La edad de oro
Las fotos que ahora veneramos pertenecieron en otro tiempo al espect¨¢culo visual de la vida
Hubo una edad de oro de la fotograf¨ªa, como la hubo del teatro isabelino o de la pintura al fresco o de la novela de adulterio o del cine policial o del jazz; una normalidad hecha de talentos excepcionales que se alimentan y se desaf¨ªan entre s¨ª; un esplendor que surge en toda su plenitud con muy raros precedentes y que nunca dura demasiado; una conjunci¨®n de originalidades aventureras y de solvencia artesanal, de imaginaci¨®n y tecnolog¨ªa y mercado. La edad de oro de la fotograf¨ªa ocurre m¨¢s o menos entre los a?os veinte y el final de los cincuenta; empieza con la invenci¨®n de c¨¢maras port¨¢tiles de manejo f¨¢cil y acaba con la ruina de las grandes revistas ilustradas tras la embestida de la televisi¨®n. En Europa, en Estados Unidos, en los pa¨ªses m¨¢s urbanizados de Am¨¦rica Latina, hombres j¨®venes sin una vocaci¨®n definida ni grandes credenciales acad¨¦micas descubren en la fotograf¨ªa una posibilidad inesperada. Hombres j¨®venes y tambi¨¦n mujeres. Quiz¨¢s el arte de la fotograf¨ªa es el primero en el que las mujeres encuentran un lugar indisputado: Gerda Taro, Tina Modotti, Lee Miller, Berenice Abbott, Lisette Model, Helen Levitt.
Gracias a la Leica y a la Rolleyflex casi cualquiera puede tomar fotos de calidad. Ligereza y rapidez convierten al fot¨®grafo en un buscador ambulante. Las ciudades ofrecen multiplicado el espect¨¢culo que ya hab¨ªa seducido a mediados del siglo anterior a Baudelaire. En los espacios p¨²blicos la multitud adquiere el poder¨ªo de los grandes fen¨®menos de la naturaleza, y hay en ellas tantas historias y tantas caras singulares que pueden atraparse al paso que un fot¨®grafo tiene garantizada siempre una presa valiosa. La iluminaci¨®n el¨¦ctrica, el cine, los caf¨¦s, los teatros de variedades, ampl¨ªan para ¨¦l la amplitud de la noche, con sus contrastes de claridad y de sombra que parecen concebidos para que los atrape una c¨¢mara. Lo fragmentario y lo azaroso de la ciudad se corresponden con lo instant¨¢neo del disparo fotogr¨¢fico. Trenes de metro, autobuses, tranv¨ªas, favorecen el anonimato y regalan extraordinarias perspectivas. En la Europa de los a?os treinta lo viejo no ha sido abolido a¨²n por los bombardeos de la guerra y por el desarrollo acelerado que vino despu¨¦s. Vertiginosas y modernas, las grandes capitales siguen conservando cada una su car¨¢cter ¨²nico, mucho antes de la uniformidad del tr¨¢fico masivo y las arquitecturas id¨¦nticas.
La edad de oro de la fotograf¨ªa es tambi¨¦n la de las grandes revistas ilustradas, con sus p¨¢ginas amplias de tipograf¨ªas innovadoras y su maestr¨ªa de composici¨®n y dise?o
El mundo parece existir para ser fotografiado. Cuando la literatura quiere contarlo imita de un modo u otro sus atrevimientos: sus simultaneidades, su discontinuidad, su atracci¨®n por el collage, su exploraci¨®n imp¨²dica de los lugares m¨¢s secretos y de los contrastes m¨¢s escandalosos. La facilidad de los transportes permite que aparezcan en las ciudades forasteros que vienen de lejos, que han ido ya de un pa¨ªs a otro, que por voluntad propia o por pura supervivencia han tenido que dejar la seguridad de sus tierras de origen. Una c¨¢mara ocupa poco espacio en un equipaje. Un hombre o una mujer joven que han venido de otros mundos ajenos traen en los ojos una curiosidad y un af¨¢n de observar que se adiestran m¨¢s gracias a la c¨¢mara.
