Desbordamiento de Charles Ives
El compositor es uno de esos maestros que no encuentran su lugar en el tiempo en que viven
Con los primeros calores, las tormentas y los diluvios s¨²bitos de mayo llega cada a?o al Carnegie Hall, durante una semana entera, el festival tumultuoso de las orquestas sinf¨®nicas americanas. No son las m¨¢s c¨¦lebres y por lo tanto los precios pueden mantenerse muy bajos. Un concierto cuesta 25 d¨®lares; se puede asistir a cuatro por el precio de tres; el ciclo entero sale por 100 d¨®lares, m¨¢s barato a¨²n para estudiantes. No faltan los nombres sonoros: este a?o, entre otros, Christoph Eschenbach con la National Symphony Orchestra, Leonard Slatkin con la Sinf¨®nica de Detroit. Tambi¨¦n vienen las sinf¨®nicas de Baltimore, de Oreg¨®n y de Albany, la Filarm¨®nica de B¨²falo. Porque no es obligatorio atraer al p¨²blico pudiente y conservador los programas son m¨¢s aventurados. La atm¨®sfera general tiende a lo bullanguero, al menos hasta que empieza la m¨²sica, y las cabezas blancas o grises no predominan en las butacas. Los conciertos los transmite en directo la WQXR, que fue la emisora de m¨²sica cl¨¢sica del New York Times y ahora pertenece a la red de la radio p¨²blica. No es inusual que los directores expliquen las piezas que van a ser interpretadas. La ausencia de solemnidad resalta la fuerza de la m¨²sica, la maravilla de su irrupci¨®n en lo cotidiano. Hay un rumor festivo de gente llenando una sala muy grande que poco a poco se apacigua, y cuando se aten¨²an las luces el silencio no tiene la cualidad algo opresiva de la ceremonia; es un silencio de gran expectaci¨®n colectiva, de inminencia de lo muy deseado.
La ausencia de solemnidad resalta la fuerza de la m¨²sica, la maravilla de su irrupci¨®n en lo cotidiano
Esperaba a que empezara el concierto de la Sinf¨®nica de Detroit imagin¨¢ndome que a Charles Ives le habr¨ªa agradado el ambiente de esa noche en las gradas altas de Carnegie Hall. Ives ten¨ªa una idea muy exaltada del lugar de la m¨²sica en la comunidad democr¨¢tica. Quer¨ªa que la m¨²sica llegara a todo el mundo porque en ella estaba expresado lo m¨¢s generoso, lo m¨¢s hondo y universal de la condici¨®n humana, el poder¨ªo originario de la naturaleza, el temblor ante lo ilimitado y lo desconocido, la fuerza confortadora de la comunidad civil. Pensaba en Charles Ives por el esp¨ªritu desahogado y cordial que hab¨ªa en la sala un poco antes de que se atenuaran las luces y porque nos dispon¨ªamos a escuchar un programa que s¨®lo en un festival como ¨¦ste es posible: las cuatro sinfon¨ªas de Ives, una tras otra, en orden cronol¨®gico, el arco entero entre sus tanteos juveniles de formaci¨®n y la cima de su madurez y su originalidad, la trayectoria fulgurante de uno de esos maestros que no encuentran su lugar en el tiempo en que viven porque parecen pertenecer a un porvenir ni siquiera sospechado por sus contempor¨¢neos.
En el vocabulario americano, Charles Ives es un ¡°maverick¡±, un raro irremediable, alguien que sin hacer ning¨²n esfuerzo de excentricidad no se parece a nadie y ni siquiera se molesta en hacer ostentaci¨®n de su diferencia, que es singular sin altaner¨ªa y se queda al margen sin resentimiento, un solitario que no es hura?o, un mis¨¢ntropo afable. Se ganaba la vida con mucha solvencia dirigiendo una pr¨®spera compa?¨ªa de seguros de vida y compon¨ªa mientras tanto m¨²sicas secretas que habr¨ªan escandalizado no s¨®lo a sus colegas y a sus clientes sino a los aficionados m¨¢s predispuestos a las novedades sonoras. 1906 es el a?o del estreno de la Salom¨¦ de Richard Strauss pero tambi¨¦n de Central Park in the Dark, donde Charles Ives superpone a la melod¨ªa cl¨¢sica y europea de las cuerdas la estridencia de los cl¨¢xones de los coches abri¨¦ndose el paso en el tr¨¢fico y los ritmos convulsos del ragtime. Stravinsky soliviant¨® al p¨²blico de Par¨ªs con La consagraci¨®n de la primavera en 1913, pero algunos a?os antes, sin que lo supiera nadie, Ives hab¨ªa completado su Segunda sinfon¨ªa, que es una explosi¨®n de m¨²sicas callejeras, himnos religiosos, canciones baratas, homenajes suntuosos e ir¨®nicos a la tradici¨®n europea, m¨¢s osada que cualquiera de los collages sonoros de Mahler.
