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¡°Solo he querido vivir con mis cuadros¡±

Cornelius Gurlitt alberg¨® en M¨²nich un tesoro art¨ªstico que su padre reuni¨® en circunstancias dudosas durante la ¨¦poca nazi

Cornelius Gurlitt, en la primera salida de su casa después de publicarse, hace dos semanas, el decomiso de sus obras de arte.
Cornelius Gurlitt, en la primera salida de su casa despu¨¦s de publicarse, hace dos semanas, el decomiso de sus obras de arte.Goran Gajanin (Paris Match/Bestimage )

Nadie hab¨ªa visto en pijama a Cornelius Gurlitt hasta aquel d¨ªa de febrero de 2012 en el que descerrajaron su puerta y entraron en su casa los extra?os, como ¨¦l los llama: los agentes de aduanas y los funcionarios de la fiscal¨ªa. Su vivienda era su mundo. Pero ahora estaban all¨ª los extra?os, y eran muchos, quiz¨¢ unos treinta, y all¨ª se hab¨ªan quedado. Durante cuatro d¨ªas envolvieron su vida en pa?os, la empaquetaron en cartones y se la fueron llevando. En total, bastante m¨¢s de mil obras de arte. Entretanto, Cornelius Gurlitt ten¨ªa que quedarse sentado en un rinc¨®n, sin decir palabra. Gurlitt callaba y ve¨ªa c¨®mo quitaban de la pared el liebermann, el Jinetes en la playa que llevaba decenios all¨ª colgado, el chagall guardado bajo llave en el armario, la Pianista del vest¨ªbulo... No dejaron nada.

La ¨²nica que vino luego fue la psic¨®loga de los servicios sociales, una mujer que enviaron los extra?os. Gurlitt describ¨ªa como ¡°cruel¡± y ¡°terrible¡± esa visita que pretend¨ªa hablar sobre sus sentimientos. No, no iba a suicidarse, le asegur¨®, y quer¨ªa que se marchara. Desde aquel d¨ªa, Cornelius Gurlitt se qued¨® solo en su vivienda desierta, en la casa pintada de blanco, en aquella ciudad a la que llama su c¨¢rcel, M¨²nich. Desde que hace dos semanas la revista Focus destap¨® la incautaci¨®n de las obras, la prensa mundial se agolpa ante su casa. Los extra?os llaman continuamente a su puerta y le echan cartas por la ranura.

Las obras son un tesoro art¨ªstico sensacional: cuadros de Marc Chagall, Max Beckmann, Franz Marc, Pablo Picasso y Henri Matisse. La enigm¨¢tica colecci¨®n procede de la herencia de su padre, Hildebrand Gurlitt, fallecido en 1956. Historiador del arte, director de museo, marchante, uno de los hombres que establecieron en Alemania el arte moderno y que despu¨¦s de 1933 hicieron negocios con los nazis. Adem¨¢s de otras cosas, se trata de saber si Hildebrand Gurlitt adquiri¨® los cuadros de forma ileg¨ªtima. Tampoco ¨¦l lo sabe. Todo lo que Gurlitt quiere es marcharse de un sitio en el que se le acosa.

Hay tantos enigmas como cuadros. ?A qui¨¦n pertenecen? ?C¨®mo llegaron a esa vivienda del barrio de Schwabing? ?Y qu¨¦ se hace ahora con todo: con los herederos que los reclaman, con las injusticias que ocurrieron entonces y con la injusticia que podr¨ªa ocurrirle a ¨¦l, a Cornelius Gurlitt, heredero de una colecci¨®n de dudoso origen?

Gurlitt hablaba con sus cuadros, eran sus amigos, esos fieles acompa?antes que no ten¨ªa en la vida real. Consideraba que conservar la herencia del padre era la tarea de su vida. Algo de culpa s¨ª tiene en ese ¡°horrible accidente¡±. Ten¨ªa que haberla protegido, como hizo su padre contra el fuego de los nazis, contra las bombas, contra los rusos, contra los americanos. Para Cornelius, su padre era un h¨¦roe, y ¨¦l es ahora un fracasado.

