Un martes en Montevideo
El escritor, mientras se decide a lidiar con su esquiva fantas¨ªa, quiere contar la historia como pas¨®
Desde hace muchos a?os quiero escribir un cuento del que ya tengo el t¨ªtulo, Los aplausos. El cuento est¨¢ basado en una historia real que me cont¨® en Montevideo Daniel Corbo, el ch¨®fer de la que fuera durante muchos a?os embajadora de Colombia en Uruguay, Claudia Turbay. Cuando lo escriba cambiar¨¦ los nombres reales (no es conveniente que el apellido de la embajadora rime con el pa¨ªs de su destino) y buscar¨¦ en la ficci¨®n las simetr¨ªas que no tiene lo real. Pero mientras me decido a lidiar con mi esquiva fantas¨ªa, les quiero contar la historia tal como pas¨®.
Cuando conoc¨ª a Daniel Corbo, este era un se?or mayor, de unos 60 a?os, y en los ¨²ltimos 10 hab¨ªa conducido el Mercedes negro de la Embajada de Colombia. Daniel era un hombre de un aspecto muy distinguido, con el pelo liso y c¨¢ndido, siempre de traje oscuro y de corbata. Estando al servicio de la muy hospitalaria embajadora Turbay, en las recepciones, muchas personas llegaron a pensar que ¨¦l era el marido de la diplom¨¢tica.
La historia es que antes de ser ch¨®fer de la Embajada, el se?or Corbo hab¨ªa sido taxista. Y una vez, en su oficio, estando ¨¦l pasando por un barrio tranquilo de clase media de Montevideo, al final de la tarde, un martes, una se?ora pidi¨® por tel¨¦fono un servicio, que Daniel atendi¨®. La se?ora parec¨ªa m¨¢s cerca de los 80 que de los 70 a?os. De aspecto austero y recatado, vestido sastre de pa?o, cerrado en el cuello, pelo gris anudado en un mo?o. La se?ora tom¨® el taxi con su hijo, un muchacho mayor, de unos 30 a?os, pero que se portaba como un ni?o, y babeaba. No era un muchacho normal. La se?ora, sin explicar por qu¨¦, hab¨ªa exigido que su hijo se sentara en el puesto de adelante. Y no hab¨ªa sido f¨¢cil acomodarlo all¨ª, pues el muchacho ten¨ªa dificultades para moverse.
Para el se?or Corbo fue muy molesto que el muchacho se sentara adelante, pues no se estaba quieto y hac¨ªa ruidos incomprensibles con la boca. Ten¨ªa movimientos esp¨¢sticos, incontrolados, le abr¨ªa la guantera, emit¨ªa gru?idos guturales que al parecer eran palabras, aunque solamente su madre las entendiera. Tocaba la palanca, le cog¨ªa el micr¨®fono del radiotel¨¦fono. Daniel trataba de calmarlo, y la se?ora desde atr¨¢s, tambi¨¦n, aunque era dif¨ªcil pues la parte delantera y la trasera del taxi de Daniel estaban separadas por un vidrio de seguridad.
Contrat¨® con ella un precio y le explic¨® el servicio. La prostituta acept¨® y se subi¨® en la silla de atr¨¢s
La se?ora, con una firmeza dulce, le indic¨® que se dirigiera a una de las calles cercanas al puerto, el Bulevar Artigas, donde al anochecer se pasean y se paran, exhibiendo sus dotes, prostitutas j¨®venes y atractivas, con botas altas blancas y senos prominentes. La se?ora las iba mirando bien hasta que escogi¨® una, y le pidi¨® a Daniel que parara. Sin bajarse del taxi, por la ventanilla, contrat¨® con ella un precio, sin regatear, y le explic¨® el servicio. La prostituta acept¨® y se subi¨® en la silla de atr¨¢s, con la madre. Ella le indic¨® al taxista que se dirigiera a un burdel bastante conocido en Montevideo, el Bellavista. Este era una especie de motel de paso, y el portero mir¨® mal al extra?o cuarteto que ped¨ªa un cuarto. La madre le pidi¨® al ch¨®fer que los esperara un rato y se bajaron los tres: el hijo con problemas, la madre anciana y la prostituta. Subieron a un cuarto y pasaron un rato all¨¢. El se?or Corbo esperaba y mientras tanto compon¨ªa en su mente lo mismo que ustedes se imaginan ahora.
Antes de media hora hab¨ªan bajado y el muchacho ven¨ªa muy contento, mucho m¨¢s tranquilo que antes. Todo el tiempo aplaud¨ªa, feliz. La se?ora le confes¨® que esa era la mejor manera de calmarlo. Y como le dio la impresi¨®n, correcta, de que Daniel era un tipo discreto le pregunt¨® si no ser¨ªa posible que cada ocho d¨ªas, los martes a las cinco, fuera por ellos a la casa y los acompa?ara al mismo bulevar y al mismo motel. As¨ª lo hicieron durante a?os. El muchacho, desde que se montaba atr¨¢s la puta de turno, empezaba a aplaudir, dichoso con lo que sab¨ªa que iba a pasar, y hab¨ªa que controlarlo para que no se pasara de inmediato al puesto de atr¨¢s.
Ninguna prostituta se neg¨® nunca a hacer el trabajo. Muy profesionales, sub¨ªan, el muchacho aplaud¨ªa, se met¨ªan al cuarto con la se?ora (viuda, angustiada de morirse y dejar sin amparo a un hijo as¨ª). Era inteligente y tolerante la madre; a veces bajaba un momento a fumar con el taxista para que su hijo consumara el acto en la intimidad. El final de la historia Daniel no lo sabe, porque empez¨® a trabajar en la Embajada, un puesto de m¨¢s prestigio en el que no se lleva a los burdeles muchachos discapacitados, sino a se?ores de m¨¢s alcurnia. Pero yo he imaginado que la se?ora se muere y su hijo queda a cargo de una instituci¨®n para enfermos con problemas mentales. All¨ª ¡ªen vez del calmante semanal que su madre le daba¡ª, como el muchacho viv¨ªa en permanente estado de excitaci¨®n, acabaron poni¨¦ndole una camisa de fuerza, y atiborr¨¢ndolo de drogas psiqui¨¢tricas. Todav¨ªa debo imaginar o inventar muchos detalles, pero el esqueleto del cuento Los aplausos es el que les acabo de contar aqu¨ª.
H¨¦ctor Abad Faciolince, escritor colombiano. Su ¨²ltima obra es Testamento involuntario.
Babelia
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