Ives cre¨ªa que en la m¨²sica estaba expresado lo m¨¢s generoso, lo m¨¢s hondo y universal de la condici¨®n humana
En poco m¨¢s de una hora de programa se resume el tr¨¢nsito del aprendizaje y la esmerada imitaci¨®n al descubrimiento del propio estilo, que es sobre todo el hallazgo un poco at¨®nito de algo que uno hab¨ªa llevado siempre de manera latente consigo y no hab¨ªa sabido ver, y se le revela un d¨ªa como en un trance de ebriedad. En torno a los veinte a?os, en la Primera sinfon¨ªa, Charles Ives empez¨® queriendo laboriosamente ser una mezcla de Brahms, de Schubert, de Dvorak. Complet¨® esa tarea con visible alivio y ya no mir¨® nunca hacia atr¨¢s, y si decidi¨® hacerse ejecutivo de seguros en vez de profesor universitario de m¨²sica o compositor de mediocridades aceptables probablemente fue porque se dio cuenta de que no le ser¨ªa posible transigir sin arruinar su talento. Con tedio respetuoso uno escuchaba a la Sinf¨®nica de Detroit tocando una m¨²sica que tiene algo de resumen y de retrato robot del sinfonismo europeo. Pero en cuanto Leonard Slatkin atac¨® el comienzo de la Segunda la disciplinada obviedad dio paso al fulgor de lo nuevo. El arte acad¨¦mico, en cualquiera de las variedades del academicismo ¡ªincluido el academicismo contempor¨¢neo de la transgresi¨®n¡ª se define sobre todo por lo que deja fuera, lo inconveniente, lo no admitido, lo no aceptable. Un gran artista original de verdad asombra por la variedad y la amplitud de todo lo que abarca: lo desde?able para otros ¨¦l lo acoge y lo celebra con la desverg¨¹enza de un buhonero; lo vulgar resulta de pronto memorable en sus manos, lo m¨¢s sagrado se revela grandilocuente o irrisorio, lo que parec¨ªa ruido y desorden y deshecho se transforma en belleza; los l¨ªmites que todo el mundo consideraba intocables ¨¦l los derriba como sin darse cuenta, en la pura expansi¨®n jovial de sus facultades.
Entre 1906 y 1918 Charles Ives, al mismo tiempo que prosperaba su compa?¨ªa de seguros, vivi¨® un per¨ªodo de fertilidad creativa quiz¨¢s s¨®lo comparable al que comenz¨® para Faulkner en 1928 con El ruido y la furia y le dur¨® m¨¢s o menos hasta Wild Palms, en 1939. Faulkner viv¨ªa entre la indiferencia m¨¢s bien hostil de sus conciudadanos en Oxford, Misisipi, pero al menos sus libros se editaban y recib¨ªan en algunos casos buenas cr¨ªticas y ten¨ªan unos pocos lectores. A Charles Ives no lo sustentaba casi nada m¨¢s que el impulso solitario de su vocaci¨®n. De ¨¦l procede como un manantial de agua muy caudalosa y limpia la Tercera sinfon¨ªa, que es un adagio de sosiego entre la Segunda y la Cuarta. Entre unas cosas y otras a Charles Ives le dio tiempo a escribir un manual muy bien recibido por la gente de su profesi¨®n, El seguro de vida en relaci¨®n al impuesto de sucesiones. Mientras Leonard Slatkin casi se descoyunta en el podio dirigiendo la Cuarta sinfon¨ªa yo me acuerdo de las tempestades de disonancias magn¨ªficas que muchos a?os despu¨¦s de Ives desataban John Coltrane o Charles Mingus: un clamor que asciende hacia el caos y s¨²bitamente se resuelve en quietud y rumor, lluvia tenue en las hojas de un bosque cuando ha pasado la tormenta.
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