Mujer velada, de Otto Griebel.
Mujer velada, de Otto Griebel.

El pasado martes se sentaba en el ¨¢rea destinada a madres con beb¨¦s en un tren Intercity. Desde que salt¨® la noticia, esta era la segunda vez que dejaba su casa. La primera sali¨® a hacer la compra y fue acribillado por los fot¨®grafos. Diez d¨ªas pas¨® en su sal¨®n, casi a oscuras, sin hacer nada. Apenas pod¨ªa dormir, dice, y cuando lo consegu¨ªa ca¨ªan sobre ¨¦l las pesadillas. A veces pon¨ªa la radio y volv¨ªa a apagarla. Lo ¨²nico que le hab¨ªan dejado era la cerradura rota de la puerta. Gurlitt va de camino a visitar a su m¨¦dico, en una peque?a ciudad del sur de Alemania. Un viaje triste.

Dice: ¡°No soy Boris Becker. ?Qu¨¦ quiere esa gente de m¨ª? Soy muy callado. Solo he querido vivir con mis cuadros. ?Por qu¨¦ me fotograf¨ªan para esos peri¨®dicos en los que solo sacan a gente mundana?¡±.

Durante toda su vida fue hijo y heredero. Dice que nunca pens¨® que en su vivienda de 100 metros cuadrados se almacenaban obras de arte que quiz¨¢ no le pertenecieran del todo. Y que quiz¨¢ pudiera contribuir a reparar un poco lo que hab¨ªa cometido el nazismo.

¡°Si hubiera vivido en otra parte, todo esto no habr¨ªa ocurrido¡±. Lejos de los muniqueses, se refiere, en los que nunca confi¨® realmente. La culpa es de la madre. Despu¨¦s de la muerte del padre, compraron dos viviendas en la plaza de Artur Kutscher. Cornelius ten¨ªa entonces 27 a?os, era un joven al que le costaba tomar decisiones, todo lo contrario de su padre. Hoy, 53 a?os despu¨¦s, dice de su madre: ¡°No ten¨ªa raz¨®n¡±. Para ¨¦l, M¨²nich es ¡°el origen de toda desgracia¡±. ¡°Aqu¨ª se fund¨® el movimiento¡±, afirma. Repite esa frase una y otra vez, su voz temblorosa se eleva cuando la dice. Gurlitt habla sobre el surgimiento del partido nazi, en 1920. Sobre el discurso de Adolf Hitler en la sala de la Hofbr?uhaus de M¨²nich, donde anunci¨® el programa del partido.

Da la sensaci¨®n de que est¨¢ encerrado en otra ¨¦poca. Un hombre que reserva la habitaci¨®n del hotel con una carta escrita a m¨¢quina y firmada con pluma meses antes, una carta en la que pide que le vengan a buscar en taxi. Su mundo es lento y silencioso. A Gurlitt le asombran los tel¨¦fonos que muestran el n¨²mero de quien hace la llamada. Sabe que en Internet se pueden buscar cosas, aunque ¨¦l no lo haya hecho nunca. ?l ha vivido con sus cuadros, no con las personas.

La pianista,de Carl Spitzweg
La pianista,de Carl Spitzweg

Gurlitt ha sacado de los libros sus experiencias. Habla del relato de Kafka En la colonia penitenciaria. Es la historia de un viajero que ve c¨®mo, en una isla perdida, condenados que no conocen sus delitos son torturados y ajusticiados. El vaciamiento de su vivienda ha sido parecidamente tr¨¢gico.

El tren cruza el l¨ªmite urbano de M¨²nich. Los ¨²ltimos 10 d¨ªas no le han sentado bien. Gurlitt cumplir¨¢ 81 a?os a finales de diciembre. ?l siempre ha so?ado con llegar a los 90. ¡°Hay gente que con 97 a?os sigue escalando, pero yo no llegar¨¦ a ser tan viejo¡±, dice. ¡°Con los cuadros podr¨ªa haber esperado a la muerte. No hay nada en mi vida a lo que haya querido m¨¢s que a mis cuadros¡±. Si se le pregunta si se ha enamorado de alguien, suelta con una risita: ¡°No, qu¨¦ va¡±.

