨® el cantinero. Un excelente compendio, en tres palabras, de la historia social del mestizaje.)
Bien. Una ¨²ltima apostilla. Hay un libro de Carlos Fuentes que alcanz¨® especial resonancia en Am¨¦rica Latina y no demasiada en Espa?a, pese a su condici¨®n -digamos- fundacional. Me refiero, claro, a La nueva novela hispanoamericana, publicada en M¨¦xico en 1969. En ese libro, y aparte del dictamen general sobre los factores hist¨®ricos de cambio en la narrativa en cuesti¨®n, se estudian cinco novelistas contempor¨¢neos: Vargas Llosa, Carpentier, Garc¨ªa M¨¢rquez, Cort¨¢zar y Juan Goytisolo. (Es significativa la inclusi¨®n de Goytisolo como correlato espa?ol del boom.) Los juicios de Fuentes a prop¨®sito de la evoluci¨®n de la novela hispanoamericana tuvieron en cierta forma algo de prof¨¦ticos. El autor revisita esa novel¨ªstica en busca de las causas que propiciaron su apogeo y fija as¨ª un primer canon de lo que se llamar¨ªa el boom, fundamentalmente referido a la reconquista literaria de la lengua. Las circunstancias pol¨ªticas en no pocos pa¨ªses latinoamericanos -y, por supuesto, en Espa?a- eran entonces bastante conflictivas, incluso pod¨ªan llegar a ser asfixiantes. Y no por casualidad eligi¨® Fuentes a unos escritores (son sus palabras) ¡°que toman partido por la civilizaci¨®n frente a la barbarie¡±, enfocando as¨ª de modo unitario un fen¨®meno que afect¨® por igual a todas las literaturas escritas en lengua espa?ola.
Frente a la ideolog¨ªa dominante y al suministro de una lengua oficialmente depauperada, los novelistas hisp¨¢nicos que empiezan a publicar en la d¨¦cada de los 60, hab¨ªan descubierto que esa lengua com¨²n necesitaba de alguna suerte de rehabilitaci¨®n, de remozamiento, frente a los desgastes y anemias del inmovilismo. Es lo que ya hab¨ªan emprendido sus inmediatos antecesores: Onetti, Rulfo, Borges, Carpentier, Lezama, Arguedas, Octavio Paz, forjando una literatura que ¡°reivindica la necesidad evidente de ser ante todo escritura¡±. Por encima de restricciones did¨¢cticas, de modelos anquilosados, se estabiliza una literatura ¨Cuna po¨¦tica- que cimenta en el lenguaje su exclusiva raz¨®n de ser.
En un angosto margen de tiempo -de 1962 a 1967- se publican La ciudad y los perros, La muerte de Artemio Cruz, Rayuela, Cien a?os de soledad, El peso de la noche, El lugar sin l¨ªmites. Las afinidades po¨¦ticas de sus autores era tan relativa como copiosa su un¨¢nime conciencia de renovaci¨®n en libertad de un lenguaje literario malgastado
Es cierto que, al margen de los condicionamientos socioculturales de cada pa¨ªs, no ser¨ªa discreto dejar de reiterar el est¨ªmulo indirecto que supuso para la cultura literaria de Latinoam¨¦rica la triunfante revoluci¨®n cubana. Como es bien sabido, en La Habana arraiga entonces una creciente atenci¨®n por la literatura que estaba produci¨¦ndose en Latinoam¨¦rica. Los exponentes de lo que pronto se llamar¨ªa el boom se adhieren en aquellos primeros a?os 60 a los supuestos revolucionarios cubanos. La historia -y la vida- eran muy distintos entonces a lo que ser¨ªan poco despu¨¦s. Los m¨¢s o menos prolongados marasmos y trances dif¨ªciles que afectaban a un buen n¨²mero de pa¨ªses de Latinoam¨¦rica (y por supuesto a Espa?a) acusan de pronto una agitaci¨®n que conecta, a trav¨¦s del campo ideol¨®gico, con el literario. Desde un principio, La Habana se encarga de catapultar, con no improvisada astucia, la imagen global de unos hechos culturales hasta hac¨ªa poco diseminados, desdibujados por su propio aislamiento o sus precarias posibilidades de expansi¨®n.
