Carla y Rub¨¦n, estilistas
Carla le dijo: ¡°Hacelo conmigo, llevame al dep¨®sito y cortarme el pelo¡±. ?l le dijo que no
A quien se le ocurri¨® la idea de la colecci¨®n fue a ella. Pero tambi¨¦n es cierto que quien la hizo crecer fue ¨¦l. O al menos hizo crecer el mito. As¨ª que cada uno tuvo su m¨¦rito y los m¨¦ritos son muy dif¨ªciles de repartir. Tal vez all¨ª haya estado el origen de este drama.
Todo hab¨ªa empezado unos pocos a?os antes. A la peluquer¨ªa no le iba bien. Dej¨® de irle bien cuando a tres cuadras pusieron otra, moderna, que pertenec¨ªa a una cadena para la que no importaba el nombre del peluquero sino el de la empresa: Magic. La de ellos, instalada delante de su propia casa, conservaba el nombre de siempre: Carla y Rub¨¦n, estilistas. La nueva ten¨ªa una m¨¢quina expendedora que ofrec¨ªa no solo caf¨¦ en sus distintas variedades, sino tambi¨¦n chocolate. Y revistas nuevas cada semana. Y grandes fotos de mujeres famosas peinadas en la peluquer¨ªa, aunque no estrictamente en esa sucursal, por el barrio no pasaba nadie con fama, al menos no con fama de la buena.
Carla conoc¨ªa a las clientes del barrio y sab¨ªa que no iba a ser f¨¢cil competir con la foto gigante de la actriz de la telenovela de moda, con sus rulos brillantes reci¨¦n hechos. En eso pensaba mientras barr¨ªa los mechones muertos, antes de dar por finalizado el d¨ªa. Entonces fue que vio el mech¨®n y tuvo una intuici¨®n. Largo, colorado, grueso. En lugar de barrerlo lo levant¨®, le puso una gomita en una punta para que no se desarmara, y lo abroch¨® en una tarjeta blanca. Pens¨® un rato, descart¨® algunas alternativas, y por fin escribi¨®: ¡°Gracias, Rub¨¦n, si siguiera en el pa¨ªs no dejar¨ªa que mi cabeza pasara por otras manos. Un beso y este recuerdo¡±. Y debajo del texto una firma lo suficientemente garabateada como para que cada uno pudiera imaginarse lo que quisiera. Luego lo peg¨® en el espejo y se fue para su casa.
Carla le dijo: ¡°Hacelo conmigo, ll¨¦vame al dep¨®sito y cortarme el pelo¡±. ?l le dijo que no
Al d¨ªa siguiente no dijo nada y esper¨®. Reci¨¦n la tercera clienta se dio cuenta del rulo colorado en el espejo. Rub¨¦n no hab¨ªa llegado a la peluquer¨ªa. La clienta pregunt¨® de qui¨¦n era y ella dijo que no pod¨ªa revelar el nombre de la due?a original, pero que ahora era de Rub¨¦n. Y luego, en voz baja como si se estuviera excediendo con sus revelaciones, dijo: ¡°Y ese no es el ¨²nico mech¨®n¡±. Prometi¨® que poco a poco ella iba a ir trayendo otros de la colecci¨®n. Si Rub¨¦n no se enojaba, claro. Que s¨ª, que hay una colecci¨®n completa, hecha a lo largo de tantos a?os de peluquero, de sus viajes cuando iba a cortar y peinar a otras ciudades.
El rumor corri¨®. Carla fue agregando mechones y tarjetas blancas con firmas ambiguas. Rub¨¦n al principio no estaba seguro de seguir el juego, pero empez¨® a notar que las clientas lo miraban de otro modo. Y eso s¨ª que era nuevo, ¨¦l nunca hab¨ªa llamado la atenci¨®n de las mujeres. Habilitaron un cuarto que usaban de dep¨®sito y all¨ª instalaron ¡°la colecci¨®n completa¡±. Al tiempo empezaron a cobrar entrada. M¨¢s cara si la clienta entraba al dep¨®sito con Rub¨¦n y ¨¦l le contaba la historia de algunos de los mechones. Una clienta de a?os, que ten¨ªa mucha confianza con Carla, le pregunt¨® si no le daba celos que su marido tuviera tantas historias con mujeres. ¡°Son mechones, no historias¡±, respond¨ªa casi olvidando que incluso ellos eran parte de la mentira. La cosa cambi¨® cuando un d¨ªa vino una clienta a pedir turno para que Rub¨¦n cortara uno de sus mechones y lo incluyera en la colecci¨®n. Por qu¨¦ no, dijeron con Carla. El ingreso extra no les vendr¨ªa mal. Montaron otra escena, Rub¨¦n se encerraba con la clienta en cuesti¨®n en el dep¨®sito, prend¨ªa un sahumerio, pon¨ªa algo de m¨²sica y con la tijera de filo dulce, cortaba. Luego la clienta escrib¨ªa la tarjeta, clavaban el mech¨®n y se iba. La ceremonia fue un ¨¦xito, hasta vinieron mujeres de otros pueblos. Carla se ocupaba de la limpieza, manten¨ªa la colecci¨®n impecable a pesar de que no era f¨¢cil sacarle el polvo a esos mechones sin que se desarmaran.
El d¨ªa que encontr¨® una bombacha no dijo nada, pero al tiempo encontr¨® otra, y otra. Empez¨® a darse cuenta de que cuando Rub¨¦n se encerraba con una clienta en el dep¨®sito las otras murmuraban. Un d¨ªa lo enfrent¨® y ¨¦l se lo reconoci¨®: la ceremonia era tan sensual, tan ¨ªntima, que cada tanto se enamoraba de alguna y necesitaba ah¨ª mismo hacer el amor con ella. Carla se llen¨® de rabia. Pero no grit¨®, no hizo un esc¨¢ndalo, apenas dijo: ¡°Hacelo conmigo, ll¨¦vame al dep¨®sito y cortarme el pelo¡±. Rub¨¦n dijo que no, que con ella no funcionar¨ªa, que los dos sab¨ªan que los mechones eran una mentira. Ella rog¨®, implor¨®, ahora s¨ª grit¨® y llor¨®. Pero Rub¨¦n fue terminante: ¡°No¡±. Incluso le dijo que a lo mejor ten¨ªan que tomarse un tiempo, que ¨¦l le compraba la parte de la peluquer¨ªa y se quedaba con la colecci¨®n. ¡°La colecci¨®n es m¨ªa¡±, dijo ella. ?l se r¨ªo. Agarr¨® las llaves y fue ¡°a tomar aire y pensar¡±. Ella fue al dep¨®sito arranc¨® con violencia los mechones e hizo una monta?a de pelos en los fondos de la peluquer¨ªa. Los prendi¨® fuego. Y volvi¨® a la casa. Rub¨¦n sinti¨® el olor a pelo chamuscado cuando regresaba. Apur¨® el paso, se tem¨ªa lo peor y eso encontr¨®. Fue a su caj¨®n a buscar la tijera de filo dulce. No pudo encontrarla as¨ª que tom¨® la de filo microdentada. Entr¨® a la casa empu?¨¢ndola. Al otro lado de la puerta estaba Carla empu?ando la de filo dulce.
Claudia Pi?eiro es escritora argentina, su ¨²ltima obra es Un comunista en calzoncillos.
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