Gurlitt tiene muchos adioses en su vida: la muerte de su padre en un accidente de coche, la muerte de su madre, el c¨¢ncer de su hermana. ¡°Lo m¨¢s doloroso fue despedirme de mis cuadros¡±, dice. ¡°Espero que todo se aclare r¨¢pidamente y me los devuelvan¡±. Est¨¢ enfermo del coraz¨®n. Cuando lleva andados 30 metros, tiene que descansar cinco minutos.

El m¨¦dico en el que Cornelius Gurlitt conf¨ªa est¨¢ a cientos de kil¨®metros. Es un hombre amable. Trata de convencer a su paciente de que ingrese en una residencia. Recibe en una consulta muy normal en una de las calles de una peque?a ciudad, nada ostentosa, ¡°pero con los mejores aparatos de Alemania¡±, dice Gurlitt, para justificar el demoledor viaje que ha emprendido, aunque para hacer la compra tenga que coger un taxi. ?l siempre es puntual. No le gustan los imprevistos. La cita con el m¨¦dico es el jueves, pero Gurlitt se pone en camino el martes.

No comprende por qu¨¦ la fiscal¨ªa ha montado semejante esc¨¢ndalo por una cuesti¨®n antigua. ¡°Ahora habr¨¢n metido los cuadros en cualquier s¨®tano y yo estoy solo. ?Por qu¨¦ no los dejaron donde estaban y no se llevaron solo los que quer¨ªan examinar? Ahora no estar¨ªa todo tan vac¨ªo¡±.

Durante estos tres d¨ªas de viaje habla de los viejos tiempos. En los que no ten¨ªa que tomar ninguna decisi¨®n. Aquella ¨¦poca en la que su padre era due?o de la situaci¨®n, un palad¨ªn de la modernidad, un mecenas del arte, pero que luego hizo negocios con los nazis, que compr¨® ¡°arte degenerado¡± [el arte moderno que vetaron los nazis] en el extranjero y quiz¨¢ tambi¨¦n obras robadas. Algunas de las cuales, evidentemente, se qued¨®.

¡°No soy Boris Becker. ?Por qu¨¦ me fotograf¨ªan esos diarios donde solo sale gente mundana?¡±

Cornelius Gurlitt recuerda su infancia en la calle de Raben de Hamburgo, a pocos metros del r¨ªo Alster. Querr¨ªa volver all¨ª, pedir su partida de bautismo para su archivo privado. La gente necesita pertenecer a alg¨²n sitio, tener sus ra¨ªces. La familia cambi¨® muchas veces de residencia, siempre siguiendo al padre. En Hamburgo traspas¨® su galer¨ªa en la calle de Klopstock, 35, a la madre. ?l se hac¨ªa pasar por empleado. M¨¢s tarde, en Dresde, ni siquiera hab¨ªa registrado su negocio. Conserv¨® las obras de arte en casa y comerci¨® con ellas. ¡°A mi padre le echaron de muchos sitios, cay¨® muchas veces, pero siempre volvi¨® a levantarse¡±.

Cada una de esas veces, su hijo tuvo que volver a empezar. El t¨ªmido joven Cornelius, que fue a la escuela en Hamburgo y luego al instituto en Dresde, donde vio a Hitler saludar desde el tren. Despu¨¦s de la ¨¦poca nazi vino el internado en Odenwald y el curso preuniversitario en D¨¹sseldorf. Siempre era el nuevo. El ¨²ltimo en llegar y el primero en irse. El extra?o. Un solitario.

Quer¨ªa gustar a su padre. Estudi¨® Historia del Arte en la Universidad de Colonia. Interrumpi¨® sus estudios, no sabe cu¨¢ndo, no le gusta hablar de eso. Cierta vez viaj¨® a Par¨ªs con su hermana, solo no se atrev¨ªa.