En todo caso, lo que de veras promovi¨® una creciente atracci¨®n universal fue el poderoso rango expresivo de unas pocas novelas que, aparte del natural ¡°exotismo¡± tem¨¢tico, respond¨ªan en muy estimable medida a ¡°una nueva fundaci¨®n del lenguaje.¡± Frente a la obediencia a normas ya fosilizadas, ese lenguaje propon¨ªa el desacato, la afortunada reinvenci¨®n de una lengua literaria instintivamente forjada en la memoria de tantos mestizajes hist¨®ricos. Como bien se sabe, el eje editorial de Barcelona (con Carlos Barral a la cabeza y ramificaciones en M¨¦xico y Buenos Aires) hizo todo lo dem¨¢s: canaliz¨® en parte la nueva novela latinoamericana y auspici¨® la recuperaci¨®n de escritores de anteriores generaciones. En principio se trataba de cuatro o cinco narradores amigos, m¨¢s o menos residentes a la saz¨®n en Barcelona. La tiran¨ªa did¨¢ctica de los manuales canoniz¨® sin m¨¢s el retrato de los componentes del boom: Garc¨ªa M¨¢rquez, Cort¨¢zar, Vargas Llosa, Fuentes, a veces Edward, a veces Donoso, una especie de n¨²merus clausus que desplazaba t¨¢citamente a otros colegas de notable personalidad, aunque a la larga tambi¨¦n acabar¨ªan favorecidos por la onda expansiva del boom.
En un angosto margen de tiempo -de 1962 a 1967- se publican La ciudad y los perros, La muerte de Artemio Cruz, Rayuela, Cien a?os de soledad, El peso de la noche, El lugar sin l¨ªmites. Las afinidades po¨¦ticas de sus autores era tan relativa como copiosa su un¨¢nime conciencia de renovaci¨®n en libertad de un lenguaje literario malgastado. Y algo ciertamente ejemplar: esa media docena de narradores convierten en universal el espa?ol que usan los mexicanos, los lime?os, los bonaerenses, los bogotanos, los santiaguinos; trasmutan en lengua literaria el habla local, a la vez que habilitan nuevas t¨¦cnicas novel¨ªsticas y nuevas propuestas innovadoras. Una restauraci¨®n a la que habr¨ªa que ir sumando enseguida a Sergio Pitol, Cabrera Infante, Julio Ram¨®n Rybeiro, G¨®mez Valderrama, Elizondo, Manuel Puig, Fernando del Paso, Bryce Echenique, etc. Es el ciclo a¨²n inacabado del post-boom, surgido en cualesquiera de las ¨¢reas del espa?ol ultramarino. Ah¨ª est¨¢n ya, por ejemplo, sobradamente refrendados los Fernando Vallejo, Roberto Bola?o, Sergio Ram¨ªrez, Juan Villoro, Jorge Volpi, Leonardo Padura, Santiago Roncagliolo, etc. Y as¨ª hasta llegar a los m¨¢s recientes prop¨®sitos generacionales de revisi¨®n est¨¦tica del boom, una nueva b¨²squeda de empresas literarias m¨¢s complejas, m¨¢s libres, como ped¨ªa aquel ¡°manifiesto del crack¡± que puso en circulaci¨®n Jorge Volpi, o demandaba aquel otro movimiento infrarrealista en el que Roberto Bola?o hereda de Roberto Matta la idea de ¡°volarle la tapa de los sesos a la cultura oficial¡±, una medida ciertamente saludable. Y por ah¨ª andamos, a ver qu¨¦ pasa.
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