Con Ana Mar¨ªa
Hubi¨¦ramos querido m¨¢s, ratos y m¨¢s ratos de vida con Ana Mar¨ªa Matute
La conoc¨ª en Par¨ªs, en uno de esos viajes que hac¨ªamos por entonces los escritores. ?ramos un grupo bastante numeroso y, a la llegada al hotel, que no ten¨ªa un gran aspecto, Ana Mar¨ªa Matute, con quien hab¨ªa hablado durante el viaje, con gran timidez y nerviosismo por mi parte, porque la admiraba demasiado como para atreverme a conocerla en persona, se dej¨® caer en uno de los sillones del vest¨ªbulo como si estuviera a punto de desfallecer.
Las habitaciones no estaban listas y los tr¨¢mites, adem¨¢s, fueron lentos. Al cabo, nos dieron las habitaciones y nos dispersamos. Ana Mar¨ªa parec¨ªa algo m¨¢s animada. M¨¢s tarde me confes¨® que eso le pasaba a menudo, que de repente se sent¨ªa sin fuerzas.
Nos hemos ido diciendo eso la una a la otra a lo largo de los a?os de nuestra amistad, que empez¨® en aquel momento, en el oscuro, algo s¨®rdido, vest¨ªbulo del hotel parisino. Vi su desfallecimiento y me pareci¨® que era el m¨ªo, igual que el m¨ªo. Seguro que no, seguro que cada persona tiene su propio modo de desfallecer y su propio modo, tambi¨¦n, de sobreponerse. Eso es algo que se aprende con el tiempo. Admiramos y queremos a una persona, nos identificamos, incluso, con ella, en la certeza de que, siendo distinta, hay algo en ella que entendemos, que nos resulta af¨ªn, que nos une a ella de una forma profunda.
Ana Mar¨ªa fue cobrando una apariencia cada vez m¨¢s fr¨¢gil, m¨¢s delicada. Se cay¨® innumerables veces, hubo de familiarizarse con la escayola, el bast¨®n, la silla de ruedas. Segu¨ªa viajando, segu¨ªa acudiendo a actos p¨²blicos, segu¨ªa escribiendo. Cuando nos encontr¨¢bamos, habl¨¢bamos de nuestros desfallecimientos, y de algunas inquinas y ofensas de la vida, y de alegr¨ªas y satisfacciones, y de vernos m¨¢s y de hablar m¨¢s y de escribir m¨¢s. Su voz, cada vez m¨¢s delgada, siempre fue cantarina. Una voz alegre, aunque expresara penas o indignaciones.
Se supo levantar de todos sus desfallecimientos, supo amar, supo tener fe. En este momento, los trozos de vida que nos dio, que compartimos con ella, parecen cortos.
Hubi¨¦ramos querido m¨¢s, ratos y m¨¢s ratos de vida con Ana Mar¨ªa Matute, en vest¨ªbulos y bares de hotel y de aeropuertos, pero al fin, su vida ha sido larga. Ha sido rica. El mundo de inocencia, dolor, amargura y magia que nos ofrece en cada uno de sus libros ya se ha hecho parte de lo que somos. Es el regalo que hacen los artistas. Aquella realidad moldeada por la fantas¨ªa de una ni?a inclasificable que luego se convirti¨®, como ella misma dec¨ªa, en una persona inc¨®moda para muchos, sigue en pie. Ese en el poder de la literatura. Hace perdurar lo fugitivo.
Cuando el desfallecimiento ha sido dejado atr¨¢s, ya no existe. Lo que existe es el momento glorioso de la creaci¨®n, el triunfo de la vida. De Ana Mar¨ªa Matute quedar¨¢, para todos, el mundo que cre¨®. Para sus allegados y seres m¨¢s queridos, su fortaleza, ese impulso que la sosten¨ªa y hac¨ªa que se levantara una y otra vez y que deseara, siempre, ver m¨¢s, hablar m¨¢s, escribir m¨¢s.
Soledad Pu¨¦rtolas es escritora y acad¨¦mica.
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