Cornelius Gurlitt vivi¨® primero con sus padres; m¨¢s tarde, con su madre; despu¨¦s, solo con su hermana. Daba igual donde viviera, no dejaba de ser un fantasma. Un hombre amable, pero cuando los t¨¦cnicos llamaban a su puerta para instalar la fibra ¨®ptica, ten¨ªan que poner todo su empe?o para que les dejara pasar. En todo momento quiso proteger sus cuadros de las miradas ajenas.

¡°Ahora los cuadros estar¨¢n en cualquier s¨®tano, y yo estoy solo¡±, se lamenta

Ya de ni?o jugaba entre Liebermann, Beckmann y Chagall; los cuadros se trasladaban con ¨¦l de ciudad en ciudad, colgaban de las paredes de las habitaciones, de los pasillos. El padre los tocaba todos, los ordenaba y quer¨ªa. Sobre la cama de Cornelius colgaba la cara verde de Kirchner. ¡°A Hitler no le gustaban las caras verdes¡±, dice Gurlitt. En casa no les gustaba hablar del F¨¹hrer. Su padre hab¨ªa combatido contra ¨¦l, pero de forma tan oculta que nadie se dio cuenta, dice Gurlitt.

Hildebrand Gurlitt nunca hab¨ªa comprado nada a un particular. Los cuadros proced¨ªan de museos alemanes o de marchantes. Solo cooper¨® con los nazis porque quer¨ªa salvar los cuadros del fuego. ¡°Puede que a mi padre le ofrecieran algo a nivel particular, pero sin duda no lo acept¨®. No iba con ¨¦l¡±.

Hered¨® el tesoro y nunca pregunt¨® de d¨®nde ven¨ªa. Tuvo que hacerse cargo, algo dif¨ªcil para alguien a quien no le gustan las responsabilidades. ¡°La fiscal¨ªa¡±, dice, ¡°supervisar¨¢ qu¨¦ es lo que me devuelven. Jam¨¢s he cometido un delito, y si lo hubiera hecho, ya habr¨ªa prescrito. Si fuera culpable, me llevar¨ªan a la c¨¢rcel¡±.

Cornelius Gurlitt necesita amigos, una familia y, sobre todo, abogados. Pero no es capaz de decidirse. ¡°Nunca he necesitado ninguno¡±. Tambi¨¦n est¨¢ algo decepcionado con su hermana Benita, que muri¨® el a?o pasado de c¨¢ncer. Le dej¨® solo con la carga. ¡°Era dos a?os m¨¢s joven que yo y estaba casada, deber¨ªa haberme sobrevivido¡±. Mira sus manos, que reposan sobre la mesa del vag¨®n. ¡°Lo habr¨ªa heredado todo, y habr¨ªa sabido c¨®mo arreglar las cosas. Ahora es todo tan horrible¡±.

Hombre y mujer en una ventana de Wilhelm Lachnit.
Hombre y mujer en una ventana de Wilhelm Lachnit.

¡°Jam¨¢s tuve nada que ver con la adquisici¨®n de los cuadros, solo con su salvaci¨®n¡±. Ya entonces, en Dresde, ayud¨® a su padre a salvar las obras de arte. ¡°Mi padre sab¨ªa que los rusos estaban cada vez m¨¢s cerca¡±. Padre e hijo cargaron juntos los cuadros, que el padre llev¨® a la casa de un campesino en los alrededores de Dresde, y despu¨¦s a un castillo en el sur de Alemania. Ten¨ªa conocidos en todo el pa¨ªs. ¡°Desgraciadamente, en estos papeles con colores la gente solo ve billetes¡±, dec¨ªa.

¡°Yo no soy tan valiente como mi padre. ?l viv¨ªa para el arte y luch¨® por ¨¦l. La fiscal¨ªa debe limpiar su reputaci¨®n¡±.

