Philip Roth, una despedida
C¨®mo no estar cansado a esa edad, despu¨¦s de tantos a?os de un trabajo tan asiduo, tan inmenso, tan incierto
Hay un momento en que un novelista que percib¨ªa muy bien el pulso de su tiempo y se nutr¨ªa de ¨¦l para inventar sus ficciones parece perder ese latido que hasta entonces se hab¨ªa confundido sin esfuerzo con el suyo propio. Entonces se refugia en evocaciones m¨¢s o menos lujosas o nost¨¢lgicas de su pasado, o de otros pasados ajenos o m¨¢s lejanos que lo seducen porque en ellos no parecen existir los agrios conflictos o las realidades fragmentadas y confusas del presente, y porque en esos mundos apartados quedan m¨¢s veros¨ªmiles los estereotipos que ahora urde en vez de personajes una imaginaci¨®n fatigada.
Les pasa tambi¨¦n a los directores de cine, y el efecto es todav¨ªa m¨¢s evidente, porque el cine tiene m¨¢s capacidad de inmediatez que la literatura. Aunque sigan viviendo en la misma ciudad que retrataban en otros tiempos y que convert¨ªan sin aparente esfuerzo en espacio de f¨¢bulas contempor¨¢neas, prefieren encerrarse en los hangares de los estudios para reconstruir en ellos con meticulosidad enfermiza escenarios del pasado en los que la intenci¨®n de autenticidad se confunde con el amontonamiento barroco. Extenuada o perdida la inspiraci¨®n, queda el amaneramiento y el exhibicionismo de la t¨¦cnica. Ajeno al mundo que probablemente ya le fatigaba o estaba dejando de entender Fellini se perd¨ªa en los laberintos fastuosos y cada vez m¨¢s opresivos que se hac¨ªa construir en Cinecitt¨¤: daba igual que fingieran la Roma imperial, la Venecia de Casanova, un transatl¨¢ntico de lujo de la ¨¦poca del Titanic. Una deriva semejante ha seguido Martin Scorsese, que se hab¨ªa educado admirando el nervio callejero de los directores italianos, y que nos ha dejado el retrato indeleble de la luz sucia de Nueva York en los a?os setenta, la cualidad l¨ªvida de las caras y las cosas bajo los neones excesivos de las cafeter¨ªas abiertas toda la noche y la negrura amenazadora y fronteriza que comenzaba entonces al otro lado de casi todas las esquinas, tan s¨®lo un paso m¨¢s all¨¢ de la claridad rojiza de las farolas. Ahora Scorsese hace recreaciones de ¨¦poca que tienen toda la pompa de los decorados de ¨®pera de Franco Zeffirelli. Pero tambi¨¦n Rossellini, que hab¨ªa pr¨¢cticamente inventado la mirada contempor¨¢nea en el cine, que hab¨ªa rodado casi sin medios y convertido en ficciones los hechos acuciantes del final de la guerra casi al mismo tiempo y al mismo ritmo en el que suced¨ªan, acab¨® dirigiendo solemnidades pedag¨®gicas sobre el proceso de S¨®crates o la corte de Luis XIV en Versalles.
(Un caso distinto era Visconti: para ¨¦l la historia del siglo anterior formaba parte del ahora: en su imaginaci¨®n narrativa y visual los dramas suntuosos del tiempo de la independencia de Italia explicaban el origen de todo lo que hab¨ªa venido despu¨¦s, como para Faulkner la verg¨¹enza irreparable de la esclavitud hab¨ªa seguido infectando la vida en el Sur. En los dos casos el pasado no es un refugio contra las inclemencias del presente, sino la fosa abierta de una excavaci¨®n en la que siguen encontr¨¢ndose los despojos de un crimen).