Pero no es s¨®lo un empe?o est¨¦tico. La edad de oro de la fotograf¨ªa es tambi¨¦n la de las grandes revistas ilustradas, con sus p¨¢ginas amplias de tipograf¨ªas innovadoras y su maestr¨ªa de composici¨®n y dise?o. Revistas de deportes, revistas de moda, revistas de informaci¨®n general, revistas de propaganda pol¨ªtica m¨¢s o menos descarada en las que a la fotograf¨ªa se le exige una contundencia panfletaria. Las fotos que ahora veneramos en la claridad frigor¨ªfica de los museos, enmarcadas y etiquetadas, pertenecieron en otro tiempo al espect¨¢culo visual de la vida, se desplegaron a doble p¨¢gina en reportajes urgentes sobre las guerras o sobre los levantamientos pol¨ªticos, colgaron como banderas en los kioscos de las calles y de las estaciones, acabaron en la basura o como forros de libros o envoltorios de cosas. La fotograf¨ªa documentaba severamente los trabajos de los seres humanos y las penurias y las diversiones de los pobres. Era una herramienta y una forma narrativa tan poderosa como el cine y mucho m¨¢s apegada a la expresi¨®n de lo real que la pintura o la literatura.
Los fot¨®grafos son igual de extraordinarios como narradores que como personajes novelescos. Brassa?, Andr¨¦ Kert¨¦sz, Roman Vishniac, Chim, Horacio Coppola, Capa, Martin Munk¨¢csi, Sudek: ap¨¢tridas, casi todos ellos, robinsones de ciudades, con nombres enga?osos, con biograf¨ªas errantes; no artistas embriagados de amaneramiento y vanidad sino artesanos que trabajan por encargo, con una prisa de viajes y de fechas de entrega, aunque se permitan a veces el lujo personal de una b¨²squeda contemplativa.
Bill Brandt dec¨ªa con desapego ir¨®nico que se dejaba guiar por la lente, que la c¨¢mara tomaba las fotos por ¨¦l.
A esa especie, a esa misma edad de oro, pertenece Bill Brandt, a quien se dedica ahora una gran exposici¨®n en el MoMA, a los treinta a?os de su muerte. De joven fue como un personaje de Thomas Mann, entre de Los Buddenbrook y La monta?a m¨¢gica. Ven¨ªa de una familia de banqueros y navieros de Hamburgo y como ten¨ªa los pulmones d¨¦biles pas¨® parte de su primera juventud en sanatorios para tuberculosos de Suiza. Empez¨® a tantear la fotograf¨ªa en Viena y fue disc¨ªpulo de Man Ray en Par¨ªs. En las fotos del patriarca Atget y en las de Brassa? aprendi¨® a observar la cotidianidad misteriosa de las ciudades. Se fue a Londres en 1934, y sac¨® provecho enseguida de su condici¨®n ambigua de extranjero bien conectado socialmente. Entraba como invitado en las casas de los ricos y espiaba en ellas los rituales herm¨¦ticos de las jerarqu¨ªas y las distinciones de clase. Era como un detective que gracias a su oficio puede pasearse con tranquilidad y distancia por mundos ajenos entre s¨ª. Retrat¨® a los arist¨®cratas, a los mineros, a las criadas, a los bebedores broncos de los pubs. Ten¨ªa un talento especial para convertir una calle desierta o un p¨¢ramo azotado por el viento en lugares en los que parece haber sucedido una historia, hace unas horas o hace mucho tiempo, o en los que algo est¨¢ a punto de suceder. La guerra le depar¨® sus materiales m¨¢s memorables: las calles sumidas en la oscuridad del toque de queda y alumbradas fant¨¢sticamente por la luna llena; las ruinas como cordilleras de los bombardeos alemanes; ese silencio y esa negrura que s¨®lo la guerra devuelve a una ciudad moderna. Y por debajo del silencio, en los refugios, en los t¨²neles del metro, la gente escondida, m¨¢s agotada que asustada, desgastada por la penuria, el racionamiento, la falta de sue?o. Bill Brandt dec¨ªa con desapego ir¨®nico que se dejaba guiar por la lente, que la c¨¢mara tomaba las fotos por ¨¦l. Hay una de las que hizo en el metro que da la sensaci¨®n de que es uno mismo quien va de un lado para otro entre la gente amontonada y repara en algo: una ni?a dormida, tapada con una manta, y a su lado, igual de bien tapada, una mu?eca, una de esas mu?ecas con grandes caras de cart¨®n que ten¨ªan las ni?as de la edad de nuestras madres. Antes de acomodarse para dormir en esa noche de cat¨¢strofe y miedo la ni?a ha acostado a su mu?eca y se ha preocupado de abrigarla. Hace falta saber mirar muy bien para que una c¨¢mara tome por s¨ª sola una foto como esa.
Bill Brandt. Sombra y luz. Museo de Arte Moderno de Nueva York. Hasta el 12 de agosto.
www.antoniomu?ozmolina.es
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