El tren llega a la estaci¨®n central de Augsburgo. ¡°Aqu¨ª est¨¢ el fiscal al que le envi¨¦ los documentos. No comprendo que a¨²n no me haya dicho nada¡±, comenta. Gurlitt le ha mandado una fotograf¨ªa de la casa paterna en Dresde, destruida por el fuego. Le adjunt¨® viejos art¨ªculos de prensa para demostrar el acoso contra Hildebrand Gurlitt que llev¨® ¡°a la ca¨ªda del padre¡±.

Por carta le anunciaron que le devolver¨ªan algunas de las obras de arte. No sabe cu¨¢les. Pero no cree al fiscal. ¡°Nunca he querido nada del Estado¡±. Cornelius Gurlitt no percibe pensi¨®n, nunca tuvo seguro de enfermedad. Renueva su pasaporte alem¨¢n en el consulado de Salzburgo, y lleva dos a?os caducado.

Durante su ¨²ltima estancia en Austria, en su casa de Salzburgo, ingres¨® en el hospital, por el coraz¨®n. Estuvo hospitalizado un mes, en una cl¨ªnica en la que sonaba una alarma cuando sal¨ªa de la cama. ¡°Como si fuera un criminal¡±, dice. Pero su estado de salud ha empeorado en los ¨²ltimos a?os. M¨¢s estancias en el hospital, cataratas. Gurlitt siempre pag¨® a los m¨¦dicos en efectivo. En el oto?o de 2011 envi¨® El domador de leones, de Max Beckmann, a la galer¨ªa Lempertz. El tasador fue muy amable. Tambi¨¦n se arregl¨® todo con los herederos. El cuadro fue vendido por 725.000 euros. Gurlitt recibi¨® un poco m¨¢s de 400.000; los herederos, el resto.

Ya entonces acud¨ªa a su m¨¦dico de la peque?a ciudad a la que ha viajado en el tren. Ha escrito en tarjetas las frases que quiere leer a su doctor para causarle buena impresi¨®n. Gurlitt no trata frecuentemente con gente. La v¨ªspera de la consulta quiere dormirse hacia las seis de la tarde, para levantarse en torno a las dos de la madrugada. Tiene cita a las 8.40, pera necesita el tiempo para prepararse. Tiene una herida sangrante en el pie desde hace meses y quiere ponerse una venda nueva.

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Por la ma?ana pide un taxi para los 300 metros que le separan de la consulta. El tax¨ªmetro marca 3,40 euros. Gurlitt paga 20. Algo tiene que sacar el taxista. El m¨¦dico le dice esa ma?ana que tiene el coraz¨®n m¨¢s d¨¦bil que de costumbre, pero eso se debe a la agitaci¨®n. De vuelta al hotel, se sienta en la cama. Mira sus cuadros en los peri¨®dicos. Est¨¢ horrorizado. ¡°?Qu¨¦ clase de Estado es este que muestra mi propiedad privada?¡±, se pregunta.

Al d¨ªa siguiente, el diario recoge las declaraciones del consejero de Justicia b¨¢varo, Winfried Bausback, que dice que en cualquier caso tiene que hablar con Gurlitt. ¡°No hablar¨¦ con ellos y no devolver¨¦ voluntariamente nada, no y no. El fiscal tiene datos suficientes que me exculpan¡±, replica.

Cornelius Gurlitt tiene la esperanza de que le devuelvan pronto los cuadros que le corresponden. Entonces vender¨¢ alguno, quiz¨¢ el liebermann, si es que le corresponde, por usar sus palabras. Para pagar los gastos del hospital. El resto volver¨¢ a su casa. Chagall volver¨¢ al armario; el cuadro de la pianista, al vest¨ªbulo, donde siempre lo tuvo su madre. ¡°Cuando yo muera, pueden hacer con ellos lo que quieran¡±. Hasta entonces, los quiere para ¨¦l solo. Entonces volver¨¢ a tener, por fin, un poco de ¡°calma¡±.

Traducci¨®n: Jes¨²s Albores Rey.

? 2013, Der Spiegel. Distribuido por The New York Times Syndicate

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