Algunas veces, en los ¨²ltimos a?os, leyendo con desilusi¨®n creciente algunas de las novelas que publicaba Philip Roth, he pensado en el maleficio de estos directores de cine. El Newark de su infancia y de su primera juventud hab¨ªa sido el territorio central de una serie de novelas en las que se examinaba, con una especie de furiosa lucidez, con una capacidad asombrosamente terrenal de rememoraci¨®n e invenci¨®n, las vidas de dos generaciones de jud¨ªos americanos, no ya los emigrantes llegados de Europa sino los hijos y los nietos: la generaci¨®n que hab¨ªa empezado a americanizarse en las escuelas p¨²blicas pero todav¨ªa hablaba y¨ªdish y raramente llegaba a la universidad y sobre todo la siguiente, la del propio Roth; esa fue la primera que no sufri¨® las barreras invisibles o expl¨ªcitas del antisemitismo, la que fue a universidades sin cuotas limitadas para jud¨ªos y adem¨¢s se hizo adulta en la atm¨®sfera de emancipaci¨®n y ruptura de los a?os sesenta, la que ya no habl¨® y¨ªdish y se march¨® muy lejos de los barrios de emigrantes a los que hab¨ªan llegado sus abuelos y en los que nacieron sus padres.
El mejor Roth es el cronista de ese mundo, de las personas modeladas por ese tr¨¢nsito de los tiempos y de las generaciones: los que so?aban con irse, los que se asfixiaban, los que se quedaban atr¨¢s, los que se somet¨ªan, los que se rebelaban, los que sal¨ªan adelante y los que ca¨ªan aplastados, los que sucumb¨ªan a la ruina o a la deshonra, los aniquilados por la pura mala suerte.
Quiz¨¢s fue en La conjura contra Am¨¦rica ¡ªla grandilocuencia del t¨ªtulo lo hac¨ªa a uno desconfiar¡ª donde se produjo una mutaci¨®n. Por primera vez la nostalgia endulzaba lo que hasta entonces hab¨ªa contado sin rastro de sentimentalismo una imaginaci¨®n fielmente alimentada por la claridad de la memoria. Philip Roth se tomaba el trabajo de inventar una historia alternativa en la que un presidente nazi marginaba y despojaba de sus derechos civiles a los jud¨ªos de Estados Unidos sin mencionar ni por un momento que en el pa¨ªs real de esa misma ¨¦poca muchos millones de personas eran marginados y perseguidos por ser negros, y desde luego carec¨ªan de derechos civiles. La familia, la comunidad jud¨ªa, ya no eran el cogollo asfixiante del que hac¨ªa falta huir a toda prisa y fuera como fuera: ahora aparec¨ªan como los pilares de un orden protector y ben¨¦fico, de lazos firmes y valores seguros, amparado al final por los s¨ªmbolos restablecidos de la legalidad americana. Los retratos de Philip Roth hab¨ªan tenido a veces una crudeza y un estremecimiento como de Lucien Freud. Ahora parec¨ªan ilustraciones de Norman Rockwell.
Cuando narraba el presente, en una tras otra de sus novelas, se concentraba con un ¨¦xtasis mon¨®tono en la primac¨ªa de la enfermedad, de la ruina y la muerte. El para¨ªso estaba infaliblemente en el pasado. Empec¨¦ a leer N¨¦mesis y me aburri¨® pronto la reconstrucci¨®n demasiado evidente del Newark intacto, anterior al deterioro y a las imperfecciones de la realidad y del presente, invocado no por el flujo azaroso de la memoria sino por una pericia como de esos directores art¨ªsticos que saben ambientar tan bien las pel¨ªculas en los a?os cuarenta: la calle central del barrio con sus peque?os negocios y sus tiendas, con gente amable en las aceras, la cafeter¨ªa con un jukebox en el que suena oportunamente I¡¯ll Be Seeing You, momento que aprovecha el narrador para contarnos que era una canci¨®n muy popular en la ¨¦poca, etc¨¦tera.
Ahora Philip Roth dice que se retira, casi a los 79 a?os, que no escribir¨¢ m¨¢s novelas, que ni siquiera hablar¨¢ de ellas. C¨®mo no estar cansado a esa edad, despu¨¦s de tantos a?os de un trabajo tan asiduo, tan inmenso, tan incierto. Yo s¨®lo quisiera que alguna vez, ya sin prisa, sin la urgencia de escribir una novela, la Gran Novela, la Gran Novela Americana, Philip Roth se deje llevar por un aire de inspiraci¨®n, por la libertad y la desverg¨¹enza y la liviandad casi p¨®stumas de algunos grandes viejos, y nos vuelva a contar una historia verdadera y perfecta.
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